Juan Esteban Peláez

CUENTOS

AI

El Hipogeo

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

Pocas son las historias de amor que son exitosas. Todavía más escasas las historias de amor que provienen de la muerte y no son consideradas una tragedia. La historia que voy a relatar en este momento es una historia más que increíble, pues literalmente es una historia de amor que emerge de un mausoleo.

Conocí a Pablo en la universidad. Yo solo tomaba unos cursos de física, en cambio él ya estaba próximo a terminar la carrera de medicina. Pensaba especializarse como cardiólogo. Nuestra relación fue respetuosa siempre, aunque de vez en cuando nos íbamos de juerga.

En cambio, a María la conocí desde que tenía ocho años. Aunque hermosa, ella y yo nunca tuvimos una relación sentimental. Cuando sucedió todo lo que voy a relatar, ella estaba estudiando enfermería.

María y Pablo se conocieron en una reunión que hice. Yo mismo los presenté. Aunque casi de inmediato hubo una atracción, mi querida amiga ya estaba comprometida con un respetado abogado, hijo de un socio de su padre. Debo aclarar que María proviene de una familia muy prominente y adinerada.


La relación de ambos fue desarrollándose con el tiempo. Fue para Pablo una relación platónica, pues en secreto amaba a mi querida amiga. Yo de todo me enteraba, pues todo me lo contaba. María hablaba poco de su prometido. Incluso alcancé a pensar que no lo amaba de verdad. En cambio, cuando hablaba con Pablo sus ojos lanzaban destellos de alegría, y se sonrojaba con frecuencia. Yo la conocía bien, quizás mejor que nadie, y su risa nerviosa la delataba.

Pero ella ya estaba comprometida y no podía defraudar a sus padres. Así que, aunque no sentía un amor profundo hacia el abogado, se casó con él a los veintitrés años, apenas se graduó como enfermera. Yo fui a su matrimonio, pero Pablo no se sintió capaz de hacerlo. Su dolor fue intenso cuando supo del matrimonio de su amada, y desesperó.

Por buen tiempo dejé de verlo, pero me enteré que estaba entregado a una extrema degeneración, llevado por su mal de amores. Frecuentaba mujeres en ínfimos sitios, y amanecía en callejones miserables. Su aspecto parecía de pordiosero, y su lucidez mental se fue deteriorando con el tiempo. La imagen de María lastimaba su conciencia, por lo que se abandonaba a los alucinógenos y al alcohol.

Por otra parte, aunque María intentaba demostrarme felicidad, no lograba engañarme. La relación con su prometido habíase deteriorado con el tiempo, y ahora él la trataba de manera injusta. Ella, al ser hija única, era muy dulce y mimada, caprichosa y comprensiva; pero ahora era recatada, sumisa, incluso parca. La avidez y la felicidad parecían haberle sido robadas por el abogado que, seco y desdeñoso, la trataba como a un trapo viejo. Creo que incluso llegó a golpearla, pero nunca lo comprobé.

Cuando María y yo nos encontrábamos, ella siempre me preguntaba por Pablo. Yo le contaba con desilusión de lo que me enteraba, y ella parecía sentir un gran dolor. Era obvio, o por lo menos para mí era claro, que ella todavía estaba interesada en él. Su tono de voz la delataba.

Ahora bien, el tiempo pasó y la distancia con ellos empezó a crecer mucho más, hasta casi desentenderme por completo. No me hablé con ninguno de los dos por buen tiempo. Pero una noche de diciembre del año… no recuerdo el año, me llegaron noticias demasiado preocupantes. Supe que María estaba enferma y que deseaba verme a mí y a Pablo con urgencia. Aunque incómodo por la petición de mi amiga, el abogado no pudo negarle ese deseo a su amada.

El problema era ubicar a Pablo; pero debía hacerlo. No podía fallarle a mi amiga. Así que recorrí los peores sitios de la ciudad. Hasta que por fin lo encontré tendido en el suelo, arropado con harapos míseros, barbado, con el cabello enmarañado, sucio y descalzo.

