Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

El Templo Subterráneo

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

Es sencillamente increíble imaginar que en tiempos modernos aún se crea en sacrificios humanos para calmar a los dioses; pero ahí estaba yo, llevado por quince aldeanos al templo en la cueva. Yo era un turista, pero, no sé por cuál motivo, decidieron llevarme como ofrenda a un demonio desconocido. Al parecer la aldea estaba sufriendo, y por eso apenas llegué al pueblo decidieron amarrarme y llevarme a las afueras, al templo, para encerrarme allí y morirme de hambre o inanición.

Antes de llegar a la cueva me vendaron los ojos; por lo cual nunca vi la entrada. Caminé empujado por uno de los aldeanos cuesta abajo mientras sentía cómo bajo la venda todo se oscurecía, hasta finalmente ver sólo una luz mimbreña y amarilla. Entonces me desamarraron las manos y escuché el cerrar de la puerta a mi espalda.

Apenas sentí mis manos libres me quité la venda y examiné mi entorno: Frente a mí estaba un altar de piedra gris con seis velas blancas y varios papiros con letras extrañas. Más allá del altar nada era visible. Todo el rededor estaba oscuro. No alcanzaba a ver los bordes del recinto. El olor era a humedad y un frío terrible golpeaba mi cuerpo tembloroso. Al principio pensé que era una broma de mal gusto, y no medí el verdadero peligro de mi situación; pero a medida que pasaban los minutos, y veía cómo las velas se iban derritiendo, empecé a preocuparme.


Inicialmente me acerqué a la puerta, pero por más que intenté forzarla no pude. Entonces vi una piedra grande y un palo en el suelo, por lo que pensé en romperla. Empecé a darle golpes con el palo, pero desistí al ver que la puerta no cedía. Tomé la piedra y vi que tenía un borde filoso. Empecé a golpear la puerta con la piedra. Al principio la puerta parecía imbatible, pero poco a poco empezaron a formarse fisuras pequeñas. Esto me animó, pero después de pocos golpes quedé exhausto. Así que simplemente solté la piedra, me sobé la mano y me senté para descansar un poco.

Mientras lo hacía veía cómo las velas poco a poco seguían muriendo, ocultando de a poco el altar tallado en la piedra. Empecé a reflexionar, y empecé a odiar a los aldeanos por su ignorancia y fanatismo. Al mismo tiempo empecé a sentir más frío y hambre. El estómago empezó a dolerme y la garganta se me tornó arenosa.

Pero lo que en verdad me sacudió fue ver que una de las velas se apagaba por completo, dejando gran parte de la cueva a oscuras. El cambio fue muy abrupto y notorio. Esto me aterrizó, pues supe que debía abrir esa puerta antes de que la luz se perdiera por completo. La oscuridad total siempre me había aterrado. Toda la vida fui un citadino, por lo que la oscuridad total era casi desconocida para mí. Solo la experimentaba cuando iba a la finca de mi abuela, pues allí la noche era muy oscura y solo estaba la luz de la casa.

Me apresuré a seguir mi empresa con la piedra. Pero apenas me levanté vi con preocupación que una segunda vela se había apagado, dejando el salón cada vez más oscuro. Entonces escuché con claridad un mugido débil, como de una persona amordazada. Al principio pensé que era el viento que se había colado por alguna fisura, pero lo escuché por segunda vez, esta vez claro como el agua. Las manos me empezaron a sudar y a temblar de terror. Solté la piedra, incapaz de sostenerla a causa del miedo, y un frío me trepó por el pecho, haciéndome respirar de manera acelerada.

-¿Hay alguien ahí? -pregunté con la voz entrecortada, pero no recibí respuesta. Entrelacé las temblorosas manos y me arrodillé a rezar, esperando un milagro. Quizás lo del sacrificio humano sí era cierto, y yo estaba allí para alimentar a un demonio siniestro que rondaba por esa oscura cueva. Y, sin más, la tercera vela dejó de brillar. Las lágrimas se me salieron a causa del temor. Seguí rezando mientras me parecía más difícil respirar. Tomé el palo como por acto reflejo, mientras escuchaba por tercera vez el mugido. Esta vez pude determinar de dónde venía: Estaba a la derecha del altar. Allí la oscuridad era impenetrable. Me acerqué lentamente al origen del sonido, con el palo a dos manos, al mismo tiempo que una cuarta vela se apagaba y dejaba casi todo en penumbras.

