Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

El terrible caso de Nidia Sanín

—¡No! ¡No voy a perderte a ti también! —gritó Nidia mientras una salvaje psicosis la abordaba, alimentada por el miedo a una nueva y aterradora pérdida. Se lanzó a la cuna de su bebé de dos meses y lo tomó entre sus brazos, inquieta y acelerada, le besó la cabeza y se apresuró al baño. Franky, su hermoso y pequeño perrito, ladraba alegre, intentando calmar a su ama, mientras la seguía fiel hacia el baño.

Nidia encendió la luz del pequeño baño y se encerró, decidida a no salir al peligroso exterior que ya le había arrebatado un año atrás a Luis, su primogénito de quince años. El sólo escuchar su nombre causaba en su interior un frío insano que la hacía temblar. La pérdida de un hijo es traumática, y tal trauma había descompuesto la vida de la mujer. Después del accidente de Luis, el comportamiento de Nidia se había vuelto errático. Se sumió a un estado catatónico, empujada al abismo a causa de una profunda depresión. La pérdida del niño la estremecía desde que despertaba hasta que se dormía (con ayuda de somníferos). Y poco a poco la fría depresión se fundió con una roja ansiedad. Sobrepensaba de forma terrible, mezclando en su cerebro imágenes tormentosas que mostraban una nueva pérdida, la posible pérdida de su pequeño Miguel. Visualizaba múltiples formas de muerte y dolor, y todas esas formas desembocaban en la misma suerte sufrida por Luis. Hay palabra para cada pérdida: Huérfano, viudo o viuda, etc., pero no hay palabra en español para describir la pérdida de un hijo; quizás por lo poco natural o por el pánico que produce imaginar tal ausencia.


Su esposo, Jaime, incapaz de soportar el lúgubre comportamiento, decidió dejarla después de unos pocos meses de luto. Jaime también sufrió la pérdida de su hijo, pero no pudo resistir la depresión de Nidia. Esta nueva pérdida, adicional a la sensación de abandono, reventó los nervios de la mujer, que ahora se aferraba a su pequeño Miguel y a Franky con uñas férreas.

Ahora, días después de la partida de su marido, Nidia se encontraba encerrada en el baño de su pequeño apartamento, sentada en una tina a medio llenar, con Miguel en sus brazos y con Franky meneando la cola con ánimo. Llevaba cuatro días sin ir a trabajar, y había dejado un escueto mensaje reportándose enferma. A sus padres les había dicho que no quería hablar, y que sólo necesitaba unos días de descanso. No había comido más que pan y algunas galletas, y llevaba dos días sin bañar. Durante esa semana su comportamiento obsesivo había empeorado, mintiéndose de manera descarada en el espejo. Día y noche, fue gobernada por una negación casi perturbadora. Pero ese viernes la realidad la golpeó con puño de hierro, y en ella se incubó un vigoroso delirio al pensar que su querido Miguel podía morir por cualquier motivo. Esto la llevó a una sobreprotección brutal, al punto de ver en ese pequeño baño un refugio seguro contra el mundo.

Allí, encerrada, empezó a perder la noción del tiempo. Dormitaba por cortos periodos, hasta que el llanto del bebé o los ladridos del perrito la despertaban. Durante esos instantes sufría pesadillas repletas de fealdades extravagantes. Empezó a musitar bajo un espeluznante trance, al tiempo que aferraba y besaba a su bebé.

Mientras las horas pasaban, el amoroso Franky se inquietaba a causa del hambre y de la sed. El perrito la miraba con súplica, esperando que ella le cuidara como siempre lo había hecho. Nidia, que había iniciado el camino de una senda escalofriante, miraba con letargo a su mascota mientras pensaba si Franky podría mermar el desbordado dolor causado por la muerte de Luis. ¿Su fiel compañía y su alegre ladrido producirían el mismo sosiego que producía antaño la voz de su hijo fallecido? ¿La facilidad de una relación con el perro sería mejor que los problemas corrientes producidos por un preadolecente? No, Franky sólo la amaba porque le pertenecía, porque le daba de comer.
—Él me ama, pero si otra persona le alimenta y le da techo, también la amará —se dijo Nidia en voz baja, casi en un susurro—. Mis hijos, aunque tengan consciencias propias y tomen sus propias decisiones, tienen parte de mi alma, de mi vida, de mi ser. Ellos son la prolongación de mi efímera existencia. No me pertenecen; por el contrario, yo les pertenezco, pues todo mi ser me empuja de forma maniática a protegerlos hasta mi muerte, aunque ellos sean más fuertes y grandes. ¡Pero hasta mi muerte, no la de ellos!—. Entonces lloró y abrazó con más fuerza al pequeño Miguel, que cada vez se movía menos. Y añadió: —No, un perro jamás será un hijo, aunque lo amemos.