Le hablé por varios momentos, intentando que entrara en razón; pero estaba dominado por la droga, y no le pude hacer entender lo que sucedía con su amada. Creo que ni siquiera me reconoció. Apesadumbrado, desistí y me dirigí con presura a la casa de María.

No puedo describir el dolor que sentí al verla postrada en la cama, temblando y debilitada. Tenía fiebre alta, y, según el diagnóstico de los médicos, nada se podía hacer por ella. ¡Qué ignorantes fueron los médicos que la vieron!

Mi amiga María fue enterrada en el panteón familiar, acompañada de su difunta madre y sus abuelos. Al parecer ella fue un horrible caso de enfermedad huérfana (sin diagnóstico), y sus padecimientos fueron en verdad dolorosos y angustiosos. La noticia me llegó un día gris, y en su funeral el cielo lloró como si de la tierra se hubiera desterrado a un ángel. Muchos otros la lloraron, pero hubo un alma solitaria que la lloró incluso más que yo, o que su padre, o que su esposo: Fue un simple indigente que tenía por pertenencias un carro de balineras y unas latas de gaseosa. Todos se impresionaron al verlo, y, aunque no se acercó, causó conmoción.

Ahora bien, antes de continuar debo aclarar que, aunque el hombre sigue inmolando amplios conocimientos de su entorno, hay todavía temas inexplicables. Un día después del triste funeral, Pablo, completamente limpio, vestido, afeitado y peluqueado, llegó a mi casa en medio de una tormenta. Lo hice pasar de inmediato. Tenía una actitud azarada. Caminaba de un lado a otro, miraba por la ventana la lluvia incesante y se tomaba la cabeza en señal de jaqueca.
-¿Qué pasa? -pregunté incómodo por su actitud. Incluso pensé que estaba hundido de nuevo en los alucinógenos.
Pero, por el contrario, me respondió con franqueza y severidad. –Tuve un sueño -me dijo-. Soñé con ella.
-¿Con María?
-Sí.
-Eso no es extraño -le dije-. Usted ha soñado con ella muchas noches.
-Esta vez es distinto.
-¿Por qué?
-Porque antes soñaba lo que deseaba soñar, pero este sueño está lleno de simbolismos, y creo que es una premonición.
-¿Y es que ya no la ama como para soñar lo que desea?
-La amo con todas las fuerzas de mi alma.
-Pero ya no está -le dije-. Es mejor que la olvide. Vuelva a los estudios y sea el mejor de los médicos para evitar que estas enfermedades sigan cobrando víctimas.
Él, todavía turbado, se sentó, se tomó la cabeza y dijo: -Si ha de creerme alguna vez en su vida, hágalo esta vez. No le pediré nada más. Solo créame y ayúdeme.
Dijo esto en tono tan profundo, que me sentí extraño, incluso comprometido a cumplirle.
-¿Qué soñó?
-Caminaba por un camposanto con ella de la mano. Me guiaba por entre las lápidas. Había millones de tumbas, como si todos los muertos de la humanidad estuvieran en ese cementerio. Entonces todas las tumbas se abrieron de repente, crujiendo, y de ellas salieron vapores verduzcos y fluorescentes, y hedores inaguantables. «Mira las tumbas» me pidió ella. Las miré y vi que miles descansaban, pero había otros que no dormían, y no eran pocos. Algunos estaban en posiciones desesperadas, como si hubieran intentado desenterrarse.
-¿Era de día o era de noche? -pregunté. Hace mucho leí libros sobre los significados de los sueños, y suelo creer en esos significados.
-Había una terrorífica penumbra. El cielo estaba más negro que el petróleo, y no había nubes ni estrellas. Solo veía tumbas sobre los campos verdes.
-¿Entonces qué sucedió?
-Ella me señaló un hipogeo hermoso.
-¿El mausoleo familiar?
-Sí.
Cuando Pablo me dijo esto empecé a dudar de su razonamiento, pero lo dejé continuar.
-Me dijo: «Hay muchos que quieren descansar, pero hay otros a los que los obligan a descansar, como a mí».
-Espere…
-No, déjeme continuar -me interrumpió-. Entonces, como si un maleficio cayera sobre todo el mundo, las tumbas se cerraron de inmediato, y muchos de los que todavía no dormían lanzaron un lamento al cielo. Y al unísono todos gritaron: «¡Dios mío, no nos encierres más en estos sarcófagos, que todavía respiramos!». Entonces los vapores verdes entraron a las tumbas y acallaron todas las angustiosas voces. Y de repente todo fue silencio. El mausoleo de María también se cerró.
-¿Y ella qué hizo?
-No lo recuerdo. Soñé más, pero mi memoria no logra recordar todos los detalles del sueño.
-¿Y después?
-Soñé otro suceso, pero no lo recuerdo bien.
Permanecí en silencio un momento, pensativo. Yo creía con especial fervor en los sueños, más que todo en los simbólicos; pero el estado de Pablo no me convencía del todo. Las drogas y el alcohol habían hecho estragos en sus neuronas, y la pérdida de María había sido demasiado dolorosa. No supe qué decir por buen tiempo.
-¿Me va a ayudar? -me preguntó.
Lo miré, extrañado. -¿A qué? -pregunté con escepticismo.
-Acompáñeme al hipogeo.
-¡¿Qué?! ¡¿Está loco?!
-Sí, pero de amor por ella -respondió.
-No -respondí casi de inmediato.
-Solo acompáñeme -me pidió.
-¿Qué desea hacer?
-Solo tomar un mechón de su cabello. Pero debo hacerlo ya, pues no resistiría ver a mi amada podrida en ese nefasto sepulcro.
Suspiré, pues el deseo de mi amigo era en verdad simple, aunque profundo sentimentalmente. Me negué al principio, pero no pude hacerlo por mucho tiempo, pues la desesperación de Pablo por un simple mechón de cabello me causó más compasión que furia. Además, pensé que simplemente iríamos al mausoleo, que estaría cerrado, y entonces nos devolveríamos.

