Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

El Jollín de las Brujas

(La Segunda Sombra)

Las Tres Sombras

«Cuando me busques aquí, amado mío, ya no me encontrarás;
pero encontrarás un presente en ‘nuestro’ salón.
Espero te sirva para calmar los tormentos que te acompañaron durante
estos años en los que estuvimos separados.
No olvides cuánto te amo.»

Diana.

Conocí a Diana por medio de un amigo cercano. Su profundo y suave tono de voz me hipnotizó casi de inmediato, pues era calmo y tranquilizante. Sus ademanes eran serenos, y siempre parecía estar segura de lo que decía.


Después de cuatro años de noviazgo, Diana y yo decidimos casarnos. Ambos sabíamos que podríamos sobrevivir con mi trabajo de cobrador y de su música. Ella era profesora de violín en un claustro a las afueras de la ciudad. Por petición de las religiosas, decidimos mudarnos a la abadía al año y medio de casados.

Ya en el convento empezaron los conflictos. Los intelectos de mi amada y los míos eran completamente opuestos. Yo tenía grandes estudios, y mi fe era poderosa como tormenta. Estaba muy apegado a un ser supremo, y mis creencias eran fundamentadas. Aun así, es bien sabido que cuando uno está enamorado desea involucrarse en los asuntos de su pareja, y moldea los gustos personales a los de su amor. Además, al estar sujeto a oníricos pensamientos, a mi amada no le quedaba nada difícil destrozar mis afirmaciones. Diana era poderosa de mente y su erudición era gigantesca, pero sus gustos eran extraños, incluso siniestros. Se aferraba a la oscuridad, a lo oculto, a lo enigmático. Sus libros eran antiguos volúmenes de textos apócrifos y corrompidos, y a menudo se dejaba llevar por la metafísica.

Estos gustos también los reflejaba en su obra. Docta en música, siempre se guiaba por las notas misteriosas. Cuando la abadía dormía, y la luna y las estrellas iluminaban de plata los amplios salones de las torres puntadas, mi amada se dejaba llevar por sus deseos, y entonaba melodías dignas de una iglesia espectral. Yo simplemente me dejaba guiar por tal música, y a menudo, cuando Diana terminaba, era yo quien estaba empapado de sudor, quizás por el miedo o por el fervor; aún no lo sé. Ella, por el contrario, ni siquiera realizaba una mueca. Simplemente guardaba su rojo y barnizado violín y me miraba con ese brillo melancólico de sus ojos azules. Nunca, por lo menos que yo recuerde, vi expresión de furia o temor en el rostro de mi amada. Siempre parecía apacible, calmada y metódica. A veces pienso que ni siquiera era humana.

Con el tiempo, y sin desearlo, me fui sumergiendo cada vez más en su música maligna, olvidando por completo mis antiguos pensamientos. Al mismo tiempo, un deseo aborrecible de furia me invadió, pues poco a poco mi ser fue atado a sus enseñanzas, haciéndome olvidar mi fe y mi religión. Además, su inexpresivo tono de voz me exacerbaba. Por todo esto, (y espero que Dios me perdone), empecé a ansiar el momento de su muerte para sentirme libre de esa oscura abadía y de su diabólico entorno. Pensé que con su muerte podría volver a mi fe y al camino del bien.

Ella sabía que la odiaba, pero nada decía, y en vez se dedicaba más a mí. Se puede pensar que deseaba que la amara, pero yo la conocía, y estoy más que seguro que lo hacía solamente para atormentar mi perturbado ser. Ella sabía que, de manera extraña, tenía mi voluntad atada a su genio y a su obra. La detestaba, pero no podía dejar de escuchar su música, ni tampoco podía separarme de las horribles hojas de sus abominables libros. Quizás esa dependencia fue la que me llevó a sentir tanto odio.

Hubo una melodía en especial que mantenía mi ser preso a su voluntad. Ella la llamó «El Jollín de las Brujas». Era una melodía en verdad perversa, aunque elaborada, y cuando la tocaba en el salón principal, las paredes hacían rebotar las notas como si no las desearan, lo que causaba una acústica excelente. De por sí tocaba El Jollín en las noches de tormenta, así que a menudo un rayo imperioso iluminaba el salón, y también la iluminaba a ella, que no dejaba de tocar el siniestro violín. Cuando esto pasaba su imagen parecía la de un fantasma, la de un alma en pena que busca consuelo en notas tenebrosas. Esto me estremecía, pero no podía vivir sin tal sensación.

Ahora bien, el mes de agosto las religiosas decidieron hacer un viaje a uno de esos santuarios que quedan en lugares remotos. Solo mi mujer y yo nos quedamos en la abadía. Dos días después del viaje de las religiosas, una furiosa tempestad cubrió todo el cielo. Entonces me dispuse a escuchar a Diana. Ella, calmada como siempre, subió hasta el salón principal, conmigo detrás como si fuera su mascota en vez de su esposo. Cuando ya estuvimos arriba ella empezó a tocar su violín, y me hundió en un extraño frenesí.

