CUENTOS
Literatura Tenebrosa
Aún tengo el recuerdo de mi hermana, encorvada sobre la cama, convertida completamente en un monstruo; y esa horrible imagen es la que viene a mí en las noches, cuando todo está oscuro y en silencio, atormentándome hasta que llega de nuevo el alba. El sueño me es esquivo, al igual que la tranquilidad, mientras pesadilla tras pesadilla hace que pierda peso y sufra migrañas, hasta llevarme, quizás, a una muerte prematura.
Todo empezó durante mi infancia. Mi familia era de ensueño: unos padres amorosos y mi amada hermana, Lana. Yo era el menor de los dos, y por lo mismo, era como tener dos mamás. Lana era cuatro años mayor que yo, y me cuidaba y me amaba con una dulzura que nadie en el mundo podía brindar. A menudo me mimaba y cada vez que me veía me abrazaba, y me daba picos en las mejillas. Era la hermana más maravillosa del mundo.
Pero en un viaje al campo, Lana, saltando una tapia no muy alta, se laceró la pierna con un pequeño clavo. Ella simplemente sacó el clavo de su pie, lloró un rato y siguió disfrutando de sus vacaciones. Pero la bacteria ya estaba en su interior, y se esparció rápida, silenciosa y horrible.
Pronto su salud empezó a mermar. Al principio mis padres poca atención les prestaron a los síntomas, pues no había dolor… no aún. Inició con una pequeña fiebre cuando llegamos del campo. Pero la fiebre se prolongó por una semana, acompañada de una pequeña hinchazón en la pierna. Lana se quejaba de mucho cansancio, y no quería ir al colegio. El dolor llegó sólo dos semanas después. Y casi detrás del dolor vino la rápida y mordaz decadencia de mi amada hermanita.
Todo fue muy rápido. La osteomielitis, increíblemente agresiva, la deformó en poco tiempo. Sus bellas y dulces manos se descarnaron y se alargaron, como si fueran garras aguileñas. Su rostro empezó a adelgazarse y a perder su candor, incluso pareció más envejecido por las muecas de dolor y las arrugas de su frente. Sus labios se secaron y su cabello se volvió grasiento, sucio, y se le empezó a caer por mechones. Día a día se iba encorvando, encogiendo, y pronto su columna empezó a ser visible en su espalda. Mis padres y yo sólo podíamos ver como la enfermedad la devoraba.
Entonces ella empezó a odiar la vida por sus dolores, al mismo tiempo que empezó a odiarnos a causa de la envidia. En sus ojos veía la furia al verme moverme sin dolor alguno, sin angustia, libre de una cama y de una enfermedad invalidante. Envidiaba cómo podía ir al baño sin depender de nadie; cómo podía tomar una ducha caliente en vez de un baño con paños húmedos; cómo podía recibir la luz del sol, tener amigos, ir al colegio y seguir una vida normal.
Ella, incapaz de moverse, empezó a orinarse en la cama, por lo que mi madre la limpiaba constantemente. También empezó a necesitar ayuda para comer, por lo que yo, infinitamente agradecido porque la amaba, lidiaba a veces con esta tarea. Pero ella, culpando a Dios y a la suerte, me veía como si ahora fuera su enemigo. Me escupía casi siempre la comida, y chillaba en mi cara como un cerdo, enviándome ese hálito vaporoso y hediondo de sus dientes sucios, que poco a poco se le caían. Entonces empecé a evitarla. Ya no quería cuidarla, y peleaba mucho con mis padres por la situación.
Cuando pasaba por su cuarto sentía ese hedor, así que cruzaba con paso apresurado. Pero apenas lo hacía ella gritaba mi nombre y me dirigía indecibles improperios. Recuerdo esa voz distorsionada y chillona que me hacía saltar de terror, mientras un frío de odio y miedo me recorría la espalda.
Así pasaron los meses, y después un año. Mi madre, claramente cansada, seguía su cuidado resignado a esa bestia en la que se había convertido Lana. Mi hermanita había desaparecido por la maldita osteomielitis, por esos malditos estafilococos que, casi seguro, estaban en ese diminuto clavo en el campo. ¡Maldito ese clavo! ¿Cómo era posible que algo tan pequeño e inanimado pudiera arruinar mi familia de la noche a la mañana? Mi padre también se veía cansado; pero el más renuente era yo. Los hombres somos menos propensos al cuidado, y por eso ya no quería saber nada de mi hermana. Incluso, empecé a desear que muriera y dejara a mis padres para mí solo. No puedo asegurar que mis padres pensaran lo mismo, pero creo que más de una vez contemplaron la idea.
Pero Lana, aunque odiaba la vida, parecía dirigir su odio hacia nosotros. Parecía que quería vernos sirviéndole, limpiándola, alimentándola; como si nuestra infelicidad le hiciera más llevadera la enfermedad, como si los dolores fueran más tolerables si nosotros estábamos amargados, como si nuestra miseria fuera su consuelo, pues si ella no era feliz nadie podía ser feliz. ¡Cuánta crueldad! Alimentarla era complicado, pues gruñía y escupía; y vestirla era cada vez más difícil, pues sus ropas quedaban pegadas a su piel a causa de las llagas crecientes en su espalda. Entendía su dolor, pero ella se encargaba de hacer de su propio cuidado una tarea más ardua.
