Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

Yúcida

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

-El término Selyúcida proviene de los turcos antiguos -me aseguró el individuo mientras caminaba de un lado al otro de la sala. Miraba pensativo las negras baldosas del suelo, como si buscara su distorsionado y pálido reflejo.
Yo no podía hacer más que mirarlo, petrificado del miedo. Él de vez en cuando hacía bailar sus dedos al compás de la música que sonaba. En ese momento era la Appassionata de Beethoven. Poco a poco se me había quitado el mareo producido por la droga que él me había dado para llevarme hasta esa sala. Ni siquiera sabía dónde estaba, ni quién era él, ni qué era.
-Pero el término «Yúcida» tiene un significado muy distinto -agregó. Entonces me miró con esos brillantes ojos mieles, casi amarillos, como crisoberilos al sol. Su rostro era tan pálido que parecía un tallado maestro sobre hueso, y sus facciones eran tan perfectas que era inimaginable decir que no era atractivo, aunque cueste decirlo.
-¿Dónde estoy? -pregunté con la voz trémula. Mi frente estaba empapada de sudor y mi respiración era acelerada a causa del miedo.


Él se detuvo un momento, examinándome. –En medio de la nada -me respondió.
-¿Cómo llegué aquí?
-Te tomé en el parqueadero del edificio de tu apartamento, cuando ibas a trabajar. Esperé hasta que llegara la noche y te traje. Te drogué- me respondió. Sin embargo, aunque suene extraño, su tono de voz era culto y tranquilizador, pausado y muy pulcro. Aunque su presencia me atemorizaba, su voz parecía calmarme.
-¿Y qué me va a hacer? -pregunté-. No tengo mucho dinero, si esto se trata de un secuestro -añadí.
Pero él meneó la cabeza. –No se trata de un secuestro -respondió. En ese momento volvió a caminar de un lado al otro. –La palabra Selyúcida se remonta a Silyuq o Selchuk, un jefe turco de la tribu de los Kinik. Fueron una tribu fuerte, que después se convirtió en un poderoso imperio.
-¿Qué me va a hacer? -volví a preguntar. Sus ojos amarillos y brillosos me intimidaban. No era robusto, pero yo presentía, y no de manera errónea, que tenía una fuerza inhumana. Estaba finamente vestido con un paño elegantísimo de color negro, y tenía una camisa blanca que relucía a la luz de las lámparas de vidrio que pendían del techo de la sala. A mi izquierda había una chimenea apagada, a mi derecha algunos anaqueles con libros, y a mi alrededor sillas y un sillón doble de color verde.
Él miró por un ventanal de la sala la noche creciente. Las estrellas refulgían frías en la cúpula nocturna, y la luna llena le bañaba el blanco rostro. –No creo que desees saberlo antes de que acabe mi relato -me aseguró con cortesía-. Por favor, déjame acabar mi explicación y contestaré todas las dudas que tengas -pidió de manera amable.
Asentí entonces. Noté que tuteaba, lo cual me hacía tomar un poco más de confianza.
-Los Yúcidas están desde antes de los turcos, incluso antes del que ustedes llaman Jesús de Nazareth. El nombre de esas criaturas empezó a mencionarse cuando la poderosa Nínive todavía se erguía imponente en la confluencia entre el río Tigris y Khosr. Cuando todavía los hombres adoraban a la bien amada Ishtar. Pero los hombres cambian de creencias al igual que cambian los tronos.
-Es verdad -dije.
-Los Yúcidas somos seis, y siempre seremos seis -dijo con un tino de orgullo-. Nuestra historia se remonta a un mundo muy antiguo. Aún tenemos presente al Dragón Escarlata y a la reina Méladriel de Herda. Pero cuando se dio la invasión de Babilonia a los asirios, fuimos perseguidos como Demonios. Por eso tuvimos que casarnos con el anonimato, abrazarnos a la sombra y actuar en el silencio. Somos como una araña en medio de un hormiguero, esperando que una indefensa o inocente hormiga se separe para poderla cazar, pero cuidándonos de no ser descubiertos por la colonia-. La música todavía sonaba, y él parecía aletargarse a pedazos por la melodía.
Yo seguía sentado, espabilado por completo. Aunque no tenía idea de lo que él me hablaba, me sentía un poco interesado. No sabía nada de esas ciudades, ni de esos imperios, pues nunca me había interesado por la historia; pero la imponente presencia del Yúcida me causaba admiración, y me sentía en la necesidad de saber sobre su origen.
-¿Hace cuánto pasó todo eso? -pregunté.
-Hace cuatro mil años -respondió, asombrado. Pareció impresionarle mi interés. Entonces se sentó en el sillón frente a mí, más pendiente de mis opiniones. Me miraba el rostro de manera metódica, y sus ojos amarillos parecieron rastrear mis expresiones.
-¿Tú eres uno de esos seis? -pregunté cortésmente.
Y él asintió. Se recostó en el espaldar del voluptuoso sillón, un poco más confiado, y continuó su relato. –Uno de nosotros no supo amparase bien en la oscuridad, y por lo mismo se generaron rumores, que con el tiempo se fueron distorsionando hasta que finalmente se salieron completamente de la realidad.
-¿Cómo se llama?
-No te diré el nombre, pero te diré que es el único que vive en la Europa Oriental. Si mal no estoy debe estar viviendo en este momento en Hungría.
-¿Qué sucedió? -pregunté. Por un momento parecí olvidar el temor que la presencia de mi anfitrión me causaba.
Él, sumido en recuerdos, miró hacia la lámpara sobre nosotros, y continuó. –Por él se iniciaron los rumores de los Vampiros. Con el tiempo también se nos atribuyeron los males de la tisis, y otras consecuencias completamente ajenas a nosotros.
-¿Los Yúcidas son Vampiros?
Él meneó la cabeza. –Los Vampiros son invenciones del hombre, al igual que sus creencias.
-¿Dios?
-De Dios no hablemos -me pidió el Yúcida.
-¿Acaso sabes algo de Dios que los hombres no sepamos? -pregunté.
Él ahora me miraba con mucho interés. Meneó la cabeza y respondió: -Simplemente veo todo con más claridad.
-¿Entonces crees que Dios no existe?
-Creo que el hombre siempre busca una creencia para alimentar sus esperanzas y sentirse seguro. ¿Qué es lo primero que haces cuando estás en peligro o tienes un problema?
Me quedé pensando unos momentos. -¿Rezar?
-Santiguarse -aclaró.
Yo afirmé con la cabeza.
-Simplemente no quiero hablar de Dios -dijo.
-¿Y los otros Yúcidas? -pregunté.
Él se levantó del sillón, se arregló las blancas solapas y se cruzó los brazos por la espalda. –Dos de nosotros, un macho y una hembra, viven en Mesopotamia.
-¿En dónde? -pregunté.
-En el Oriente Medio -me respondió-. Aunque no sé si uno de ellos al fin se mudó a Kazajstán -añadió, meciéndose la barbilla-. Bien, una hembra vive en la lejana China, entre las montañas boscosas, y el otro macho vive en lo que llaman actualmente Nueva Guinea. Finalmente estoy yo, que decidí Suramérica.
-¿Por qué casi ninguno vive en países industrializados?
-Porque es más difícil pasar desapercibido. Si una persona desaparece se forma una conmoción.
En ese momento volví a recordar que estaba en peligro. Estaba en un sitio desconocido, con un anfitrión que me confundía, pues no podía adivinar sus intenciones.
-¿Qué vas a hacer conmigo? -insistí.
El Yúcida me miró con serenidad y dijo: -Una cena.
Quedé petrificado al escuchar esto.
-Haré un estofado con tus manos, condimentado con vinagre, aceite, ajo y algunas especias. Pensaba hacer un vino con algunas uvas y un poco de tu sangre. También quería servir tu carne, quizás la del torso, con algunos quesos de acompañamiento. Y de postre: Flan.
Dijo esto con una frialdad combinada con un humor tan macabro, que me hizo estremecer. ¡El maldito me iba a comer! ¡Qué horrores tengo que pagar para que Dios me ponga en estas situaciones!
-La cena será servida en dos días, obviamente estás invitado.
Entonces, en un ataque de idiotez, pregunté con voz cortada: -¿Y por qué en dos días?-. Quizás pregunté esto porque si me iba a comer deseaba que mi suplicio durara lo menos posible.
-Hace días tuve un gran festín y todavía estoy hastiado. Además, siento especial afecto por ti. Hasta el día de la cena puedes hacer lo que desees en la torre.
¿Torre? ¿Acaso estaba en una torre? ¿Dónde estaba? Cada vez entendía menos lo que me sucedía. Incluso alcancé a pensar que todo era una tétrica pesadilla.
El Yúcida fue a la puerta, con caminar solemne, y con un ademán me invitó a que lo siguiera. –Deseo mostrarte a alguien. Es la única persona que vive en la torre, exceptuándome, claro está. ¿Te gustaría conocerla? -me preguntó de manera muy cortés.
Yo asentí, incrédulo de que un ser de apariencia tan bondadosa me hubiera dicho instantes atrás que iba a hacer una cena con mis manos y con mi torso.