Mientras sufría estas introspecciones, empezó a sentir un incómodo hormigueo en sus extremidades. Un influjo maligno comenzó a rondar la sucia tina, y sus sentidos empezaron a apagarse. Desconocía cuántas horas llevaba encerrada con su bebé en brazos y su perro; la verdad no le importaba. Estaba empecinada en no salir con tal de proteger a sus más preciados tesoros, al tiempo de evitar un nuevo abandono. Las descoloridas yemas de sus dedos para ese momento ya estaban muy arrugadas, y el agua de la inmunda tina ahora parecía un espeso y sucio fango.

El baño entonces se convirtió en un espacio opresivo y surrealista. En ese instante, Nidia abandonó por completo la realidad. Empezó a parafrasear incoherencias impregnadas de terribles visiones, quizás causadas por el estrés, la falta de sueño o el poco descanso. Entre balbuceos y sinsentidos, vinieron a su cabeza visiones de deidades horripilantes que gobernaban mundos lejanos y misteriosos; imágenes que taladraban su ya exhausto cráneo. El cruel dolor de cabeza sólo era superado por los finos mordiscos que sentía en sus manos, causados por pequeños dientecitos. Cada vez el silencio era mayor en ese recinto, ahora vaporoso y pestilente, a tal punto que Nidia sólo escuchó su silbante respiración.

Pasaron más horas. El agua estancada y el hedor a orina y heces empezaron a atraer una gran cantidad de insectos multiformes: algunos zumbaban en un incómodo ir y venir, otros se arrastraban y trepaban por las pegajosas paredes. Todo esto en torno a un abrazo protector y a la vez abominable. Nidia, incluso con el aleteo de las moscas en su rostro, no soltaba a su bebé, que ya no se resistía a su mortal custodia.
—¡¿Qué karma estoy pagando?! ¡¿Por qué no puedo escapar de este samsara lleno de tortura?! —gritó con voz ronca, abandonando finalmente sus creencias budistas y lanzándose de cabeza a la locura. Entonces empezó a lanzar súplicas al viciado aire del encerrado baño, mientras sentía cómo la sofocante cuerda de la angustia apretaba su ya débil cuello. Franky ya no ladraba y Miguel ya no lloraba.


Los padres de Nidia, que vivían al otro lado del país, llamaron a las autoridades para reportar la ausencia de la trastornada joven. Nada sabían de ella y estaban muy preocupados por su estado mental. La policía inicialmente ignoró la solicitud, pero después de varios días de insistencia enviaron una patrulla al pequeño departamento.

Al llegar allí, notaron un fuerte hedor desde el segundo piso. Subieron y forzaron la puerta. Ambos policías sufrieron unas fuertes náuseas a causa del amargo olor a muerte y a putrefacción. El ambiente en el interior del oscuro apartamento era inquietante. Todas las luces estaban apagadas, menos la del baño. La luz formaba un arco luminoso en medio de la densa penumbra. Era claro para los policías que el baño era el origen de la peste. Entonces pensaron lo peor.

Abrieron lentamente la puerta. No estaba trancada por dentro. Cuando abrieron el baño, un vaho espantoso emergió, insoportable, obligando a los dos hombres a retroceder. Sólo minutos después fueron capaces de ingresar al terrible sitio, y allí encontraron una escena que ni siquiera Beksiński podría plasmar en sus pinturas; una imagen impulsada por un espeluznante frenesí y un inclemente proceder disfrazado de una acción bondadosa.

En la tina permanecía el cuerpo rígido, giboso y ahora deformado de la joven Nidia. El arrugado cadáver exudaba temor y espanto. Su rostro, congelado en una mueca horrible, mostraba el terror inconmensurable que había soportado durante esos últimos instantes.

Y entre sus tensos brazos, apretujado hasta la muerte, reposaba una carroña en acto impuro: era un pequeño bulto de delgados huesos forrados con pelo, rebosante de gusanos blancuzcos y asquerosos. Allí estaba, entre los brazos delgados de Nidia, el fiel y antaño feliz Franky, con la mirada perdida y la cabeza colgante. El amoroso perrito había sucumbido a la inanición y al hambre, causados por el apego irracional de su cadavérica ama.

Nidia, ahora muerta en una tina y aferrada al cuerpo de su mascota, había perdido a su hijo Luis hacía un año, se había divorciado y había adoptado al pequeño Franky dos meses atrás; pero nunca tuvo un bebé llamado Miguel.




Volver | Leer Las dos Terribles Compañeras

Vistos

Me gusta

© 2022