CUENTOS
Ahora que veo la máquina de coser Singer apoyada sobre su enorme y antiguo armatoste de seis pequeños cajoncitos, recuerdo con nostalgia y congoja a la tía Norita. Es inevitable, más después de lo que el médico dijo el día de su fallecimiento. La Singer, de antigua hechura, me transporta a mi niñez, una época maravillosa y despreocupada. De niño, cuando Norita no estaba cosiendo, yo me escabullía como un ratón hacia la parte baja del armazón y me sentaba sobre el pedal, frente a la enorme rueda que para mí era un juguete maravilloso. Imaginaba ser un intrépido conductor de carreras; pero me gustaba más imaginarme como un poderoso capitán pirata que manejaba su barco con un timón. Mis ideas retorcidas me llevaban a mundos oníricos y terribles, donde me veía como un cruel lobo de mar que tenía como adornos ahorcados en mástiles enormes, apuntados hacia un cielo tormentoso. Pueden ser imágenes atroces, más aún en el pequeño cerebro de un niño; pero desde esa edad empecé a desarrollar esas macabras visiones.
Mas mis horrendas fantasías eran interrumpidas muy a menudo por la dulce voz de la tía Norita, que luchaba por agacharse para tocar mi hombro y avisarme que era su hora de utilizar la máquina de coser. Tejía con magistral detalle, a tal punto que hizo toda mi ropa cuando era un bebé. Pero no sólo tenía talento para coser, pues nunca probé carne más deliciosa que la que ella preparaba. La traía de la finca donde vivía con el tío Anselmo, su hermano, y la adobaba con cerveza y otras especias que nunca descifré. Cuando algún familiar le preguntaba por la receta, ella esquivaba la conversación con encanto y astucia; por lo que el secreto de su carne se fue a la tumba con ella.
No era hermosa, pero su bondad y sus ademanes suaves y delicados la hacían buena y bella. Siempre fue anciana para mí, pues desde que nací hasta que ella murió tuvo el mismo aspecto. Durante los últimos tres años que vivió con nosotros desmejoró bastante: se gibó aún más, empeoró su movilidad y su cabello cano se deshilachó, causándole un aspecto débil y descuidado. Tampoco vi nunca una foto de su juventud. En todas las fotos tenía el mismo aspecto envejecido. Era canosa, caminaba encorvada y su piel estaba arrugada, tenía sus manos ya artríticas y sus ojos eran grises a causa de sus cataratas. Podría tener fácilmente el aspecto de una bruja medieval, pero nunca me inspiró miedo. Sin embargo, debo admitir que cuando estaba cerca de ella sentía una vibración extraña, un sentimiento de inquietud mas no de temor. Su aura, si se puede llamar así, era diferente, antigua y ajena a este mundo.
No quiero extenderme mucho en este relato, pero creo menester explicar un poco la situación de la tía Norita. A mis seis años murió el tío Anselmo. Como mi madre y yo éramos sus únicos familiares vivos, Norita decidió venir a vivir con nosotros, dejando la finca donde había permanecido toda su vida. La muerte de Anselmo le causó una fría depresión, pues los hermanos siempre habían estado juntos. Pero yo me convertí en un escape a su terrible angustia, como si mi compañía le causara una embriaguez metafísica que le ayudaba a conllevar su hercúlea pérdida. Nos volvimos muy cercanos en poco tiempo. A ella le encantaba leerme los cuentos de los Hermanos Grimm. Mis favoritos eran «Los músicos de Bremen» y «El lobo y los siete cabritos». Le pedía cada día que me leyera alguno de esos dos cuentos, y ella, paciente y amable, lo hacía animada y sin dudar.
El último año de su vida se agravaron las cataratas en sus ojos, y perdió gran parte de la visión, por lo que se intercambiaron los papeles y fui yo quien empezó a leerle cuentos. Ella escuchaba atenta, pero en ocasiones se dormía, ya cansada de cargar el peso de décadas en su cuerpo. Permanecía acostada por más tiempo, y cosía menos en la Singer. Yo nada entendía de la muerte, pues los niños son inmortales en su corta concepción del mundo. Los niños no imaginan lo cerca que viven los humanos de las frías manos de la parca. De infantes, la muerte no es más que un concepto que sabemos que es inevitable, pero que vemos lejano como las plateadas estrellas, inalcanzable a una corta edad. Los niños nunca mueren en su mente.
Cabe aclarar que Norita no era propiamente mi tía, ni la tía de mi madre; era una pariente lejana, una rama de la familia que se desprendió generaciones atrás. Pero eso no impedía que nos quisiéramos como familia, con un amor cálido y una atención benévola. Todos los años íbamos a su finca en diciembre, a las fiestas de fin de año. El tío Anselmo mataba un chivo y la tía Norita preparaba la carne con papas y cerveza. Era un festejo rústico, maravilloso y agradable.