Y yo me convertí en el objetivo principal para esparcir su miseria. Siempre que me acercaba intentaba tomarme del pelo y zarandearme, pero sus fuerzas la abandonaban y se contraía en un doloroso pasmo. Incluso, en una ocasión que ayudé a mi madre a limpiarla, intentó morderme con esos dientes podridos y filosos. Ese fue el último día que ayudé a mi madre con los cuidados. Ya no quise saber más de ella. Para mí, Lana, mi amada hermanita, estaba muerta.
Pero Lana no moría. Y pasaron dos años, dos horribles y eternos años cuidando ese despojo maligno y lleno de odio y envidia. Mi madre se envejeció a tal punto que su cabello se llenó de canas y su rostro se arrugó. Mi padre también sufrió, pues tuvo un preinfarto en víspera de navidad. Su rostro se adelgazó y dejó de sonreír. Yo, siendo niño, sólo quería que todo acabara.
Y todo acabó una noche lluviosa de octubre, por casualidad el mes de las brujas (para mí, Lana era una fea bruja de cuento de terror). Yo dormía, arrullado por el sonido de las gotas sobre las tejas, cuando escuché, en la oscuridad, un alarido horripilante que fue subiendo de decibeles hasta desaparecer. Parecía un grito proveniente de una cripta profunda y húmeda. Mis padres se levantaron de inmediato; pero yo no lo hice, pues sabía que era Lana. Yo no quería ver ese monstruo. Entonces sentí que llovía más duro, y empezó a iluminarse el negro cielo con rayos, al mismo tiempo truenos furiosos sacudieron las ventanas de la casa. Escuché otro grito, ahora ahogado; casi un mugido doloroso y terrible. Otro rayo cayó y las ventanas de nuevo se sacudieron. Yo sólo me cubrí con la cobija, y, sintiendo de repente una paz extraña, supe que Lana había muerto. Casi de inmediato la lluvia mermó, y no cayeron más rayos durante esa noche. Por fin Dios… o el Diablo… se había llevado esa alma encerrada en ese cuerpo torturado. Lana, mi hermana, por fin nos dejaba descansar.
Pensé que todo había terminado. Su funeral fue triste, pero todos nos sentíamos aliviados. Mis padres lloraban, pero parecieron rejuvenecer. Yo por fin sentí que podría tener la atención completa, pues mis padres ya no tendrían que cuidar a Lana. Es horrible admitirlo, pero sentí un tino de felicidad, pues finalmente pasó lo que había esperado tanto tiempo.
Sin embargo, ya sin la presencia de la enferma, la mente me empezó a jugar malas pasadas: recordé a la dulce Lana, a mi amada hermanita, que me abrazaba y me mimaba. Recordé a la bella niña que permanecía sonriente, que con dulces caricias aliviaba mis raspones, que me hacía galletas con la masa que le sobraba a mi madre cuando cocinaba. Entonces me sentí miserable, culpable, horriblemente avergonzado de siquiera desear la muerte de ese ángel. Y la culpa empezó a apoderarse de mi ser, a engullir mi tranquilidad, a enfriar mi felicidad.
Pasaron los años, y el recuerdo empezó a cambiar. Los primeros años recordé cómo era antes de la enfermedad: una niña hermosa vestida de rojo o azul, con coletas y una sonrisa de oreja a oreja. Dulce y maternal, de cachetes rosados y una mirada pura y hermosa. Cada vez que me acordaba lloraba, pues un terrible cargo de conciencia me oprimía el corazón. Pero entonces, creo, esa culpa empezó a jugarme en contra, pues de un día para otro empecé a recordarla sumergida en sus deformaciones.
Y todo es más terrible ahora que vivo solo. Empecé a dejar las luces encendidas, pues la oscuridad me acuerda a su terrible cuarto, causando en mí un temor invalidante que me causa nauseas y no me permite moverme ni respirar. Cuando todo está oscuro y en silencio la veo. ¡Juro que la veo! Veo su sombra de manos alargadas y espalda curva y descarnada, mirándome con esos ojos negros llenos de furia y dolor. Temo abrir la puerta de mi armario por la noche porque pienso que la voy a encontrar allí, agazapada en la oscuridad, sonriendo con esos dientes amarillos con una expresión sardónica y cruel, presta a lanzarse contra mí para morderme. Temo abrir la cortina por la noche, pues imagino que veo su rostro pálido y desfigurado pegado al cristal, con los ojos muy abiertos e inyectados de sangre. Temo encontrarla acurrucada al final de la escalera, o esperándome escondida en el baño, más oscura que el rededor, pero con ojos brillantes en un rostro negro y cadavérico. Incluso a menudo siento ese olor agrio que me recuerda su miseria. Sudo y tiemblo cuando percibo ese hedor. Así que miro a todo lado, esperando verla; pero nunca hay nada.
Sé que todo está en mi mente; un recuerdo terrible llevado por una conciencia sucia. Pero el terror que siento estando solo en mi casa es un tormento que se está volviendo cada vez más frecuente. Ya no quiero llegar a mi hogar por la noche, pues siento que ahora vivo con ese chillido agudo en medio de la lluvia y los rayos, ese olor asqueroso, esa sonrisa macabra, esas manos… ¡esas huesudas y deformadas garras! Esa posición fetal, esas muecas de ira y resentimiento. Todo es para mí palpable al llegar a mi casa, como si su recuerdo fuera mi inquilino, un inquilino fantasmal y tenebroso. Intento recordar a mi amada hermanita, pero no, no lo logro; sólo recuerdo el horripilante monstruo.