Lo seguí por un amplio e iluminado pasillo adornado con algunos cuadros en óleo, hasta la última puerta. Él la abrió y llegamos a un salón muy amplio por donde subía una escalera de losas grisáceas. La escalera tenía un bello parapeto con grabados en las barandas. Subimos y llegamos a un cuarto muy ostentoso con una cama grandísima. La cama tenía pliegues de lado a lado, como velos árabes, y en ella descansaba una hermosa joven. Parecía suspendida en el tiempo. El cabello negro se le arremolinaba en torno al pálido rostro. Tenía pestañas encrespadas y largas, nariz respingada y boca pequeña. Era una joven muy bella.
-¿Quién es? -pregunté.
-La llamo Luna, y es mi amada -respondió él.
-¿Un Yúcida puede amar a una mujer? -pregunté.
Y él asintió. –En cuerpo somos iguales a los hombres. Pero la vida de los humanos es corta. He amado a muchas mujeres, y he sufrido la partida de cada una de ellas, pero no puedo dejar de amar -dijo con gran profundidad-. Dejémosla dormir. Mañana hablarás con ella. El desayuno es a la octava hora del día, en el comedor a la izquierda del salón que queda bajando las escaleras.
Yo asentí en señal de entendimiento. Entonces le di un último vistazo a la hermosa joven y seguí al Yúcida.

Bajamos de nuevo al salón y seguimos por otra puerta, bajamos otra escalera similar a la anterior y llegamos a un corredor con dos puertas a cada lado. Él abrió una de ellas y me invitó a pasar con gentileza.
-Dormirás aquí -me dijo-. Si necesitas algo toca la campanilla que está sobre la mesa de noche, ésa, al lado de la lámpara. No importa la hora. Recuerda que yo no duermo -me aseguró. Me dio la mano y se retiró.
Cerré la puerta del cuarto y me apresuré a mirar por la ventana enrejada. Entonces vi un paisaje hermoso, pero enigmático. Bajo la luz de la luna y las estrellas se extendía una interminable cadena de montañas boscosas, azuladas, hasta donde la vista alcanzaba. De algunas laderas se elevaban blancas brumas, y alcancé a percibír uno que otro sonido de insectos y aves. Supuse que estaba en los Andes, pero desconocía siquiera un punto de referencia cercano. No se veía rastro alguno de civilización. Sin embargo, me esperancé, pues la torre tenía luz. Fui al baño y abrí los grifos. También tenía agua. Eso quería decir que sí había alguna ciudad cercana, pero ¿cuál?

