Juan Esteban Peláez

CUENTOS

Obra de Zdzislaw Beksinski Obra de Francisco de Goya

El Pacto con Baal

Literatura Tenebrosa

Llegamos con mi esposa semanas atrás al pequeño pueblo de la costa. La inclemente hambruna nos hizo escapar de la parcela que mis abuelos nos habían heredado. Hace dos días logramos acomodarnos en la humilde pesebrera de mi primo, esperando que la situación sea temporal. Aquí también ha caído la hambruna como una ola sobre la playa; pero al menos todavía hay trigo suficiente. Hemos comido pan y bebido cerveza estos días, lo que nos ha permitido tener más energía y ayudar con algunos quehaceres que nos implican un pago.

Hemos bajado mucho de peso. Incluso ya veo mis costillas sobresalir del pecho. Me levanto y me acuesto pensando en comida, en una buena carne con papas y un buen vino. El solo imaginarme esto me hace babear. Pero la vida es cruel: mi estómago se encoge salvaje y ruge todo el día, y mi humor es en extremo irritable. Esto ha hecho que riña de forma constante con Mariella, mi devota esposa. Pero acá en el pueblo tenemos más posibilidades de sobrevivir que en el campo, donde ya no crece nada a causa de ese maldito cielo plomizo y gris que no deja pasar la luz del sol y que devasta con voracidad todas las plantaciones.

Ahora bien, durante la estadía en el pueblo escuché varias veces el bramar de un buey, allá, a lo lejos. Puede sonar normal, pero el bramido siempre se escucha a las tres de la mañana, la mala hora, y no es común: parece un bramido que se funde con palabras incomprensibles y horribles, y suena muy fuerte, más fuerte que las campanas de la iglesia. Además, suena poderoso, pero se siente lejano, como si fuera de otro mundo.


—Dicen que es Baal. Nunca te acerques a la costa cuando escuches ese bramido —me dijo mi primo, pálido por los nervios.
—El sacerdote nos advirtió sobre él —convidó su esposa—. Dicen que ese demonio tienta a las personas buenas para después robarles el alma.

—Muchos que han ido a verlo no han vuelto —añadió mi primo—. No sé si el demonio se los lleva o si solo mueren de hambre, pero sé de un vecino que fue a verlo y ya lleva varios meses desaparecido. Su esposa, ahora sumergida en la locura, sale todas las noches a buscarlo; pero no encuentra pistas de él. Ella enfermó de fiebre hace poco; probablemente no pase el invierno.
Pero mientras ellos me advertían, yo solo podía pensar en el hambre y en las penurias de mi esposa. ¿Podría ese maligno ser sacarme de tan precaria situación? Quizás podría darme un poco de oro para pagar una habitación, o comida para saciar este hondo suplicio. Me sentía tan desesperado que estaba dispuesto a arriesgarme. Entonces miré el cansado rostro de mi esposa, y lo decidí.

Esa noche no escuché el fantasmagórico bramido, ni la noche siguiente, pero a la tercera sí lo percibí, maligno y distorsionado entre palabras de algún idioma prohibido. Así que, rápido y en silencio, salí corriendo hacia la playa, a solo minutos del pueblo. La oscuridad era intraspasable, casi líquida, por lo que tuve que prender una antorcha. Corrí bajo el frío viento por varios minutos, guiándome solo por el berrido que sonaba de vez en cuando. Nada era visible.

Entonces, entre la oscuridad, pude escuchar el oleaje del mar. Aunque todo estaba muy oscuro, pude diferenciar el agua del cielo. Algunas estrellas flameaban frías allá arriba. Volví a escuchar el bramido, así que corrí hacia la costa y escuché, inequívoco, un cencerro. Allí finalmente lo vi: era un hombre encapuchado, muy alto y delgado, que traía de las riendas un buey enorme con cuernos largos. Ambos eran más oscuros que la noche misma, y se recortaban como siluetas malignas y solitarias entre la playa y el mar.