Salimos en medio de la lluvia hacia el cementerio. Conduje por las calles más solitarias para evitar ser visto, y me parqueé a dos cuadras del panteón. El nerviosismo crecía en mi ser a medida que me iba acercando al cementerio. De vez en cuando veía la lámpara del guardia, y temía ser descubierto. Creo que no exagero si digo que fue la primera y única vez que hice un acto fuera de la ley, pues toda mi vida he querido seguir un modelo correcto; pero no me arrepiento.

Saltamos el muro del cementerio (que era muy bajo) y pasamos por entre las lápidas al amparo nocturno, hasta llegar al hipogeo. Para mi desdicha, el pesado portón todavía estaba abierto. Aunque pensé que habíamos hecho mucho ruido, el guardia pareció no darse cuenta. Bajamos las escaleras de la terrorífica cripta y llegamos hasta el barnizado féretro. Lo abrimos y allí la vimos.

Aunque fue hondo mi dolor cuando supe de su muerte, más dolor sentí al verla allí, inmóvil, maquillada y envuelta en la mortaja. Parecía dormida y se veía hermosa. Estaba muy pálida, pero no tenía el color morado del beso de la muerte en sus labios, ni estaba tiesa como pensé que iba a estarlo. Entonces Pablo tomó las tijeras y le quitó la mortaja del rostro. Le dijo cuánto la amaba y le besó la fría frente. Le acarició el rostro y se dispuso a cortarle el mechón del negro cabello.

Pero en ese momento ella abrió los ojos, como si volviera de un paroxismo espantoso. Incluso pareció que sus pupilas iluminaron el ennegrecido recinto. Al verla despertar yo arrojé la linterna, llevado por el pasmo y el terror, y me lancé hacia atrás, aterrorizado y gritando.