Entonces miré hacia abajo y sentí un gran vértigo, pues la torre estaba erguida entre unos precipicios altísimos. La niebla blanca se extendía como un estanque alrededor de las estribaciones, y no dejaba ver el fondo de los abismos. Era imposible subir hasta la torre desde esa ladera. Los árboles se extendían alrededor de los precipicios, y las rocas eran cubiertas por frondas muy fértiles y floridas, pero aun así el paisaje me atemorizaba. ¿Dónde estaba? ¿Cómo me había llevado hasta allí?

Al ver el vasto paisaje desistí de un escape. Así que me acosté e intenté dormir. Fue una de las noches más largas de mi vida. Rodé por la cama toda la noche, mirando constantemente mi reloj y viendo cómo las horas pasaban muy lentamente. De vez en cuando escuchaba algún ruido extraño. No pude conciliar el sueño por más que lo intenté. Estuve varias veces tentado a tocar la campanilla, pero en todas me arrepentí. Durante horas busqué las respuestas que tanto necesitaba, pero pocas fueron las conclusiones.

Esperé arropado hasta que dieran las ocho de la mañana. Cuando fue hora salí del cuarto y subí al comedor. Cuando llegué me asombré, pues pocas veces he visto tal puntualidad. No eran ni las ocho y cinco cuando la mesa ya estaba servida. En la cabecera estaba Luna. Estaba peinada y finamente vestida. Sus ojos eran grises, aunque al principio me parecieron azules. La hermosura de la joven me hizo olvidar por un momento el tedio de mi noche.
-Me alegra que seas tan puntual -dijo la joven con una voz muy dulce y un tono muy bajo.
Yo me senté, un poco intimidado por la belleza y la serenidad de la joven. -¿Y Él? -pregunté.
-Me pidió que lo disculpara contigo, pues no puede acompañarnos hoy. Espero que no lo tomes como una ofensa -me pidió.
Meneé la cabeza de inmediato. –No hay ningún problema.
-Espero que te guste -dijo mientras tomaba uno de los panes que había en la charola en la mitad de la mesa.
En verdad tenía mucha hambre. Aunque al principio pensé que la comida podía estar envenenada, me ganó el hambre, y comí con avidez los panes, los huevos y las tostadas que Luna me ofreció. Tomé rápidamente el café y el jugo de naranja, y me dispuse a reposar. Luna casi no había comido.
-¿No tienes hambre? -pregunté.
-No sufro de mucha hambre -me respondió con ese dulce tono de voz.
-¿Puedo hacerte una pregunta?
-Claro.
-¿Cuántos años tienes?
-Veintidós.
-¿Y desde hace cuánto vives aquí?
-Desde los diecisiete.
-¿Y no vives aburrida?
Ella sonrió entonces. –Claro que me aburro de vez en cuando. Las pocas visitas que recibo son las cenas de mi amado.
En ese momento recordé el peligro en el que me encontraba. -¿Y con todas sus cenas es tan amable?
Ella volvió a sonreír, curvando sus rosados labios. –Simplemente diré que le agradas.
Esa respuesta me tranquilizó un poco. -¿Cuál ha sido la víctima que más ha sufrido bajo sus manos?
-Un hombre que se enamoró de mí. No puedo negar que me parecía simpático, pero no me gustaba. En cambio, él intentó sobrepasarse conmigo, y…
-¿Y?
-Se lo comió crudo, cuando todavía vivía. Lo destajó con sus uñas, y lo devoró mientras gritaba de dolor.
-Veo que no es buena idea entrar en confianza contigo -aseguré mientras miraba con detalle sus ojos grises.
Ella sonrió, quizás un poco apenada. –Tienes razón -respondió.
-¿Y cómo debe ser un hombre para que tenga tu corazón? –pregunté. De repente había sentido una gran atracción por Luna, y habían pasado por mi mente extraños e infames pensamientos.
-Eso no importa -respondió. No sé si era por mi presencia, pero ella ahora tenía el rostro sonrojado y la cabeza baja, como si mi mirada la pusiera nerviosa. Se tomó las manos y después tomó un poco de jugo de naranja. Ese jugo era en verdad delicioso, pues tenía mucha azúcar y algo de zumo.
-¿Estás nerviosa?
Entonces casi se le cae el vaso de la mano. –Yo… -musitó, todavía más sonrojada.
-¿Qué sucede?
Ella calló por un momento. Sus mejillas refulgían en su tez pálida. –Hace mucho no veía un hombre de tu edad -me confesó. Tomó otro sorbo de jugo y se levantó. –Permiso, no deseo ser grosera, pero tengo que acabar mis quehaceres -añadió mientras levantaba las charolas y los vasos.
Yo le ayudé, la acompañé hasta la cocina y dejé que subiera a su cuarto. No dijo nada durante ese tiempo.

Me estuve paseando toda la mañana por salones enormes y suntuosas habitaciones. A menudo el aire era inundado por dulces aromas producidos por rosas en floreros cristalinos, y a veces escuchaba a Luna realizar alguna actividad. En la torre se respiraba una extraña paz, como si de repente hubiera tomado unas gratas vacaciones.