Dudé en acercarme. Temblaba, pues sabía que frente a mí estaba un demonio antediluviano. Pero el hambre y la desesperación me impulsaron, así que me acerqué. El encapuchado me vio y se detuvo, esperándome en medio de la noche sin luna.
—¿Señor Baal? —pregunté tiritando de frío y de terror. Una pantalla de sudor me cubría toda la frente, mientras respiraba profundo para no desmayarme.
Entonces vi el buey y quedé aterrorizado: aunque era claro que era un buey musculoso y bien alimentado, tenía la cara de un hombre, notablemente atormentado. Casi solté la antorcha del miedo, pero logré asirla. El buey con cara de humano me miró con esos ojos hinchados e inyectados de sangre, y bramó; pero seguido del bramido me dijo: —¡Mátame!
Yo me estremecí, y miré al encapuchado mientras aguantaba el aliento. Pero este nada hizo. Solo me miró bajo la capota, inmóvil. No podía ver su rostro en la noche y a la luz de la antorcha, pero sentía esa mirada fija y terrible sobre mi esquelética existencia.
—¿Eres Baal? —volví a preguntarle con voz quebrada.
Y el encapuchado alto asintió. Su presencia era grotesca, terrorífica.
—Me dijeron en el pueblo que concedes deseos. Estoy desesperado, tengo hambre y sed, y quiero salir de esa pesebrera y tener una habitación para mí y mi esposa. ¿Puedes concederme eso? —pregunté.
Él, con un ademán de su mano y sin inmutar palabra, me pidió que lo siguiera.

Caminamos en silencio por varios minutos sobre la costa, mientras yo veía con horror el buey. Las expresiones del animal mostraban un dolor intenso, como si estuviera enfermo. De vez en cuando el engendro bramaba, adolorido, y después decía algunas palabras indescifrables de una lengua profana. En ese momento un pensamiento terrible vino a mi mente: ¿Será ese el precio que tengo que pagar? ¿Acaso me convertirá en un animal con cara humana y me hará sentir dolores intolerables? A mí llegó entonces el arrepentimiento. Pero, aun así, seguí caminando al lado de la esbelta figura que parecía flotar sobre la arena, pues no hacía ruido ni dejaba huella. Y a medida que nos acercábamos al bosque, a las faldas de las montañas, la figura empezaba a desprender un hedor terrible de putrefacción. Tuve que cubrirme la nariz y respirar por la boca, pues el olor agrio empezó a intensificarse, hasta volverse casi inaguantable. El buey pareció notarlo también, pues intentó alejarse del encapuchado, y volteó la cara mientras hacía arcadas.

Anduvimos por una senda sinuosa por unos minutos, cuesta arriba, hasta llegar a una pequeña casa entre los negros árboles. La casa, asediada por cientos de vibrantes moscas, estaba arruinada, con el techo lleno de agujeros y las ventanas rotas. El olor a moho rondaba la edificación, y la parte izquierda estaba roída por la maleza. El encapuchado amarró al buey en un madero y me invitó a pasar. Me petrifiqué, incapaz de dar un solo paso. Tenía miedo, mucho miedo. Pensé en dar media vuelta y salir corriendo, escapar hacia el pueblo y contarle todo a mi amada. Pero una presencia más poderosa que mi voluntad me obligó a seguir adelante, a entrar a la casucha y sentarme en un pedazo de madera, frente a la figura negra y alta. Solo la antorcha iluminaba el tenebroso recinto.

El demonio me miró con detenimiento y se quitó con parsimonia la capucha. El horror que sentí es indescriptible: su esperpéntica cabeza no era humana, era de un macho cabrío, negra, con cuernos y barba. Sus dos ojos diamantinos y amarillos me miraban desde el vacío, como muertos, pero a la vez alertas, cual merodeador terrible. El hedor se hizo más insoportable en la casa, por lo que incapaz de aguantar el terror y la fetidez, vomité en el suelo. Pero al demonio no pareció importarle, solo quedó en silencio. Levanté la cabeza y lo miré, respirando por la boca para aguantar la pestilencia. Entonces miré el entorno a la luz de la antorcha, y vi las paredes sucias y salpicadas de negro y marrón; parecía ser sangre y heces.

Y entonces habló. ¡Esa cosa habló! —Puedo quitarte el hambre y la sed —dijo con voz críptica, aunque no movía los labios.

Entonces me señaló una bolsa de cuero bajo la madera donde yo estaba sentado. La saqué y vi que estaba llena de monedas de oro. Mis ojos se abrieron por la sorpresa y la codicia, pero temí el precio.

—Debes llevar esta bolsa de monedas a la pesebrera donde te encuentras. Si las monedas permanecen en la pesebrera gozarán de fortuna. Tendrán comida y bebida. Pero si alguna de las monedas sale de la pesebrera entonces cobraré el precio —dijo Baal mientras me invitaba a tomar la bolsa y salir de allí.

