POEMAS
Pequeños duendes me han descrito a la mujer como un hermoso paisaje. Es por lo mismo, querida niña, que ahora te veo como mi paraíso. Todo empieza con unas puertas de rejas doradas que pueden simbolizar la entrada a tu corazón. Después de ingresar, solo el más fuerte puede sobrevivir allí, erigir castillos y ciudadelas, y aguantar las desconcertantes hambrunas producidas por los eternos inviernos que se engendran y se extienden por tus caprichos y tus desdichas.
Muy bien, allí hay montañas enormes, lagos puros, ríos caudalosos, un sol prominente y una luna desdeñosa. También hay volcanes furiosos, colinas sin hierba, cementerios interminables y mausoleos espléndidos. Y hay vida: Flores purpúreas que se riegan como una alfombra por hectáreas interminables, árboles frondosos y animales majestuosos, como por ejemplo mariposas enormes y azules, y panteras de ojos verdes.
Ahora bien, mi travesía por tal paraíso se remonta desde que te conocí, mi eterna amada. Mi alma pareció ser succionada por esos grandes ojos, hasta posarse frente a las rejas que dan ingreso a tu corazón. De una manera que no vale la pena citar, logré entrar, y conocí todo lo que tu mente creaba.
Caminé por eterno tiempo entre las soberbias montañas que producían tus inseguridades y tus desconfianzas. Las mismas brumosas montañas que formaban los muros que te protegían y te calmaban. Y logré traspasarlas después de conocerlas todas. Llegué a bellos prados, soleados por tu felicidad y tu amor, y me bañé en los lagos que causaban tus lágrimas de alegría. Calmé los ríos que tu melancolía y tu amargura embravecían, y pude navegar por ellos sin problemas. Y después fui a la parte más austral de tus sentimientos, donde el caos dominaba.
Allí fue donde mi prueba empezó. Me interné en parajes dignos de Dante. Vi interminables camposantos en donde se sembraban cuerpos en vez de espigas. Allí, de las almas atormentadas que fueron destrozadas por tu corazón, emergían gusanos impíos y larvas de mortificaciones pasadas, de amores fallidos. ¿Acaso acabaré así, como un impúdico cadáver que tendrá por descanso un sarcófago estrecho y por manto una tierra seca? Y temí por eso.
Seguí subiendo por accidentadas pendientes, y dudé más al llegar a tus furiosos volcanes, levantados por tus rencores y tus amarguras. Y temí quemarme con la lava que salía de las negras bocas de las melladas montañas, como sangre producida por tu venganza y por tu soberbia. Una sangre calentada en los hornos de tu envidia y de tus celos. ¿Acaso moriré condenado entre esa ardiente lava o cocinado entre esas enormes calderas?
Y vi, en colinas más altas y más áridas, mausoleos con estatuas labradas. Tales panteones marmóreos tenían almas enterradas en vida: Hombres que lograron hacer mella en tu corazón, pero que pagaron el precio al ser sepultados cuando todavía respiraban. Hombres que te hicieron daño, pero que no lograron hacerte hincar. Algunos eran astutos y orgullosos, como yo, pero otros tontos e insulsos.
Allí, mi amada, nunca llegaba la luz del sol ni el brillo pálido de la luna. Allí solo brillaban estrellas con debilidad. Allí la noche era eterna, pues era tu pensamiento más oscuro y sombrío, aunque inactivo; pues ya nadie te hacía daño para ese momento. Allí las estrellas simbolizaban las inalcanzables esperanzas formadas por esos desdichados enterrados, esas almas encerradas en las criptas. Casi todos esos tristes anhelos consistían en nunca haberte conocido.
Sin embargo, hubo un recinto en especial que llamó mi atención: Un hipogeo vacío, custodiado por gárgolas aladas y siniestras, y con un rótulo sin nombre, pero con la fecha actual. ¿Acaso ese sepulcro está destinado para mí alma? ¿Acaso me enterrarás prematuramente como si sufriera de una horrorosa catalepsia? ¡Respóndeme, amada mía!
El desespero me tomó y me ahorcó, sofocándome. Pero seguí hacia el sur, hasta las montañas ennegrecidas y lejanas, buscando de nuevo la luz de tu felicidad y de tu alegría. Así que seguí caminando, subiendo y bajando colinas cargadas de lápidas sin nombres que simbolizaban tus amados anónimos: Hombres que estaban o están enamorados de ti, pero que nunca se atrevieron a salir a la luz por miedo a un rechazo. Los hombres que prefirieron verte como una estrella inalcanzable, y que se alimentaron de sus fantasiosas esperanzas, como quien se alimenta de su propia carne cuando no tiene nada más que comer. Los mismos hombres que, sin saberlo, dilapidaste bajo esas colinas cargadas de huesos y almas sin nombres.
Supe entonces que una parte de la mujer simboliza un infierno, los profundos socavones de la desdicha, los embriagantes perfumes del dolor; pues una mujer puede bañar al hombre en un dolor más penetrante que lo físicamente posible. La mujer puede ser la perdición de una mente débil, de un corazón entregado y de un alma bondadosa pero inocente.