A eso de las dos de la tarde Luna me llamó para que le ayudara a correr un pesado armario de uno de los cuartos. La ayudé sin dudarlo, y después nos sentamos, pues estábamos agotados con el esfuerzo físico.
-¿Qué te atrae de Él? -le pregunté mientras me secaba con un pañuelo el sudor de mi frente.
-Todo -me respondió de manera evasiva.
-¿Todo?
-Sí.
-No lo creo -increpé.
Ella bajó de nuevo la cabeza, apenada. –Él es un conjunto que me atrae -insistió mientras se mecía el cabello.
-Te atrae lo diferente que es, pero no él en sí -aseguré. Yo era perspicaz con esos temas, y me gustaba analizar a la gente.
-Quizás -me dijo con tono de confusión.
-¿Te gusta que devore humanos?
-No me incomoda.
-¿Y si fueras tú la víctima?
-Lo fui -me respondió.
Al escuchar esta respuesta quedé paralizado. Las palabras se me olvidaron por un momento y mi mente quedó en blanco. –No te entiendo -dije de manera idiota.
Ella sonrió y pareció un poco más confiada. –Yo iba a ser una de sus cenas, pero me conoció y se enamoró de mí.
-¿Y tú estás enamorada de Él? -le pregunté.
Ella dudó entonces; pero respondió: -Lo estoy.
-Pero te pones nerviosa cuando hablas con alguien más. ¿Por qué?
Ella volvió a bajar la cabeza. La poca seguridad que había tomado se había desvanecido por completo. Sus ojos grises miraron al suelo embaldosado, y sus labios se sellaron de repente.
-Respóndeme -pedí.
-No lo sé -respondió con su tono de voz bajo-. No sé por qué me pongo nerviosa cuando me hablas.
-¿Y qué piensas?
Pero ella se levantó, hizo una venia al estilo antiguo y añadió: -Soy un manjar envenenado. No te fijes en mí, por favor, que Él y ellas vigilan, y aunque Él es cordial, puede ser muy cruel. No quiero que descargue su furia contigo. Es por tu bien.
-¡Yo defino lo que está bien para mí! -exclamé.
-¡No! ¡Es Él quien lo define! -increpó ella con una vehemencia que me dejó petrificado de la sorpresa. Ella se calmó, suspiró y realizando otra venia, se retiró.
Aunque no entendí el por qué ella se refirió a «ellas vigilan», no le presté mucha atención. Ese fue un gran error.

Ya por la noche bajé de mi cuarto al salón principal, pues escuché música. No soy muy docto en música estilizada, pero creo que en ese momento sonaba algún concierto de Albinoni. Al parecer a mi anfitrión le gustaba mucho esa clase de música.

Cuando entré al salón principal vi que Él estaba sentado tras un escritorio rojizo y barnizado. Sobre el escritorio había varios libros de pastas negras y rojas, algunos con broche. Una lamparilla iluminaba el recinto. Él leía un libro muy grueso, y tenía puestas unas gafas de marco dorado. Apenas entré, Él me miró y dejó el libro a un lado, me apretó la mano y me pidió que me sentara.
-Me disculpo por no haber podido estar en el desayuno ni en el almuerzo, pero tuve unos inconvenientes. Pido tu perdón -me dijo mientras se sentaba tras el escritorio.
-No hay problema -aseguré.
-Espero que Luna te haya atendido bien.
-Lo hizo -me apresuré a decir. Él parecía ignorante de las conversaciones con ella.
-Mañana sí desayunaré con ustedes -me aseguró.
Hubo un silencio incómodo, hasta que pregunté. -¿Sufres de miopía o alguna enfermedad ocular?
Él levantó la amarilla mirada y pareció interesarse de nuevo por mi curiosidad. –No. Simplemente me gusta cuidar mi vista -respondió con serenidad.
Entonces me sentí un poco más confiado, y pregunté: -¿Es Albinoni?
Y Él asintió. –Veo que sabes de música.
-Un poco -dije con modestia.
Él dejó el libro a un lado, se quitó las gafas y me preguntó: -¿Qué otro compositor conoces?
Le dije todos los que se me vinieron a la cabeza. Incluso algunos que había oído mencionar, pero de los cuales no conocía obra alguna.
Él me comentó sobre la vida y obra de todos los músicos que le mencioné, con fechas exactas y lugares específicos. Además, habló de otros compositores que nunca había escuchado mencionar. En verdad era un erudito de la música. Y a medida que conversábamos, Él parecía más animado. Sus ojos amarillos brillaban con fervor cuando recordaba alguna melodía, y sus ademanes eran alegres. Me atrevo a decir que parecía más humano. A eso de media noche, después de que tomé algunos vinos añejos, Él me llevó a mi cuarto.
-Será un placer desayunar contigo y con mi amada Luna -me aseguró con profundidad. No podía disimular su felicidad.
-Y será un placer que nos acompañes -respondí. Por un momento olvidé que yo era su cena. Incluso alcancé a pensar que todo era una broma, o que él me liberaría por tener afinidad conmigo.
Él curvó sus labios y asintió la cabeza. Entonces se retiró.
Apenas lo hizo, intenté dormir. Al principio se me hizo difícil, pues el rostro de Luna no se iba de mi mente. Me sentía muy atraído a ella. Por otra parte, estaba el Yúcida. Él la había perdonado a ella, ¿entonces por qué no me podía perdonar a mí? Este pensamiento me animó. Caí dormido a eso de las dos de la mañana.