Entonces, con pensamientos contradictorios y violentos, me acerqué a ella, presto a matar. Diana, consiente de mi odio, siguió tocando para atormentarme. No había más sonido que el de sus terroríficas notas. Un dije de plata le brillaba en el cuello, y el cabello negro y liso se le veía lustroso a la luz de las lámparas empotradas en las paredes del salón.

Pero cuando ya estuve frente a ella me sentí incapaz de ponerle las manos encima. Ella no me miraba. Simplemente mantenía los ojos cerrados y meneaba la cabeza mientras sentía el violín en su mentón. Así que, temblando por las notas y con los brazos colgantes, permanecí frente a ella, inmóvil como el grabado de un muro.

La melodía finalizó. En el dije pulido alcancé a ver mi pálido rostro de ojos rojos, como si estuvieran inyectados de sangre. Ella, con la misma expresión de tranquilidad, guardó el violín en su estuche negro y bajó las escaleras con paso solemne; consiente de que su marido estuvo a punto de matarla.

Pero, como si en mí pesara una maldición, mi querida Lida también enfermó. Los médicos, ya empezando a sospechar de mí, llegaron al mismo diagnóstico: «Daño al sistema inmunológico por causas desconocidas». ¿Qué había hecho para merecer eso? Al principio no encontré respuesta, pero la respuesta llegó antes de que mi querida Lida muriera.

Yo la seguí por las escaleras hasta el cuarto. Ya allí, ella simplemente me deseó una feliz noche, me dio un beso en la frente y se acostó. Su tranquilidad me enervaba cada vez más. Permanecí sentado por varias horas frente a la cama, tomándome la palpitante cabeza y viéndole el rostro inflexible hundido en un sueño que parecía profundo. Su respiración era constante. ¿Cómo alguien puede dormir frente a una persona que desea asesinarla? ¿Cómo dormía frente a un hombre que la detesta?

Entonces, incapaz de aguantar más mi trastorno, saqué el violín del estuche, reventé una de las cuerdas y me acerqué a mi esposa. Cuando me puse sobre ella tenía los párpados abiertos, y clavaba sobre mí su mirada azul; pero no mostraba temor.
-Puedes hacerlo, mi amado -me dijo con voz melódica y profunda-; pero nunca te librarás de mi música. Yo no te odiaré por quitarme la vida, pero tú me odiarás siempre porque mi música te enloquecerá. Mis melodías jamás saldrán de tu cráneo, amado mío, y te atormentarán por el resto de tus días, recordándote que mataste a quien tanto te amó.
Yo nada dije. La tormenta seguía y el sonido de las gotas sobre las ventanas era lo único perceptible en la abadía. Mis manos temblaban de ansiedad y mi frente estaba enjugada en sudor.
Ella, sin temor, y al no escuchar respuesta de mi parte, levantó la arrogante cabeza y mostró su delicado cuello, adornado por la plata. Así me invitó a que la ahorcara… y así lo hice.

Enterré a mi amada en los patios traseros del claustro, bajo la lluvia y entre el barro. Después subí a mi cuarto con increíble serenidad, me puse mi ropa de dormir y me cobijé hasta el cuello. Quizás era por mi estado de locura, pero dormí más tranquilo de lo que lo había hecho durante mis años de matrimonio.

Al día siguiente me levanté temprano. El sol iluminaba los cielos y el viento era cálido y dulce. Con gran tranquilidad tomé mis pertenencias y las de mi difunta esposa, las empaqué y dejé una nota a las religiosas diciendo que asuntos urgentes nos habían hecho volver a la ciudad. Les agradecí por esos años de atención, y me fui.

Sin embargo, no volví a mi ciudad natal. En vez, arrendé un pequeño apartamento en una ciudad donde era un completo desconocido. Inicié una nueva vida, tomé un buen empleo y me dispuse a descansar de los negros años pasados y de la oscura abadía.

Después de unos meses, mis noches tranquilas cesaron y empezó mi verdadero suplicio. Mis noches se tornaron largas, y la imagen de mi amada tocando el violín se me hizo muy frecuente. Esas horribles visiones se volvieron cada vez más claras, hasta que ya no pude olvidar la maligna melodía que mi amada había tocado para mí en su última noche. La escuchaba todo el día: En mi trabajo, en mis descansos, en mis sueños. No cesaba, y esos finos movimientos cada vez subían más de volumen, al punto de que a menudo gritaba o hablaba muy fuerte para acallar las notas en mi cabeza.

Al principio, y era de esperarse, todos pensaron que estaba sufriendo de alguna enfermedad auditiva; pero no me estaba quedando sordo. Era simple: La melodía de la difunta subía de tono de vez en cuando, como si tuviera puestos unos audífonos. En uno de estos extraños lapsos le grité a mi jefe, que consideró que mi despido era necesario; pues como era cobrador, no podía tratar a los clientes a los gritos.

Sin poder conseguir un nuevo trabajo, me vi obligado a volver a la casa de mis padres, a mi ciudad natal. Me hice exámenes médicos, pero mis oídos estaban perfectos. Sin embargo, esa horrible música no cesaba. ¡Nunca se detenía! Mis noches se volvieron insomnios constantes, lo que causaba soñolencia por el día. Conseguí algunos trabajos temporales, pero por el mismo agotamiento y deterioro tuve que renunciar a todos.