Cada vez que daba un paso el olor a humedad y piedra se juntaba con un olor acre, semejante al sudor. Definitivamente había algo ahí, quizás el demonio agazapado que quería devorarme. Solo el altar gris con techo rojo era visible. Y, de súbito, ya cuando estaba cerca del altar, vi que una mano sombría se acercaba a las velas aún encendidas. Grité aterrorizado y bajé el palo para golpear a la sombra, al mismo tiempo que la cabeza me retumbaba como un tambor.

En ese instante las dos velas restantes se apagaron, dejando todo a oscuras. Aunque tenía los ojos abiertos no veía nada; pero golpeé con el palo dos veces más, a ciegas, mientras gritaba. Al tercer golpe las manos me temblaron y solté el palo a causa del rebote del impacto. Mis manos eran incapaces de fortalecerse y mis ojos no veían dónde había caído el arma, por lo que me devolví a tientas, mientras escuchaba de nuevo el mugido ahogado, pero esta vez más débil. Retrocedí hasta sentir en mi espalda la fría piedra de alguna de las paredes del templo. Y allí simplemente me acurruqué, ciego, con frío y al borde de la locura.

-¡Auxilio! ¡Auxilio! -grité una y otra vez, sudando y mareado por el miedo, pero nadie me escuchó. Así que simplemente puse mi cabeza entre mis rodillas y, sentado en un rincón de ese templo tenebroso, me dediqué a dejarme morir.

Así pasaron las horas. La oscuridad me aprisionaba, pues ni siquiera podía ver mis manos así las tuviera frente a mi rostro. El mugido había desaparecido por completo, pero el terror de que algo estaba en ese lugar me abordaba de vez en cuando. Me imaginaba a una bestia amorfa asechando desde la oscuridad; un merodeador horripilante que sólo esperaba el momento oportuno para devorarme y así llevar a cabo el culto al cual había sido arrojado. Pero nada pasó.

Sin noción del tiempo, y llevado por el hambre y la sed, decidí levantarme del rincón donde estaba y palpar el piso a mi alrededor para encontrar la piedra y continuar mi empresa. El piso terroso a menudo me lastimaba las yemas y las rodillas, pero finalmente me acostumbré. La piedra no estaba cerca, así que empecé a desplazarme acurrucado y palpando el suelo por varios minutos, hasta finalmente toparme con una piedra. No era la piedra que inicialmente había tomado, pero era más grande y más filosa, lo que ayudaría a romper con más eficiencia la puerta.

Ya motivado, y un poco más calmado, me levanté y empecé a buscar la puerta. Toda la pared era de piedra informe y fría, y de vez en cuando sentía algo acolchonado, como el moho o alguna planta. Hasta que finalmente sentí la madera. Tanteé la puerta y pude encontrar las fisuras que le había hecho. Así que empecé a golpear con todas mis fuerzas. El estruendo rebotaba en ecos dentro del templo; pero eso me alegraba, pues quizás así alguien me escucharía.

A menudo se me caía la piedra de las manos, y sentía dolor bajo mis uñas, pues cada embate era muy fuerte; pero al sentir que la puerta poco a poco cedía me sentía cada vez con más fuerza, más esperanzado de poder salir de esa terrible oscuridad y de ese templo maligno. Sin embargo, finalmente el cansancio me venció, por lo cual solté la piedra y me senté de nuevo para descansar. Me sentía ahogado y sediento, y el frío se sentía cada vez más doloroso; quizás porque la noche estaba llegando.

Incapaz de seguir golpeando la puerta, decidí cerrar los ojos y descansar un rato, y así me quedé dormido (desconozco por cuanto tiempo), casi desmayado. Apenas abrí los ojos volví de nuevo a la terrible realidad: No veía nada, era como si todavía tuviera los ojos cerrados. Entonces temblé de miedo y permanecí acostado por algún tiempo; pero el hambre volvió a azuzarme y me obligó a tomar la piedra y a seguir golpeando la puerta. Y así lo hice una y otra vez, por un tiempo que no puedo calcular, quizás por días. Cuando me tomaba la cara me sentía barbado, y los dedos poco a poco se me endurecieron, haciendo que los golpes con la piedra fueran más tolerables. Y cuando por fin logré hacer una fisura lo suficientemente ancha vi cómo un rayo de luz entraba por la abertura. Aunque era pequeño fue para mí enceguecedor, luminoso y lacerante. Inicialmente tuve que entrecerrar los ojos, pero ese pequeño rayo de luz llenó mi corazón de esperanza. Tal rayo solo iluminaba tenuemente el altar del templo; pero para mí era como si el sol mismo hubiera bajado a rescatarme.