Mas la sorpresa de Pablo fue todavía más intensa. Quedó petrificado por el miedo de ver a su amada volver del eterno descanso. Su rostro palideció como si toda la sangre hubiera ido a su corazón, y este último empezó a agitarse con extrema violencia.

Pero ella no volvió cuerda del todo. ¿Y cómo culparla? Debe ser terrible despertar de repente en una cripta oscura, en medio de una tormenta furiosa y rodeada de sarcófagos familiares. Entonces María lanzó un grito de pavor, un grito siniestro y cavernoso que produjo ecos fantasmales en el mausoleo, y se esparció con el viento por todo el camposanto, mientras subía en agudos decibeles. Y, en segundos, llegó el guardia armado; pero al verla a ella sentada, envuelta todavía entre la mortaja blanca, gritando y con la respiración estertosa, quedó inmóvil, y se aterró.

Bien, a mi amiga María le habían diagnosticado una enfermedad desconocida, pero también sufría de catalepsia. Cuando la enfermedad hizo que sus funciones nerviosas, circulatorias y digestivas fueran imperceptibles, se diagnosticó su muerte. Pero ella no estaba muerta. En ese momento entendí con detalle el sueño que había tenido Pablo. ¡Ella había sido enterrada viva! Apenas sintió que Pablo le meció el cabello y le acarició el rostro, volvió de tan horrible letargo, y se espabiló.

Después de rehabilitarla con fuertes drogas, ella nos relató lo que había sucedido.
-De repente ya no sentí frío, ni dolor, ni al mundo que me rodeaba. Poco a poco fui entrando a un sopor de desasosiego, a un sueño apático que poco a poco me fue aislando de la realidad. No abrí los ojos porque me sentía incapaz de hacerlo. De repente no me pude mover, y me sentía tan cansada que simplemente no tenía las fuerzas necesarias ni siquiera para subir mis párpados.
De vez en cuando sentía una voz familiar, o un leve zarandeo, como el que sentí cuando me llevaron hasta el hipogeo. Sabía que estaba viva, pero no podía hacer nada, ni sentir nada. Entonces en mí se incubó un horrible desespero por gritar: ¡No me entierren, no todavía! Y recuerdo que una frase se me cruzó varias veces por la mente: «Hay muchos que quieren descansar, pero hay otros a los que los obligan a descansar, como a mí». Entonces, de súbito, sentí las cálidas manos de mi amado Pablo, y volví de la negrura del sueño.

Hermosas fueron las confesiones de ambos. Después de unas vidas alejadas, ambos aceptaron que no se habían podido olvidar. María relató lo infeliz que fue su matrimonio, y Pablo la tormentosa vida en la que se hundió después de saber del compromiso de su amada. María no dejó de agradecerle a él por haberla sacado de la tumba, y quizás eso tuvo que ver mucho en los acontecimientos posteriores.

Después de volver a la normalidad, María se enteró que su marido tenía una amante. Cuando el abogado la vio, se desmayó a causa de la sorpresa. Ella, en cambio, sonrió. Al tiempo se separaron legalmente, y, apoyada por su familia, se casó con Pablo. Ahora viven juntos, y cada vez que los veo me alegro, pues sus rostros brillan de alegría.

Él terminó sus estudios de medicina y se especializó en enfermedades huérfanas. María le ayuda en todo, pues es enfermera. No volví a saber sobre algún otro ataque de catalepsia por parte de ella, y eso me alegra. Admito que es difícil ver una pareja tan feliz por tanto tiempo.

Me gusta pensar, de vez en cuando, en tener un amor y hacerlo volver de los pozos de la muerte, y robarlo al cielo, simplemente para que se quede conmigo en la tierra y me haga feliz. Así pienso que es la relación de Pablo y de María. Pienso que Pablo le arrebató al cielo un alma que deseaba ser feliz en este mundo y no detrás de las nubes. Aunque me gusta pensar más que fue ella quien lo subió al cielo, y no él quien la bajó a la tierra.




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