—La cicatriz que tiene mi hermanita en la frente es producto de una patada de una mula —me dijo el buen tío Anselmo en una de esas festividades, refiriéndose a Norita como su «hermanita», aunque ambos ya tenían el pelo cano y los ojos profundos como pozos, llenos de sabiduría por el pasar del tiempo—. Pero mi hermanita es fuerte, y ese mismo día ya me estaba ayudando a recoger la cosecha de papas —añadió mientras se tomaba un sorbo de cerveza para pasar el pedazo de carne que había masticado mientras me hablaba.
Fueron buenos tiempos; pero los buenos tiempos no duran mucho y los dejamos pasar sin disfrutarlos, pensando que la bonanza será eterna. Esa misteriosa mañana de septiembre fui a despertar a la tía Norita para avisarle sobre el desayuno. Abrí la puerta sin avisar, como siempre, y la encontré sobre la máquina de coser, derrumbada por completo, con la cabeza apoyada sobre los brazos. Parecía dormida, como si se hubiera trasnochado mientras cosía. Me acerqué y le dije que el desayuno estaba listo, pero cuando la toqué la sentí horriblemente fría. Su aura extraña había desaparecido de su pequeño cuerpo. Ya no sentía esa presencia semidivina e inexplicable. Aunque yo nada sabía de la muerte, un terrible sentimiento de pérdida me abordó hasta la médula. Así que corrí a la cocina y le dije a mi madre que la tía Norita no quería despertar. Ella abrió los ojos como platos, apagó el fogón donde tenía la chocolatera y corrió hacia el cuarto. Al verla inconsciente se apresuró a ayudarla; pero ya era muy tarde. Es en este momento donde el misterio y la incredulidad abordan la historia.
Ese mismo sábado llegó por la tarde el médico del pueblo. Era un hombre maduro que se presentó como Raúl, aunque no recuerdo su apellido, de lentes redondos y cabello plateado. Yo me encontraba jugando bajo el mueble de la Singer, escondido de mi madre, por lo que no se percataron de mi presencia. Mi madre había acostado el cuerpo de la tía Norita en la cama, lejos de la máquina de coser. Tanto el médico como mi madre tenían la atención puesta en el cadáver, por lo que mi presencia pasó inadvertida.
—Mi señora, espero me perdone el enorme atrevimiento, pero me gustaría hablar un poco antes de que los vecinos lleguen para ayudarnos a llevar el cuerpo de Nora —le dijo el médico a mi madre.
—No se preocupe doctor. ¿Qué desea saber?
—Primero me gustaría conocer el parentesco entre usted y Nora.
—La verdad, doctor, incluso es difuso para mí. Sé que era una tía lejana, pero no conozco exactamente nuestro parentesco.
El médico asintió. —¿Y me podría decir la edad de Nora? ¿Su fecha de nacimiento?
Mi madre, entre sollozos, meneó la cabeza. —No conozco su edad.
—¿Algún documento que tenga? ¿La cédula o alguna identificación?
—No, señor.
—¿Puede mostrarme algunas fotos?
Mi madre empezó a sentirse incómoda con el interrogatorio, pues consideró que no era el momento apropiado. Era un momento de luto para ella. Pero asintió y sacó un vetusto álbum de fotos. Allí mostró dos o tres fotos polaroid de Norita y Anselmo, amarillentas y desgastadas.
—¿No tiene alguna foto de Nora en su juventud? —preguntó el doctor.
—Sólo tengo estas fotos, doctor —respondió mi madre un poco irritada, mientras miraba el cuerpo arrugado y frágil que permanecía desgonzado en la cama.
—¿Quién es el hombre que se encuentra al lado de Nora en esta foto?
—Es el tío Anselmo, el hermano mayor de Norita. Eran tres hermanos: Anselmo, Lucía y Nora, pero Lucía murió joven.
—¿La alcanzó a conocer?
—No, sólo sé lo que Anselmo y Norita me contaban. Disculpe doctor, pero ¿por qué me hace esas preguntas?
El doctor permaneció en silencio un instante, pensativo, mirando a la inerte Norita. Entonces dijo: —Atendí a Nora hace muchos años, cuando estaba empezando a ejercer mi carrera. Debo confesar que, aunque la veo un poco más delgada y con el cabello alborotado, no ha cambiado nada en casi treinta años.
—¿Ese es el motivo por el que me pregunta la edad de mi tía? —interrumpió mi madre.
Pero el médico negó con la cabeza. —Hay un poco más de trasfondo en mis preguntas —aseguró—. Como ya sabe, mi familia ha tenido varios médicos durante generaciones. Es prácticamente una herencia familiar. Aunque mi padre nunca estudió medicina, mi abuelo fue un brillante boticario en el pueblo. Él también atendió a Norita en su juventud. Lo sé porque él mismo me lo contó. También sé sobre el tema por los registros que él dejó en sus cuadernos.