Aun así, logré aguantar esta situación casi tres años. Nunca me arrepentí de mi cruel acto, aunque a menudo recordaba su cuello enrojecido por la cuerda de violín, y veía sus ojos azules, sus cabellos negros y el dije de plata. Su rostro, siempre frío, se fosilizaba en mi cabeza con frecuencia. Mas la imagen que más me llegaba a la mente era la de ella tocando el violín entre las lámparas, en el amplio salón de la abadía, en medio de rayos y truenos. ¡Y esa maldita música no cesaba! Ese horrible Jollín se volvía insoportable, y subía de tono hasta opacar mi propia voz. ¡No lo podía tolerar más!

Así que, llevado por un trance y una crisis nerviosa, subí una noche a mi auto y conduje como un loco hasta el claustro. La noche era lluviosa, tal y como la noche de mi infamia. Llegué a la abadía y le pedí a una religiosa que me dejara entrar. Ella se atemorizó por mis gritos, pero me dejó pasar. La música cada vez se hacía más intensa, y me pareció por un momento que esa tocata espantosa iba a hacer estallar mi cráneo de un momento a otro.

Entonces llegué a los patios traseros, pala en mano, y, a la vista de las atónitas religiosas, empecé a cavar para encontrar el cuerpo de mi difunta esposa. Creo que algunas religiosas me pidieron que me fuera, pero yo solo podía escuchar El Jollín, que se intensificaba a medida que me acercaba a su compositora.

Cuando finalmente sentí golpear algo con la pala, empecé a escarbar con mis manos. Creía que si confesaba mi delito la música cesaría. ¡Cómo odié a mi esposa! Seguí escarbando. Esperaba encontrar sus podridos huesos y sus vestidos harapientos; pero en vez encontré una cajita con una simple nota. La misma nota que cité al principio. Creo que es prudente citarla de nuevo:

«Cuando me busques aquí, amado mío, ya no me encontrarás;
pero encontrarás un presente en ‘nuestro’ salón.
Espero te sirva para calmar los tormentos que te acompañaron durante
estos años en los que estuvimos separados.
No olvides cuánto te amo.»

Diana.

Quedé petrificado, aterrorizado de encontrar un escrito en vez de encontrar el cuerpo de Diana. ¿Acaso ella había dejado la nota allí antes de morir? ¿Acaso la enterré viva? No, no era posible. ¡¿Entonces dónde estaba Diana?! Ya habían pasado tres años. ¿Acaso sus huesos habíanse vuelto polvo? Imposible. ¿Acaso sus huesos habíanse unido de nuevo para revivirla? ¡Qué locura!

Apenas acabé de leer y releer la carta, volvió a mi cabeza la terrible música. ¡Dios mío, otra vez esa música! Entonces, bajo la atenta y asombrada mirada de las religiosas, y bajo las frías gotas de lluvia, me tapé los oídos, intentando no escuchar más El Jollín de las Brujas; pero me era imposible, pues estaba en mi cabeza, tal y como ella lo había dicho antes de que la ahorcara. ¡Maldita sea mi difunta esposa y maldita sea su obra que nunca acaba!

Con el mojado cabello pegado al rostro y arrodillado en el fango, miré mis manos y vi que tenía sangre sobre las yemas de los dedos. Mis oídos ahora sangraban. Frenético, subí corriendo la escalera en caracol hasta llegar al salón principal. No había más luz que el blanco destello de los rayos rutilantes. Entonces busqué el «presente» que Diana mencionaba en su enigmática carta.

Cuando me acerqué a la silla verde donde siempre me sentaba a escucharla, me pareció ver a la luz de un rayo una imagen negra, una sombra femenina recortada contra el destello blanco y momentáneo de la ventana frente a mí. Sostenía en una mano un violín, y con la otra señalaba hacia el techo. Pero la aterradora sombra desapareció en seguida, apenas el rayo se apagó y las tinieblas volvieron al salón. Casi al mismo tiempo un trueno azotó las nubes grises y retumbó como un eco cavernoso en el recinto.

Miré hacia arriba, hacia donde el espectro había señalado. Allí vi el macabro «presente» que mi antigua amada me había dejado después de muerta. Amarrada en una viga a modo de horca, una cuerda de violín pendía de forma fantasmal, como mecida por una mano invisible. Por extraño que parezca, supe de inmediato que con esa misma cuerda había matado a mi mujer.
-Así que quieres calmar mis tormentos -dije al viento, mientras la música se hacía más y más fuerte, y por mis oídos goteaba la cálida sangre. Entonces, bajo lo que yo denomino voces y cánticos de hechiceras excomulgadas, corrí la silla hasta que estuvo bajo la cuerda, miré con detenimiento mi patíbulo y me ensimismé, como si una calma repentina reposara en el aire, ajena a la tormenta y a mis terrores. Descansé entonces al pensar en el suicidio, y sentí una paz grande, muy grande, pues supe lo que tenía que hacer…




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