El sol en el rostro me despertó. La mañana era cálida y agradable. Cuando bajé al comedor Luna y Él ya estaban esperándome. Él se levantó y me saludó con un apretón de manos. Luna permanecía sonriente, pero tímida.
-Siéntate, por favor -me pidió el Yúcida con un amable ademán.
Me senté y nos dispusimos a desayunar.
-¿Cómo dormiste? -preguntó Luna, rompiendo por fin el silencio.
-Muy bien -respondí.
-Me alegro -dijo Él.
Entonces vi que Luna tenía la mano izquierda vendada. -¿Qué te sucedió? -me apresuré a preguntar.
Ella se miró la mano con tranquilidad, y respondió: -Me corté con un cuchillo. Estaba tajando la carne para el almuerzo y no calculé bien.
-¿Pero estás bien?
-Lo estoy.
El Yúcida no comía, solo escuchaba, mirándome fijamente, pero sin expresión notable.
-Espero que no te haya dolido. No hay nada peor que el dolor -aseguré.
Pero el Yúcida levantó la mano, cortésmente. –No quiero parecer grosero, ni tampoco quiero desmeritar tus ideas; pero eso no es verdad -increpó.
Yo lo miré, asombrado.
-Es simple sentido común. El dolor es bueno, pues actúa como una alarma. Lo verdaderamente dañino es lo que causa el dolor, no el dolor en sí. Te daré un ejemplo: Un sistema de seguridad. ¿Qué prefieres? ¿Que los vecinos te insulten porque tu alarma los despertó, o que te roben?
-La respuesta es obvia -dije.
-Si no hubiera dolor, una pequeña cortada podría infectarse, causando graves consecuencias; y tú solo te darías cuenta cuando ya es muy tarde.
Era verdad. Simple sentido común. El dolor es bueno, lo verdaderamente malo es lo que lo causa. ¡Qué brillante deducción la de mi anfitrión! -Tienes razón -dije, atónito y maravillado. Cada vez me agradaba más el Yúcida, aunque parezca increíble, incluso absurdo.
-Pero no dolió mucho -añadió Luna con ternura, tocándose la venda.
Yo no podía dejar de ver los ojos de ambos. Por un lado, estaban las tranquilas pupilas grises de Luna, que parecían el pacífico mar. En cambio, el poderoso brillo de los ojos amarillos del Yúcida reflejaban los horrores del incontenible fuego.
-Me alegro -dije.
Él me preguntó: -¿Cómo te ha parecido tu estadía?
La pregunta en verdad me extrañó. Aunque era un prisionero era tratado por mis captores como un invitado de honor. A tal punto que había olvidado escaparme.
-Muy buena -respondí.
-Espero que no te hayas aburrido en ningún momento -dijo Luna. Su mirada era profunda, como si de repente ella también hubiera despertado una atracción por mí.
-En absoluto -respondí. Tomé algo de café y me dirigí al Yúcida. -¿Por qué te gusta tanto la música clásica? -pregunté.
Él no me había quitado la mirada de encima en ningún momento. Pero su rostro era inexpresivo, como si estuviera grabado en granito. –Las canciones no dejan nada a la imaginación. Las letras guían al que las escucha a una idea ya definida por el cantante. Incluso, muchas de esas canciones imponen las ideas del autor -tomó un sorbo de café y añadió: -En cambio la música instrumental deja al receptor a merced de su poderosa mente. Aunque da indicios de lo que se desea expresar, el cerebro es el que hace que los sentimientos nazcan.
-¿Y las óperas? -pregunté.
Él se tomó la barbilla, como si buscara su memoria, y respondió: -Hay unas buenas-. Él seguía mirándome con detenimiento, como si escarbara en mis ojos mis pensamientos. Entonces se levantó y me dijo: -Te pido que me acompañes a la parte más baja de la torre. Deseo mostrarte unos cuadros y unas esculturas.
Asentí de inmediato. Sabía un poco de arte, y me apasionaba aprender de él. De repente vi al Yúcida como un maestro en vez de un demonio.
-Luna, por favor haznos saber sobre el almuerzo -dijo.
Ella, con una expresión bondadosa, asintió.

Bajamos por largas escaleras de mármol negro y barandillas elaboradas, y pasamos salones enormes de pisos lustrosos y voluminosos sillones. Pero después de pasar el sexto salón, sentí que entrábamos a una especie de piso subterráneo. El frío se incrementaba a medida que descendíamos las escaleras, y el aire parecía estancarse. No había ventana alguna, y tanto escaleras como salones estaban iluminados con lámparas redondas, cuales frutas luminosas. Parecerá extraño, pero el séptimo salón me pareció más enigmático, y los siguientes iban tornándose más lúgubres y miedosos.

Y recuerdo una vez que, presa de mi ardor oculto, me lancé a sus labios cuando ella se acercó para hablarme, como lo hacía a menudo. Entonces volteó la orgullosa cabeza y curvó los sonrosados y húmedos labios con una expresión triunfal. Disfrutaba provocándome, y ambos lo sabíamos, y lo peor era que ambos lo disfrutábamos. Pero después de ese incidente no volví a actuar, aunque me remordía por no hacerlo.

Ya en el onceavo salón, él se detuvo frente a una puerta de madera de color granate. Era una puerta pesada y de batientes poderosos.
-A esta parte de la torre Luna nunca baja, así que debo pedirte el favor de que no le menciones nada de lo que verás aquí -me pidió-. Ella sabe de la existencia de «ellas», pero nunca las ha visto -añadió con tono enigmático.
Yo asentí, pero me extrañé.
Él sacó una gran llave dorada del bolsillo y con ella abrió la puerta. Entonces nos internamos a un pasillo larguísimo que tenía colgados sobre la pared varias pinturas hechas sobre lienzo. Todos los cuadros estaban iluminados por unas lamparillas empotradas en el suelo a modo de reflector. Pero las luces eran mortecinas, y al iluminar los cuadros desde abajo les daban apariencias maléficas y terroríficas.

Y más terribles eran las imágenes que se plasmaban allí. Yo esperaba alguna obra maestra conocida, pero en cambio me encontré con retratos cadavéricos de risas burlonas. Todos eran imágenes de esqueletos finamente vestidos. Recuerdo una que parecía ser una mujer, con una tiara de plumas carnavalescas y un collar de perlas que se apoyaba en sus desnudas clavículas. Otro de los cuadros era un esqueleto que vestía un fino paño negro y una corbata roja. Todos eran del mismo estilo.

Pero, aunque solo eran calaveras, sabía que eran osamentas de personas distintas; no sé el motivo. No eran solo los trajes que les cubrían los blancos huesos. Quizás era la forma en la que le habían posado al pintor, o sus huecas miradas, o sus extrañas sonrisas sin maxilares ni labios. Los fondos de los retratos eran salones distintos, unos más opulentos que otros, y había una constante de oscuridad y sortilegio. Los colores eran opacos, y los esqueletos tenían increíbles detalles, como una falange fracturada o una intensa porosidad en algún hueso determinado.
-Donde tú ves calaveras, yo veo rostros. Nosotros vemos objetos o reflejos que ustedes no pueden ver -me aclaró él-. Hay colores que yo veo que para ustedes no existen, y por lo mismo no tienen nombre en ningún idioma -añadió mientras me invitaba con un ademán a seguirlo por el pasillo, a la vista negra y fija de esas cuencas horribles.