Animado, seguí golpeando la puerta, abriendo cada vez más la grieta, hasta que pude sacar los dedos de mi mano, y después mi mano, y después mi brazo. Aunque tenía un hambre terrible y estaba deshidratado, el ver luz me dio ánimo. Incluso me atrevo a decir que mis dolencias parecieron desaparecer.

Miré una y otra vez por la abertura. Allí se veía un camino ascendente y arenoso. No era visible el cielo ni la hierba, pero para mí era suficiente para continuar. Ya sabía cuándo era de día y de noche. Y cuando la noche llegó decidí dormir y descansar. Y antes del amanecer seguí rompiendo la puerta.

Pero mis esperanzas se vinieron abajo al dar un golpe y sentir un sonido metálico. Saqué el brazo por la abertura y me di cuenta que había barrotes por fuera de la puerta. Todo el mundo se me vino abajo. Tuve náuseas y lloré desconsoladamente, pues sentí que mi esfuerzo había sido en vano. Y miré mis manos bajo la luz y vi que estaban llenas de sangre seca, y mis uñas estaban negras y melladas. Simplemente me arrodillé con un vacío en el estómago y me sentí morir de nuevo.

Permanecí contra la pared por horas, jadeante, hasta que de repente me pareció escuchar voces. Al principio fueron difusas, pero después fueron claras y parecieron acercarse. Intenté gritar, pero la garganta no me respondió. Era como si mis cuerdas bocales estuvieran dormidas a causa del desuso. Al principio simplemente hice un mugido, pero al ver que las voces se alejaban, tomé de nuevo aire y, desesperado, grité con todas mis fuerzas: -¡Auxilio! ¡Ayuda por favor!
Las voces se callaron por un momento.
-¡Ayuda! -volví a gritar.
Entonces vi que dos personas se acercaban. Era turistas igual que yo.
-¿Qué sucede? -preguntó uno de ellos con acento.
-¡Por favor ayúdenme! Los de la aldea me encerraron acá.
Uno de los turistas me miró y dijo: -Debe ser la persona desaparecida que está buscando la policía.
-Vamos a avisarle a las autoridades -dijo el otro.
Pero yo negué con la cabeza. -¡Por favor, no me dejen solo! -les rogué desesperado. Estoy seguro que la caverna apestaba, y yo también, pues ellos hacían muecas cada vez que se acercaban al hueco de la puerta desde donde yo les hablaba.
Uno de ellos asintió y decidió quedarse. El otro turista se fue a buscar a los rescatistas. Y mientras esperábamos le conté todo mi sufrimiento al extraño. Iván, como se llamaba, estaba conmocionado con la historia, y miraba a todos lados, temeroso de que los aldeanos vinieran y también lo encerraran conmigo. Pero primero llegaron Julio (el otro turista) con dos policías locales.

El rescate duró casi medio día, pues tuvieron que llamar a los bomberos para romper los barrotes. Pero mientras lo hacían, yo, desplomado contra la puerta, simplemente sonreía. Sentía una paz profunda, pues me sentía a salvo. Lo había logrado: Había sobrevivido a seis días encerrado en la oscuridad total, al terror y al frío, sin comida ni bebida.

Pero apenas la puerta fue abierta y pude ver todo mi entorno, mi paz desapareció. El templo en la cueva era más pequeño de lo que me había imaginado, quizás del tamaño de una sala mediana. Al fondo estaba el tenebroso altar con sus velas apagadas, su techo de tejas rojas y sus inscripciones extrañas, y una estatuilla de piedra de un monje budista. Y, al lado, yacía el cuerpo de un anciano. Su cabello cano era largo al igual que su barba, y sus extremidades eran muy delgadas a causa de la desnutrición. La parte posterior de la cabeza estaba llena de sangre negra producto de un golpe certero; y al lado del anciano el palo que yo había blandido días atrás.

El anciano era el otro turista desaparecido que buscaba la policía. Él era otro sacrificio llevado a cabo por los aldeanos ignorantes del pueblo (todos presos en la actualidad). Había desaparecido solo dos días antes que yo. Y, esos mugidos que había escuchado los había producido él, también incapaz de hablar por la debilidad y el hambre. Ese hombre se hubiera salvado conmigo si no hubiera recibido esos golpes en la cabeza. Ese hombre se hubiera salvado si me hubiera hablado, si se hubiera puesto frente a las velas para que lo viera. ¡Ese hombre sufrió lo mismo que yo y yo lo maté! ¡Cuánta culpa! Entonces, aterrorizado, me di cuenta que yo, sin desearlo, era quien había realizado el sacrificio humano a ese demonio desconocido.




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