—¿Acaso mi tía tenía alguna enfermedad o algún terrible secreto? —preguntó mi madre alarmada.
Yo escuchaba con sigilo y detalle, escondido bajo la Singer.
—No, mi señora. Nora estaba saludable y firme como un roble. Mis deducciones son más una curiosidad: mi abuelo, al igual que yo, atendió a Nora cuando era joven. Pasaron los años y ella permanecía igual. Mi abuelo nunca conoció a Nora en su juventud.
Mi madre se sentó en el borde de la cama, al lado del blanco cadáver. Miraba con asombro el rostro del doctor, que se subió los lentes hasta la parte superior de la aguileña nariz. —¿De qué edad murió su abuelo? —preguntó imprudente.
—Tenía más de cincuenta años cuando atendió por última vez a Nora —respondió el doctor—. Pero el enigma no termina en este punto, pues mi abuelo, al percatarse de este extraño fenómeno, fue a la escuelita que queda en la vereda cercana, dispuesto a conocer el origen de Nora y Anselmo. Allí habló con una tierna anciana llamada María Luz, la última de ocho hijos, quien le aseguró conocer a Nora y a Anselmo de toda la vida. Dijo que eran unos viejos campesinos, muy amables y madrugadores. Todos los miércoles bajaban con sus dos mulas cargadas de papas a la plaza del pueblo. El marido de María Luz admiraba a Anselmo, y decía: «No puedo creer cómo el viejo logra echarse esos bultos de papa al hombro sin siquiera doblar las rodillas».
—¿Qué más dijo esa mujer? —preguntó mi madre con apuro. Quería llegar al final de la historia.
El médico continuó con su relato: —Lo próximo que le contó fue lo más sorprendente. La anciana María Luz le aseguró a mi abuelo que su abuela había ido con Nora a la escuela. ¡Su abuela!
«Nora era una joven hermosa, de cabellos negros trenzados, caderas afiladas y ojos mieles» le dijo la abuela a María Luz. Es increíble que la belleza sea tan efímera y que los años arruinen tanto las carnes. Ese es el motivo por el cual quería saber el origen o la edad de Nora, pues creo que estamos presenciando un acontecimiento que durante generaciones nadie presenció.
Mi madre quedó petrificada, muda, intentando realizar cálculos mentales de cuántos años podía tener la tía Norita.
Pero fue el médico quien exclamó aterrado: —¡Mi señora, la anciana que se encuentra aquí tendida puede tener más de doscientos años! ¡Doscientos! Vio con sus grises ojos incontables vidas marchitarse, vidas de familiares amados y allegados queridos; y a todos ellos los perdió—. Y, no contento con la caótica revelación, añadió: —¡Y su hermano, que era mayor que ella y murió hace sólo tres años, pudo tener aún más décadas en su cuerpo!
Era algo increíble, pero para mí de poco interés en ese momento. Yo, que era un niño, sólo quería que se fueran para poder jugar a los piratas bajo la máquina de coser. Mi madre no inmutó palabra alguna, simplemente se limitó a ver el cuerpo frío de Norita sobre la cama. Minutos después llegaron los vecinos para ayudar a levantar el cuerpo y llevarlo a la ciudad para sus honras fúnebres.
¡¿Cuántos funerales sufrieron esos dos pobres ancianos?! ¡¿Cuántas terribles pérdidas y despedidas de seres amados?! Una larga vida, a menudo, puede convertirse en una prolongada maldición. La naturaliza dicta que debemos enterrar a nuestros padres y a nuestros abuelos; pero nada dice de enterrar a nuestros hijos, sobrinos, nietos y demás familiares menores que nosotros. Adaptarse al paso de las generaciones ya es difícil, por lo que adaptarse al paso de los siglos debe ser una verdadera tortura. El cambio, a veces caótico, se va tornando más complejo a medida que los años avanzan con su pesada pero indetenible constancia. ¡Oh, pobre mi tía Norita y pobre mi tío Anselmo, que sufrieron años y años sorteando los terribles sufrimientos que escupe la vida!
Mi madre y yo nunca hablamos de aquella revelación. Y ahora que pasa el tiempo y veo esa vieja máquina de coser (mi escondite aquel día), no puedo dejar de pensar que la tía Norita murió por la pena causada por la muerte de su hermano. Estoy seguro de que si el tío Anselmo siguiera con vida, Norita también seguiría con vida. Y estoy aún más seguro que si Anselmo no hubiera adquirido esa infección causada por esa herida (pues no murió de vejez), él y Norita nos habrían enterrado a mi madre, a mí y muy posiblemente a mis hijos; tal y como enterraron y lloraron a toda la familia por siglos.