Solo nuestros pasos eran escuchados en el pasillo. Al final de éste había una puerta negra de repujados de acero frío que relucían con las lamparillas del suelo. Tenía un candado muy grande y de color gris.
-Aquí guardo las esculturas -me dijo. Sus ojos amarillos parecían haber intensificado su brillo en medio de esa débil luz. Me atrevo a decir que de su rostro solo sus ojos eran visibles. Además, como vestía una capa oscura su cuerpo tampoco era fácil de detallar.
Tomé aire, pues después de la sorpresa de los cuadros no sabía qué esperar de las esculturas.
Él abrió la puerta negra y entró al salón. Yo lo seguí. En el medio del amplio salón había una estatua marmórea de un león alado que parecía emitir un soberbio rugido. Por un momento imaginé el recinto inundado por el imperioso rugir de la bestia. La estatua estaba hecha por una mano maestra con el cincel, pues tenía grandes detalles en su melena y en sus extendidas alas. El león estaba iluminado por cuatro grandes reflectores, pero estos eran rojos, lo que le daba un aspecto sangriento al animal.

Pero no eran solo las lámparas las que inundaban el recinto de un color escarlata. Aunque podría jurar que estábamos bajo tierra, en las tres paredes había ventanales enormes de vidrios rectangulares y rojos como los labios de la más seductora mujer. Por esos ventanales escarlatas entraba una luz maligna que tornaba el cuarto sanguinario.

Sin embargo, era todavía más aterrador lo que había alrededor de la estatua. En altares negros como el vacío descansaban las «esculturas» del Yúcida, que más que arte consideré un acto hórrido y morboso. Cada una estaba iluminada por moribundas teas pequeñas, una a cada costado del altar. Pero las llamas de las teas también eran rojas, y arrojaban una luz lastimera. Todo en conjunto parecía un execrable ritual de una religión desconocida.
-Antes de que Von Hagen siquiera existiera yo ya inmortalizaba a mis amadas -aseguró el Yúcida mientras nos acercábamos a uno de los negros altares, donde reposaba una de las supuestas esculturas. Entonces le quitó la mortaja al cuerpo y lo dejó a la luz roja de las teas.
La piel del cadáver estaba cenicienta. El cuerpo estaba rígido y frío, además de deformado por horribles y profundos cortes. Sus ojos eran esferas de vidrio gris, lo que tornaba a la muerta todavía más sombría, pues parecía devolver una mirada nublada y desorbitada. Los labios estaban cocidos con hilo negro, al igual que la parte de atrás de una oreja. Un corte en su brazo había dejado una cicatriz blanquecina; quizás todavía vivía cuando se realizó ese tajo. Pero el resto del cuerpo parecía intacto. Vestía una gala victoriana de color blanco, y tenía sobre la desgonzada testa una diadema de diamantes. Daba un aspecto de mujer adinerada.
-Los huesos fueron unidos con cuerdas de piano, y los gases y fluidos fueron cambiados por líquidos incoloros y sin olor. Es una obra maestra -dijo, orgulloso, mientras mecía el brilloso cabello del cadáver con una ternura enfermiza.
Sentí entonces una gran repugnancia. De repente había vuelto a la realidad, y recordé que mi anfitrión no era un maestro, sino un demonio siniestro. Me sentí mareado porque, aunque no había olor, esos ojos de vidrio empañado me subían la hiel hasta la garganta y me producían unas enormes náuseas. ¡¿Dios mío, entonces Luna sería una más de esa horripilante exposición?!
Él pareció leer mis pensamientos, pues dijo: -No te preocupes, que ninguna vivía cuando las inmortalicé-. Su tono de voz no había cambiado en ningún momento. Seguía siendo sereno, frío, pero cortés.
-¿Por qué no le muestras a Luna tus actos? -pregunté-. Si ella te prepara la cena, no veo por qué le ocultas tu arte -añadí, intentando disimular el asco y el temor que sentía en ese momento, mas no la indignación.
El Yúcida me examinó con mirada inquisidora, mas su rostro no reflejó nada. Solo sus ojos amarillos brillaban bajo la luz roja y la oscuridad perenne. –Todo a su tiempo- dijo con astucia y tranquilidad.
Yo, para intentar disimular mis sensaciones, me armé de valor y caminé por entre las demás muertas. Todas tenían en vez de ojos esferas grises o blancas. Sus cabellos estaban peinados de manera distinta, y estaban teñidos de rojo, dorado o negro. Aunque eran cuerpos inertes, casi todas mostraban la belleza que habían tenido en vida. Sin duda habían sido mujeres muy atractivas. Algunas vestían sedas costosas, otras tenían vestimentas más humildes. Pero casi todas vestían al modo victoriano. Solo había tres de las diecisiete que tenían vestimentas medievales, y una tenía un traje elegante de los años cincuenta. Pero por más que lo intenté, no fui más perspicaz que mi anfitrión.
-Quizás tenemos gustos distintos -me dijo, consciente de mi asco al pasearme por entre esos infames altares. Me seguía con la mirada, y yo solo podía verle los ojos. En un momento me pareció que su cuerpo había desaparecido por completo, refundiéndose con las tinieblas de los rincones en donde se posaba para vigilarme. En ese momento me sentí asechado.
-La verdad no sé qué decir -respondí de manera sagaz.
Él pareció sonreír, pero debo aclarar que me pareció, pues solo sus ojos amarillos me eran visibles. –Debo dejarte. Te pido el favor que cierres la puerta al salir. Debo escribir mis memorias, pues he tomado una decisión importante. Si me necesitas estaré en el estudio del cuarto piso. Luna sabe dónde es. No dudes en pedirme algo si lo necesitas -aseguró con cordialidad. Y sin más salió del recinto. Lo vi cruzar con paso calmado el pasillo de los retratos, hasta que desapareció tras la puerta del otro lado.

Apenas el Yúcida dejó el recinto, me sentí todavía más aterrorizado. Me pareció por un momento tener encima todas las vacías miradas de esas inertes amantes. Aunque veía todos esos cuerpos derrumbados sobre los altares, algunos con las blancas mortajas y otros con los brazos colgantes, me sentía espiado. A tal punto que no aguanté tan miedoso silencio, aderezado con esa enigmática luz roja. Entonces subí corriendo, pasando salón tras salón. Finalmente llegué a un cuarto que no recordaba. Allí solo había dos mesillas y dos sillones. Una ventanilla pequeña dejaba ver el día, que poco a poco se arropaba con nubes grises, avisando una fuerte tormenta.