Pero, impulsado por los deseos de dominar por completo tu corazón, logré salir de la eterna noche de tus desdichas, de la fría cúpula de estrellas sin alegría, de entre los cuerpos embalsamados por tus recuerdos, de los cráteres de tus heridas pasadas y de las azarosas maldiciones producidas por tu indescriptible belleza. Y salí de nuevo a que el amoroso sol me abrazara con su calor, y tibiara mi azotada espalda y mi adolorida y atormentada mente.
Entonces vi las hermosas praderas herbosas que se abrían por tu felicidad. Entré a un sopor a causa de los dulces aromas de las flores púrpuras que siempre te identificaron, y que allí parecían multiplicarse por miles. ¡Oh hermosas flores púrpuras! El color púrpura siempre fue el color imperial en la antigua Persia, puesto que el pigmento para crear esas mantas era escaso y muy costoso. Por lo mismo, el púrpura era, para mí, el mejor regalo para mi reina.
Ahora bien, aletargado por ese hermoso color, digno de las más bellas hadas, conocí el brillo del sol, producido por tus ojos cuando se cristalizaban al verme el rostro. También vi el brillo blanco de la luna, generado por el esmalte de tus dientes cuando sonreías. Y, aunque sufrí los inviernos de tu desaprobación y de tu indiferencia, creé ostentosas fortalezas en tus primaveras, y desde allí te defendí de los malos hados y de las dañinas insignias que provenían de paraísos ajenos, de personas externas y extrañas. Y construí ciudades donde los hombres eran mis oníricos pensamientos, y las mujeres creaciones majestuosas de mis sentimientos. Esos aldeanos cultivaron deliciosas cosechas que florecieron en tu fértil corazón.
Pero bajo tu felicidad también hay almas que sufren, pues los mundos producidos por la mujer son impredecibles e inexplicables. A esto me refiero cuando conocí, bajo el sol que flama por tus complacencias, los palacios coloreados de tus locuras, edificados en prados azules, (pues tu enajenación no tiene lógica). Esos palacios, de cúpulas conopiales como los recintos de los sultanes, tenían colores vivos: Amarillo, azul, rojo, verde, etc. Y estaban repletos de espejos. Había allí cristales que mostraban esbeltas figuras de lánguidos personajes: Hombres que habían salido bien librados de tus inocentes perfidias. Pero en cambio había otros espejos que deformaban los reflejos. Estas grotescas imágenes se daban a causa de tus planeadas falacias, de tus pícaras y malévolas travesuras. Esos tristes reflejos, encerrados en espejos de labrados marcos, solo deseaban reflejar la realidad, y no la imagen que tú habías impuesto en ellos. Eran pobres y humillados hombres, vestidos como bufones amarillos de sonoros cascabeles, que habían caído a tus pies, enamorados y sumidos a tus deseos de juego y pasatiempo.
Sin embargo, después de jugar con tu peligroso naipe de amor, y salir bien librado de un ajedrez formado por tus amenazantes diversiones, sembré, en medio de tu soleada y cálida primavera, árboles de sinceridad que daban frutos de confianza y descanso. Construí en tu alegría iglesias y mezquitas, y templos y monumentos; todos solo para adorarte. Y subí a la montaña más alta de tu alma y enarbolé mi estandarte de amor, también purpúreo (pues soy rey de esas tierras, ya que las conozco mejor que nadie).
Yo volví del infierno de tu corazón, y conocí los reflejos de tu locura, el cielo de tu felicidad, el tormento de tus imprudencias, el caos de tus acciones, la pureza de tus sentimientos, los espejos de tus confusiones, el furor de tu pasión, el calor de tus primaveras y el hielo de tus inviernos. Nadie nunca me quitará esa poderosa corona, pues por más que cuentes tus pérfidas historias, nadie las vivió como yo, ni las vio como yo, ni las sintió como yo. Así me quiten la cabeza, querida niña, seré un decapitado coronado; un cráneo vacío de pensamientos, pero con un airón forjado por la historia de tu vida. Seré el guerrero y protector de tus paisajes vulnerables. Seré el poderoso Cerbero de tu alma y el dueño de tu recuerdo.
Sin embargo, me pregunto cuánto durará mi reinado en tales mundos. Aunque estas tierras son más mías que tuyas, (pues las conozco mejor que tú), todo lo que empieza debe terminar. No sé si el final de mi imperio está próximo, pero a veces sufro de horribles pesadillas, y sueño descender a la negrísima Siberia de tus amarguras, y me despierto cuando me veo viviendo en el ennegrecido cielo de tus olvidos. ¡Qué siniestra y apocalíptica alucinación! Temo por mi redención, y temo quedar encerrado e inerte entre las paredes de una casa terrorífica, emparedado como un cuerpo que un mórbido asesino debe ocultar.
Por todo esto, prefiero que me expulses y me exilies, mi amada, de tus mundos, a una Antártica fría, yerta y lejana, antes de que me entierres en la cripta oscura y tenebrosa, como un muerto que nunca supo vivir; como un vivo que siempre estuvo muerto.