Sin pensarlo mucho, salí de ese horrible sitio con la bolsa en una mano y la antorcha en la otra. Apenas lo hice miré al buey amarrado, que me miraba con angustia y un sentimiento de profunda miseria.
—¡Mátame! —gritó de nuevo en acto desesperado.
Pero yo solo volteé la cabeza y fui cuesta abajo, primero hacia la costa y después hacia la ciudad.

Desperté al día siguiente con dolor en todo el cuerpo, como si me hubieran molido a palazos. Tenía las vestimentas mojadas por el frío viento de la noche anterior, y la mano me dolía por sostener la antorcha. Mi mujer ya se había levantado para ayudarle a mi primo con la limpieza. Me senté y vi a mi lado la bolsa de cuero. La abrí y, en efecto, estaban las monedas brillantes que Baal me había dado. Casi de inmediato entró mi mujer con un gran corte de carne asada.
—¡Mira amor, encontramos un ternero abandonado cerca de la casa! Como nadie lo reclamó lo tomamos como nuestro. Vamos a tener un festín con los vecinos —me dijo animada.
Yo, atónito por tal suerte, vi esa carne con incredulidad. Entonces me abalancé al plato como famélico desesperado, y trocé la carne con el cuchillo, y la comí con lágrimas en los ojos. Hacía mucho tiempo no comía carne. En ese momento supe que Baal cumpliría con su promesa.

No me pareció difícil cumplir la condición del demonio. Decidí no decirle nada a Mariella sobre las monedas, ni a mi primo ni a su esposa. Quizás ellos pensarían que estaba loco y que era un deplorable codicioso al no querer gastar el oro. Así que lo guardé en un pequeño hueco en el suelo de la pesebrera. Al mismo tiempo, la suerte empezó a sonreírnos: las cosechas de mi primo crecieron con rapidez, y las dos vacas empezaron a dar leche en grandes cantidades. Incluso hubo carne en el menú. Además, el señor del feudo, aconsejado por varios nobles, envió varios barriles de vino al pueblo. De repente una bonanza cayó del cielo, al tiempo que los nubarrones grisáceos y encenizados se abrían y dejaban entrar la dulce luz del sol de primavera. Fueron en verdad momentos felices.

Algunas noches escuchaba el bramido lejano del buey maldito. Apenas lo escuchaba me arrastraba de la cama al hueco donde estaban las monedas de oro para cerciorarme que permanecían allí. Las contaba una por una; eran cincuenta y seis monedas. En una de las caras tenían grabadas el rostro de un bufón burlón y cruel, mientras que en la otra había una inscripción en latín: «Baal, deus caeli et dominus terrae et fructuum» (Baal, dios del cielo y dueño de la tierra y las cosechas). Las repasaba en la oscuridad nocturna como un enfermo mental, una a una, examinando con las yemas de mis dedos el repujado de cada cara, aletargado y temeroso de que faltara una.

El tiempo pasó. Varias veces me vi tentado a sacar una moneda para comprar más vino, o más carne, o más pan. Mariella y yo ya habíamos subido de peso, pero queríamos más, cada vez más. La codicia humana es tan fuerte que tarde o temprano devora a su recipiente. Ya no solo queríamos carne, ahora queríamos carne adobada con cerveza y papas. Y ya no queríamos solo una copa de vino, queríamos una garrafa completa. En dos ocasiones saqué dos monedas de oro de la sucia bolsa, pero cuando estuve en el umbral de la pesebrera recordé el hedor del demonio, la casucha horrible y arruinada, y al enfermizo buey… ¡Oh, el pobre buey! Entonces, invadido por el vertiginoso miedo, las devolví a la bolsa.

Pero mis bellos días se fueron con la primavera, pues no solo yo vivía en la pesebrera, y la falta de comunicación con la pareja es, en promedio, un catalizador para la tragedia. Ese día yo venía con dos baldes llenos de melaza para los cerdos, cuando vi que mi esposa venía feliz, saltando y con una gran sonrisa en su rostro sucio.
—¡No lo vas a creer! —dijo animada—. Adivina lo que encontré en el suelo de la pesebrera —añadió.
Entonces mi mundo empezó a menguar, engullido por un vórtice tenebroso. Temí, temí mucho, pues sabía que ella había encontrado las monedas. Solté los baldes y la tomé por los hombros.

—Dime que no sacaste las monedas de la pesebrera —le pedí con una infinita angustia.


Ella me miró, sorprendida y un poco temerosa. —Las llevé a la casa de tu primo —respondió.

