Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

Milena

(La Primera Sombra)

Las Tres Sombras

Conocí a Milena cuando tenía diecisiete años. Ella tenía dieciséis. Y recuerdo que la primera vez que la vi llevaba ese horrible uniforme gris de colegio. Me la presentó un amigo que teníamos en común, y después de ese encuentro empezamos a vernos más seguido. Con el tiempo resultamos enamorándonos. A esa corta edad se piensa que ese primer amor será el amor de toda la vida; pero casi nunca es así.

Recuerdo con nostalgia cuánta alegría me daba al verla, con su cabello rojizo suelto al viento, y sus ojos almendrados brillando como soles verdes en un rostro marmóreo y fino. Yo quería comprometerme rápido con ella, pero Milena por el contrario quería ser libre, experimentar, conocer. Y en su afán de locura, se llevó mis sentimientos a los abismos. Sí que sufrí durante nuestra relación, pensando dónde estaría, con quién estaría, qué estaría haciendo. Finalmente, después de unos años, decidimos terminar el noviazgo.


Sin embargo, durante muchos años ella siguió atormentándome, provocándome en cada encuentro (pues sabía que yo seguía enamorado de ella). Y cuando yo caía a sus pies, ella, con mirada triunfal, volteaba el rostro para evadir el beso, o ponía sobre mí otros hombres, humillando mi ego. Nunca quiso verme con otra mujer, pero tampoco me quiso a su lado. Estos dolorosos años hicieron que la amara y a la vez que la odiara con todas mis fuerzas.

Yo tenía veinticinco años cuando supe de su muerte, causada por un accidente de tránsito. La lloré como ninguna otra persona, aunque parte de mí descansó por fin de esa amarga dependencia. El saber que ya no estaba inspiró en mí satisfacción más que angustia, pues ya a esa edad la odiaba, casi tanto como a mí mismo.

Entonces, una noche tormentosa y de furiosos vientos, fui a su tumba con una rosa roja, y con profundidad le dije: -Descanso de ti, tormento de mis tormentos. Te amé y te guardé aprecio, pero ahora te guardo rencor, y por lo mismo te maldigo, y maldigo tu alma para que me vea con más mujeres. Te maldigo para que veas lo feliz que seré en el futuro, y tú, en cambio, recibirás el beso del gusano y la tela de la araña.
Después de dicho esto solté una carcajada senil, como invadido por un demonio, y volví a mi casa.

A los meses, llámese suerte o destino, conocí a una mujer hermosísima, completamente diferente a Milena. Su nombre era Luz. Después de un breve cortejo decidimos entablar una relación, y después de dos años decidimos casarnos. No miento al decir que ese fue el día más feliz de mi vida.

Luz se quejaba constantemente de mi falta de afecto hacia ella, pues yo no era muy expresivo. Sin embargo, omitía ese detalle por el infinito amor que me tenía. Yo me quejaba de sus celos, pero a menudo me sentía agradecido por la importancia que me daba. Los años que había sufrido bajo la fuerte seducción de Milena me habían hecho olvidar mi propia dignidad, y por lo mismo la importancia que yo podía generar.

Los primeros dos años fueron una verdadera luna de miel. Había olvidado a la difunta definitivamente, y ahora me entregaba sin dudarlo a las cuerdas del amor. Pero ya pasado el segundo año de matrimonio mi esposa cayó enferma. Con el tiempo empezó a palidecer, a temblar de fiebre y a sufrir mucho de sed. Hice llamar a todos los médicos que conocía, incluso médicos reconocidos; pero todos llegaron al mismo diagnóstico: «Daño al sistema inmunológico por causas desconocidas». Jamás había creído en el Todopoderoso, pero durante semanas le oré pidiéndole que salvara a mi amada esposa.

Pero ella no mostraba una mejoría duradera. A veces parecía rehabilitada, pues se levantaba de la cama con color en las mejillas, y se apresuraba a abrazarme y a besarme, y a decirme cuánto me amaba. Pero en pocas horas volvía a postrarse en la cama, enferma y pálida como el marfil. Ella decía que sentía como si un bloque de cemento le apretara el pecho, y a menudo se sentía sofocada, a tal punto que no podía respirar. Durante estos espasmos yo no podía hacer más que hablarle y tomarla de la mano.

Un día soleado a finales de septiembre ella se levantó muy animada, como si le hubiera vuelto la salud. Fuimos a los jardines tras la casa, y bailamos y cantamos. Yo le tomaba el rostro con cariño y la examinaba, y veía en sus pulidas facciones una salud recuperada. Entonces me puse muy feliz y la besé. Esa fue la última vez que estuvo de pie.