Me senté en una de las sillas por buen tiempo, meditabundo. De repente había vuelto a la normalidad, y había recordado que el Yúcida era un ser perverso. ¿Cómo había olvidado que yo era su cena? Pero más me atormentaba la suerte de Luna. ¡Ella sería disecada como un animal y guardada en un recinto tenebroso!

Mientras todos estos pensamientos atormentaban mi mente, escuché el abrir de la puerta. Luna entró con rostro de preocupación.
-¿Te encuentras bien? -me preguntó con dulce tono.
Y yo, de manera impulsiva, me lancé a ella y la abracé. Ella al principio intentó evadirme, pero después me devolvió el abrazo. No sé si lo hizo por compasión o por atracción.
Yo dudaba si contarle lo que el Yúcida tenía allá abajo. Si lo hacía podía meterme en enormes problemas con mi anfitrión, pero vi el rostro fino de Luna, y lo acaricié. Ella al principio pareció reacia, pero después se dejó llevar por su ternura y su impulso. Entonces tomó mi mano para que no la quitara, y movió la cabeza para que la acariciara más. Cerró los ojos en ademán de gusto, lo que me impulsó a tomar su rostro entre mis dos manos, y darle un dulce beso que hizo estremecer mi interior como un caudal. Por un momento fui inundado por un vértigo que solo los amantes pueden sentir.

Después del beso hubo un silencio prolongado. Ella permanecía cabizbaja, quizás arrepentida. Sus ojos grises mostraban una gran melancolía y un gran peso formado por la culpa. Yo también permanecí silencioso por unos instantes.
-¿Dónde está Él? -pregunté después de meditar un poco.
-Escribiendo sus memorias -me respondió ella, incapaz de mirarme al rostro.
-Debe ser un libro muy grueso, teniendo en cuenta sus años -dije en son de broma para alivianar la situación.
Ella sonrió. –Son varios libros, unos escritos en idiomas que ya no se conocen -dijo. Se alejó de mí y añadió: -Debo subir. Te haré saber de la cena.
Yo asentí y la dejé ir.
Subí pensativo las escaleras. De alguna manera me sentía culpable, pues Él me había tratado muy bien, y había confiado en mí. ¿Qué estaba pensando? ¡Soy su cena!

Cuando la comida estuvo lista, Luna me llamó a mi cuarto. Apenas entró se sonrojó de inmediato. Alcanzo a creer que dudó más de una vez en ir por mí al cuarto.
-La cena está servida, pero Él se excusa contigo, pues no puede acompañarnos hoy. Está muy ocupado con sus memorias -me dijo. Permanecía de pie, con la cabeza baja y la timidez a flor de piel. Al parecer era incapaz de mirarme a los ojos, y en vez miraba el suelo, bajo mi intimidante mirada.
Yo me levanté, y sin poder olvidar la adrenalina que sentí durante el beso horas atrás, levanté con ternura su rostro y me apresuré de nuevo a sus labios. Ella no opuso resistencia alguna. De hecho, parecía estar esperando esa reacción de mi parte.

La cena, bajo una tormenta furiosa, fue un festín de besos y caricias. Las ventanas se agitaban con el golpe de los vientos, y los cielos se iluminaban de blanco; pero nada de esto nos importó. ¿Cómo describir tan fuertes sensaciones? Sus grises ojos brillaban de amor, y sus labios no dejaban de curvarse a causa de la felicidad que yo le había brindado. Esto se prolongó por varias horas. Durante todo este tiempo no dejamos de estar pendientes de la presencia del Yúcida. Luna bajaba cada hora para ver si Él seguía abajo escribiendo sus memorias. Entonces subía y continuábamos con nuestras infames acciones. Sin embargo, ambos nos sentíamos observados.

Ya estaba bien entrada la noche cuando Luna decidió subir a su cuarto. Yo, extasiado por mi pecado, la dejé ir. Subí a mi cuarto, muy agitado pero muy feliz. Me derrumbé sobre mi cama y cerré los ojos. Escuché por un buen rato los golpes de las gotas en la ventana, mientras mi cuarto se iluminaba esporádicamente con fugaces rayos. Sentí que la puerta de mi cuarto se abrió, y vi que el Yúcida estaba bajo el marco, mirándome con serenidad.
-¿Cómo estuvo la cena? -me preguntó. Entonces un rayo tronó en los cielos y me hizo saltar de la cama. En ese momento me sentí desfallecer. Sentí que Él ya sabía de mis injurias, y temí.
–Estuvo bien -respondí.
-¿Qué sirvió Luna? -me preguntó. Su actitud era más de curiosidad que de prueba. En ese momento supe que Él desconocía lo sucedido.
-Pastas con carne molida.
-Espero no haberte incomodado, pero vengo a disculparme por no haber asistido a la mesa. En verdad tenía hambre, pero mis memorias me sumergieron, y hasta hace unos minutos acabé.
-No hay problema.
-Espero que Luna haya sido buena compañía -dijo-. Ella es muy tímida, y a veces no es buena conversadora -añadió.
-Fue muy buena compañía -aseguré, al mismo tiempo que otro rayo blanco azotaba las oscuras nubes. Entonces me sentí omnipotente, pues había engañado a un demonio.
Pero mi orgullo decayó casi de inmediato al escuchar al Yúcida. –Ya todo está listo para mañana -dijo-. Será una gran noche-. Y, sin más, se retiró del cuarto, bajo el poderoso sonido del trueno que sacudió la ventana con fuerza.
En ese momento pensé que por fin había finalizado mi visita al mundo de los vivos. Era hora de agradecerle con mi carne al Yúcida por tan grata estancia. Rodé en la cama interminables horas, pensando con temor todo lo que había dejado de hacer en mi vida, y me arrepentí. Y me arrepentí de haber callado mis sentimientos a la gente que amé, y del daño que le causé a la gente buena. Pero había una acción de la que no me arrepentía: Lo ocurrido con Luna. Quizás esa era mi venganza, aunque no sabía si era una venganza efectiva si Él no se daba cuenta. Pero si se daba cuenta mi final sería horroroso, más terrible que el que ya me había preparado. Y también recordé a los cadáveres que descansaban en los pisos bajos de la torre. Y me estremeció el pensar en la suerte de la hermosa Luna. ¿Ella quedaría como un infame recuerdo de una amada pasada? ¿Sus huesos serían atados eternamente con cuerdas de piano?