Esa noche estuvimos en vela. Yo ya había devuelto las monedas a la pesebrera, pero sabía bien que Baal no me perdonaría. Y, para mi terror, empecé a escuchar el buey a las tres de la mañana (de nuevo la mala hora). Mariella y yo nos miramos con temor y nos tomamos de las temblorosas manos.
—Le pediré que nos perdone —le dije a mi amada, mientras ella me devolvía la mirada, asustada y pálida.
Y, en ese momento, sentí un terrible hedor, un hedor agrio y nauseabundo que yo conocía bien. Sabía que él ya estaba allí, con nosotros, en la pesebrera, pero permanecía oculto. Miré a todos lados, a todos los rincones, pero no era visible. Encendí una antorcha, cuidando de no acercarla a la paja, y recorrí todo el recinto con lentitud.
—¡Por favor, perdónanos! Si quieres llévate de nuevo las monedas y déjanos en la miseria otra vez; pero perdónanos —grité mientras me acercaba a Mariella.
Y, casi de inmediato, vi cómo una imagen translúcida emergía del cuerpo de mi mujer. Tenía forma de esqueleto, pero era transparente y parecía un osario hecho de agua. Y vi una enorme mano negra de largos huesos y uñas filosas asir esa figura esquelética y arrancarla con violencia del cuerpo de mi mujer, como si arrancara el alma de la carne. Casi de inmediato Mariella cayó desgonzada, sin vida, fría y pálida.
—¡No! —grité, intentando convencerme de que todo estaba bien. —¡Te lo ruego! —volví a gritar mientras tomaba el cuerpo vacío de mi amada, con sus labios ahora morados y su piel blanca, al tiempo que lloraba con desconsuelo y dolor. En solo segundos el hedor desapareció, siendo reemplazado por el olor a animales y heno. Supe que Baal se había ido con mi amada en sus monstruosas garras.

No pensé mucho, pues mi amor era grande. Así que salí corriendo de la pesebrera con la bolsa de monedas y la antorcha hacia la playa. Trastabillé varias veces, pero corrí apresurado sin mermar el paso. El buey se había callado, pero yo recordaba bien el camino hacia la casucha espantosa. Y en menos de una hora llegué a los lindes del bosque oscuro que trepaba las laderas de las montañas. Allí suspiré, descansé un poco y me llené de valor. Entonces, ya sin dolor en el pecho, empecé a subir la enigmática senda.

Temblando de frío y de temor, caminé en medio de la densa oscuridad con la antorcha en la mano, sintiendo el olor a madera húmeda y moho, hasta llegar a la casa entre los árboles. Allí la terrible pestilencia me causó náuseas, pues olía a carne podrida y azufre, pero estaba empeñado en devolver las monedas y recuperar a mi esposa. Me acerqué a la casa y vi amarrado al buey con cara de hombre, que respiraba de forma estertorosa y berreaba del dolor y cansancio.

Entré a la oscura casa y vi a Baal allí, con sus ojos amarillos y muertos mirándome, y sus cuernos largos y su barba larga, y sus fosas nasales húmedas y su esbelta y alta talla. Me miraba con detalle, pero sin expresión.
—¡Toma las monedas y deja a mi amada! ¡Por favor, devuélvemela! Ella no tiene la culpa —le rogué mientras me arrodillaba y le tendía la bolsa con las monedas.
El aterrador demonio me miraba fijamente, en silencio, anodino, lacerando mi alma y escrutando mi ser. Un aura roja parecía rodearlo en medio de la oscuridad.
—¡Por favor! —insistí mientras sentía dolor en las rodillas y frío en mi espalda.
Baal parecía una apestosa estatua de mármol negro, inmóvil, lejano de este plano. Solo sus ojos brillantes se movían. Parpadeaba con parsimonia, pero no movía un solo músculo de su peludo y espantoso cuerpo. En ese momento apareció a su lado, casi trasparente, el demonio Astaroth.
—Por favor, pagaré cualquier precio —le pedí con lágrimas en los ojos, al tiempo que miraba el espíritu recién llegado.
—¿Cualquier precio? —preguntó Baal con tono perverso, incluso sádico.
Entonces miré por la ventana quebrada el buey allá afuera, bajo el cielo nocturno y maldito, amarrado, con frío, con una expresión de hombre trastornado, y plagado de dolores y tortuosas enfermedades.
Y respondí: —Cualquier precio.




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