Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

Verboten

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

Era mi primer viaje a Alemania. Todo fue muy rápido. Coincidieron mis vacaciones con la invitación de Karl y Eva, dos alemanes que conocí por redes sociales. Tuve la suerte de tener el dinero y salir como loco a conocer tal país. Alcancé a pagar algunas excursiones; pero la ida a «Verbotene Katakomben» era el mismo día en que llegaba del viaje. No pude cuadrarla para otro día. Así que fuimos con Karl y Eva a las catacumbas apenas me bajé del avión.

Fueron doce horribles horas de viaje, recorriendo el mundo para llegar a Múnich. Y la verdad ni siquiera llegué a una casa. La pareja, amable y animada, me recogió en el aeropuerto Múnich-Franz Josef Strauss en su auto, e inmediatamente salimos por la ruta romántica hacia el Castillo de Harburg, y posteriormente a las catacumbas. Se me hizo extraño porque la excursión era tarde, casi de noche; pero la promoción decía que era para tener una experiencia de «terror». Yo, febril amante del terror y lleno de una juventud impetuosa, convencí a la pareja en tomar la excursión. Ellos también querían visitar un sitio terrorífico por la noche, por lo cual no pusieron mucha resistencia. Sin embargo, la promoción en verdad no era normal.


Al llegar éramos un pequeño grupo de siete personas, incluyendo a Hans, nuestro guía. Era un hombre alto, rubio y de ojos azules, elocuente (aunque no entendía muy bien el alemán), y carismático. Se presentó y dio una pequeña inducción, que por cierto no entendí, y abrió la reja oxidada del portón. Entonces nos invitó a entrar.

Bajamos a la oscuridad sólo con la luz de nuestros celulares, lo que empezaba a causar miedo en nuestros corazones. Pero seguimos caminando mientras veíamos los huesos y los cráneos empotrados en las paredes. El techo abovedado cada vez se volvía más alto, hasta estar fuera del alcance de la luz de los móviles, y a menudo el camino se convertía en escaleras que descendían en caracol. Siempre estuvimos bajando, mientras de vez en cuando se abría una pequeña cámara con algún altar de piedra o alguna bóveda repleta de huesos. Todos tomábamos fotos con flash, maravillados y a la vez aterrados de estar en un sitio tan macabro en horas de la noche.

Pero después de una hora de caminata, el viaje hizo de las suyas, y empezó a ganarme el cansancio y la falta de sueño. Le pedí a Karl que le preguntara a Hans cuánto faltaba para acabar la excursión. El guía dijo que faltaban sólo dos niveles. Entonces yo, llevado por el agotamiento, vi una cámara con tres altares de piedra vacíos con algunos relieves en los bordes. Le dije a Eva que me iba a quedar descansando allí. Y la joven, muy amable, le pidió a Karl que me acompañara mientras ella y el resto bajaban hasta los últimos niveles de la Verbotene Katakomben. Karl aceptó, pero decidimos no decirle a Hans para que no detuviera la excursión por mi culpa, ni me prohibiera acostarme allí. Eva nos dijo que apenas fueran subiendo nos avisaba por mensaje. Ambos asentimos y nos metimos en la cámara. Apenas entré vi que había varios huesos apiñados en un rincón, pero era un esqueleto incompleto, pues no había cráneo ni muchos otros huesos. Primero nos quedamos con Karl en la oscuridad, sentados en los altares y hablando un poco, aunque no nos viéramos por la penumbra impenetrable. Y poco a poco empecé a sentir mucho sueño, así que me acosté, excusándome con Karl. Él, muy amable, me acompañó un poco; y después sentí en la oscuridad que él también se acostaba. Finalmente me quedé dormido.

La piedra no era nada cómoda, por lo que a menudo intentaba acomodarme para que la espalda no me doliera. Abría de vez en cuando los ojos, pero la oscuridad era tal, que era como tenerlos cerrados. Hasta que hubo un momento donde no supe si estaba dormido o despierto. A mí vinieron pensamientos horribles. Imaginé que los huesos del rincón se armaban y una mano huesuda me tomaba del cuello. Y también sentí por un momento miradas tácitas de los cráneos cercanos, y alientos fríos de muerte y terror, combinados con el olor a tierra húmeda. Pero hubo un momento que no escuché nada, ni siquiera la constante respiración de Karl. Me impacienté, y cuando sentí que me iba a levantar abrí los ojos, y otra vez los cerré. En verdad no tenía concepto de la realidad, no sabía si todas esas sensaciones eran verídicas o estaba teniendo un terrible sueño.

Entonces escuché unos pasos acercándose. Pensé que era el grupo, pero no, era una sola persona, y los pasos eran cautelosos. Y vi una luz de linterna, y una figura detrás de la luz que nos iluminaba.
-¡No dispare! No somos fantasmas ni nada. Sólo estábamos cansados -grité con el alemán más fluido que hablé alguna vez.
Karl se levantó e, igual que yo, levantó las manos. -Tranquilo -le dijo al guardia en alemán.
El guardia de la catacumba ya tenía la mano en el cinto cuando yo grité, listo para tomar el arma. Yo sólo había visto una sombra negra tras la lámpara, pero al ver la reacción supe de inmediato que tenía la intención de disparar. Pero al escucharnos, el guardia se calmó. -¿Qué hacen acá? -preguntó.
-Vinimos con el grupo de Hans para recorrer las catacumbas -dijo Karl.
Pero el guardia parecía confundido. -¿Hoy? -preguntó-. ¿Y a esta hora?
-Si- respondió Karl -. El grupo debe estar en el último nivel. Somos siete. Deben estar por llegar -añadió.
Pero el guardia meneó la cabeza. -Esta catacumba está cerrada desde hace décadas. Está prohibida la entrada.
Karl y yo nos miramos, asombrados.
-Además, no hay nadie abajo. Vengo de hacer todo el recorrido. Sólo están ustedes dos…

Eva y los otros tres turistas nunca volvieron a casa. Karl lloró profundamente la desaparición de Eva por mucho tiempo. Y sólo tres días después me enteré que Hans Richter fue capturado y llamado por los medios «El Antropófago de Verbotene Katakomben». Al parecer, Hans llevaba a sus víctimas hasta el último nivel de la catacumba y allí las mataba y las devoraba. Hizo lo mismo por años, y mató a quince personas. Fue capturado por una foto encontrada en un celular al interior de la catacumba, donde salía él (sin querer) con otro grupo de turistas. Karl y yo nos salvamos por dormir rodeados de huesos; lo que me recuerda que el peligro no son los muertos, son los vivos.




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