Mi amada Luz murió un 9 de octubre. No se supo la causa de su enfermedad. Fue la pérdida más dolorosa que tuve en mi vida. Y, aunque parezca una locura, en su funeral, mientras miraba la inscripción en su lápida, solo podía pensar en la infame Milena. ¿Por qué ella se venía a mi cabeza como si fuera una pesadilla? ¿Acaso no la había olvidado? Incluso alcancé a pensar que se burlaba de mi desdicha desde el más allá. Si estuviera viva lo hubiera hecho, así que no se me hizo extraño. Entonces la odié todavía más, aunque estuviera sepultada.

Pasaron los años, y a medida que esto sucedía, dos sentimientos se incrementaban: Uno era el profundo dolor que sentía por la pérdida de mi amada Luz, y el segundo el intenso odio que sentía por Milena. El solo acordarme de la eterna joven pelirroja (murió cuando todavía era joven), hacía que la sangre subiera a mi cabeza. El solo escuchar mencionar su nombre, aunque no se refirieran a ella, me hacía crispar los puños y apretar los dientes.

Cuando todavía estaba sumergido en estos hondos dolores, conocí a Lida, mi segunda esposa. No entraré en detalles de cómo ni cuándo empezamos nuestra relación. Nos casamos a los dos años y medio de habernos conocido. Mas no la amaba tanto como a mi querida Luz. Ella lo sabía, y aun así me amaba y hacía todo lo que estaba a su alcance para que yo la amara. Siempre lo intentó en vano. Yo deseaba amarla, pero no lo lograba. Aun así, nuestros días juntos fueron muy felices.

Pero, como si en mí pesara una maldición, mi querida Lida también enfermó. Los médicos, ya empezando a sospechar de mí, llegaron al mismo diagnóstico: «Daño al sistema inmunológico por causas desconocidas». ¿Qué había hecho para merecer eso? Al principio no encontré respuesta, pero la respuesta llegó antes de que mi querida Lida muriera.

Recuerdo que tanto Lida como Luz sufrían mucho de sed durante la enfermedad. Entonces yo les llevaba un vaso de agua cada dos horas. Ambas los tomaban con avidez, y al hacerlo, parecían entrar a una paz fuera del mundo. Pero esa paz duraba poco, y empezaban de nuevos los ataques respiratorios y los estrepitosos escalofríos.

Una noche de diciembre, cuando el cielo estaba repleto de estrellas y la luna menguaba, me di cuenta de lo que había sucedido con Luz y con Lida. Como ya era costumbre, llevé el vaso de agua a mi amada. Me senté en la cabecera de la cama y le mecí el cabello. Ella no se tomó el agua de inmediato. Entonces me levanté un momento, no recuerdo para qué, y cuando volví vi, asombrado y a la pálida luz de las estrellas, que una mujer pelirroja y traslúcida vertía unas gotas de algún espantoso brebaje rojizo en el vaso de mi amada. Poco después la mujer, vestida de sedas rosadas y con la piel lívida, desapareció. El agua siguió límpida, como si nada hubiera caído en ella, y mi mujer la tomó; eso fue lo último que hizo.

A menudo esa escena vuelve a mi mente. Aunque la vi por un momento, estoy seguro que esa mujer era Milena; quizás su fantasma. Ella había envenenado constantemente a las dos mujeres que me habían hecho feliz. Entonces supe que en mí pesaba la misma maldición que le había lanzado a mi antiguo tormento.
-«Te maldigo para que veas lo feliz que seré en el futuro, y tú, en cambio, recibirás el beso del gusano y la tela de la araña» -le dije. Pero de una maldición nada bueno sale. Ella sí me vio ser feliz; pero, irritada por mi alegría, se esmeró en arrebatármela, y lo logró. Nunca más tuve otra mujer.

De vez en cuando siento el cálido aliento de Milena en mi cuello cuando me acuesto. También siento su caminar por la casa, y su risa maliciosa cuando llegan a mí recuerdos de mis profundas pérdidas. A veces canta rondas infantiles y susurra frases inentendibles. Ahora que mi vida ha pasado por mis ojos, y ahora que sé que de ella jamás podré librarme, no puedo hacer más que resignarme a una muerte solitaria, cortesía del recuerdo de la mujer que amé, que maldije y a la que ahora tanto odio.




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