Sumergido en estos pensamientos, y llevado por un impulso inexplicable, subí al cuarto de la joven. Ni siquiera toqué la puerta, simplemente entré. Ella abrió los ojos con lentitud, pero al verme allí se despabiló del todo. Entonces me apresuré a ella para contarle todo con respecto a los salones inferiores.

Entonces todo sucedió muy rápido. Sentí que a ella la halaron con una fuerza bestial. Y de repente sentí una fría mano en mi cuello. La mano me apretó con fuerza descomunal, semejante a la de una máquina poderosa. Me sentí muy sofocado. No podía respirar, y no sabía lo que había sucedido. Solo podía ver esos ojos amarillos brillar de ira y rencor.
-¡¿Cómo te has atrevido, miserable mortal?! -exclamó Él con voz tempestuosa y ronca. En ese momento un rayo iluminó la estancia, y su pálido rostro fue visible por completo.
Yo no podía respirar. Entonces, hostigado y débil, caí de rodillas, mareado por el dolor en mi garganta y la falta de aire.
Él, bajo truenos furiosos y rayos fugaces, siguió estrangulándome con una sola mano, como si yo tuviera la fuerza de un infante. Sus dientes se apretaban tras sus labios sellados, y sus ojos fulguraban. Tenía el rostro pálido y las manos frías. Pero de repente me soltó el cuello, sin cambiar la furiosa expresión. Me miró con una crueldad que jamás pensé podía tener, y dijo con voz severa mientras la tormenta proseguía: -Escribirás toda tu infamia. Desde que llegaste hasta el día de hoy. Tienes dos días. Después me daré un banquete contigo. Calmaré mi sed con tu sangre, y mi hambre con tu carne. Si te niegas a mis designios, haré que tu tortura dure siete semanas. Desearás la muerte, pero no te la concederé.
Entonces, quizás por delirio, vi que tras el Yúcida estaban las muertas, mirándome con esas pupilas blancas, con sardónicas sonrisas visibles por sus labios carcomidos, con sus vestidos sangrantes como si sus heridas hubieran revivido, y con sus pálidos rostros. ¡Ellas vigilaban! ¡Esas malditas muertas de ojos vidriosos me habían delatado!

Ahora bien, eso pasó el día de ayer. Mañana seré una exquisitez de culinaria. De vez en cuando me pongo a pensar cómo me preparará el Yúcida. Quizás haga conmigo un suculento gulash, o quizás me prepare a la plancha, o me acompañe con manjares y postres, o muela mis huesos y mi carne y me prepare en una sopa… Todos estos pensamientos me hacen soltar una sonrisa, quizás de miedo o de resignación.

Hasta ahora supe que el Yúcida me había estado esperando en el cuarto de Luna, oculto en la oscuridad y alertado por sus fúnebres amantes. La verdad creí que estaba entrando en un fuerte delirio, pues siempre que estaba con Luna me sentía observado, y creí que en esos vertiginosos momentos tenía sobre mí los ojos vidriosos y vacíos de las amantes. Después supe que no me equivocaba.

Bien, creo que ya escrito esto cumplí con los deseos del Yúcida. Ya relaté todo lo ocurrido durante estos días. La tormenta aún no se detiene, y hace unos instantes un rayo iluminó este cuarto. En la ventana no deja de caer agua, distorsionando el paisaje, y el sonido en el techo no cesa. Estoy en la cámara más alta de la torre, prácticamente prisionero, aunque es un cuarto bien amoblado y cómodo.

Pero escribiré lo que sucedió hace menos de diez minutos. Lo haré para que se sepa de mi miserable suerte. Hace unos minutos Luna entró a mi cuarto, sollozando de dolor. Sus ojos hinchados y rojos delataban su noche larga y triste. Sus grises pupilas mostraban melancolía, sus labios estaban secos y sus mejillas enjugadas de lágrimas.
Se arrodilló, a modo de ruego, y me dijo: -¡Por favor, perdóname!
Yo meneé la cabeza. –La culpa fue mía.
-Pude haberte dicho que el Yúcida también estaba en mi cuarto cuando tú llegaste. Pude haberlo hecho -se reprochó en medio del llanto.
Volví a menear la cabeza. –La culpa fue mía- volví a decir.
Pero ella me tomó los pies, e insistió. -¡Por favor! -exclamó- ¡Dime que me perdonas! ¡Hazlo!
Tanto era su desespero, que asentí. –Te perdono -le dije.
Entonces ella pareció quitarse un peso de encima. Se limpió las húmedas mejillas con las mangas y se levantó. –Ahora espero que Dios me perdone -añadió. Me pasó un libro muy grueso, de pasta negra y grabados dorados. –Pero sé que nunca me perdonará -aseguró. Y, sin más, salió de la habitación.

El libro eran las últimas memorias del Yúcida, escritas hasta el día de ayer antes del altercado. ¡Ay, de no haber sido por mi impulso! Las leí de manera fugaz. En ese momento supe que no estaba loco, pues los cadáveres caminaban por la torre, susurraban y llevaban mensajes. También entendí la decisión que el Yúcida había tomado cuando estábamos en la parte baja de la torre. Y solté una amarga risa de ironía y locura al leer la última línea de sus memorias:

«Es un joven agradable. Ya lo he decidido: Le voy a perdonar la vida».




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