Juan Esteban Peláez

POEMAS

LA CANCIÓN DEL JUEGO

Sumergido en su propia opulencia, el hombre actual ha mermado el poder de sus propias creencias a tal punto de desafiarlas. Hago esta afirmación porque los jóvenes actuales, y me incluyo, nos creemos omnipotentes, y, por actos de rebeldía y ego, aclaman más al Diablo que a Dios. El desafío a Dios se volvió común, y esto se dio por los inmensos avances científicos y tecnológicos que hacen casi todo posible.

En nuestra rebeldía y osadía, falseamos la existencia del Redentor por medio de los conocimientos que a nuestros ojos se han presentado en los últimos dos siglos. Siendo un experto en matemáticas y física, también actué así. Ya no me daba miedo negar los poderes teológicos. Por lo mismo, al olvidar el miedo a Dios, olvidé al Demonio.

Es muy común que los gustos perversos dominen varias mentes. Los placeres horribles y las acciones provocadoras son frecuentes, a tal punto de intentar ser ocultistas sin lograrlo. Ahora es fácil identificar una persona con estos gustos con solo mirarla de lejos. Pero parece ser que la persona en sí se jacta demostrando su «bravura», su valentía y su falta de temor al que llaman «Todopoderoso».

Ahora bien, todo esto fue citado porque así era yo. Amante de la oscuridad, del color escarlata del líquido que corre por nuestras venas, y de las insignias engendradas por el Mal. Me hundí en mi orgullo y me alimenté como un alma en pena de mis propios conocimientos. Lo tenía todo: Una reina que dominaba mi alma, unos amigos que se asemejaban más a sombras, una familia prominente y decente, dinero por doquier, etcétera.

El único pequeño inconveniente era que mi amada sufría una extraña enfermedad muy dolorosa. Su cuerpo no había asimilado bien los síntomas, y por lo mismo, se sumía en la cama constantemente. Los días anteriores a mi tragedia no pude ir a verla por cuestiones laborales; y ahora me arrepiento.

Mi rutina perfecta culminó cuando llegó mi muerte y los Ángeles, airados por mi desafío mortal, me ordenaron bajar por una escalera abovedada hacia el umbral del Infierno. El aire estancado era bochornoso, aunque todo estaba oscuro y no había fuegos alrededor. Bajé a tientas hasta ver el rótulo hecho trizas del portón de las tinieblas. Las lúgubres rejas estaban abiertas de par en par, y como llevado por un impulso enigmático, seguí un camino azotado por quién sabe qué maleficio, hasta llegar a una choza miserable.

Entré y llegué a una cámara no muy grande. En el medio de la cámara había dos sillas y una mesa. Las sillas eran de madera negra, bien labradas y con tallados elaborados. La mesa tenía el mismo porte, pero su superficie era de un barniz rojizo que me cautivó. Y, sobre la mesa, había un ajedrez hermoso de fichas marfiladas y lacadas. El tablero relucía sobre la superficie roja de la mesa, y las fichas, con formas humanas, parecían aletargadas, iluminadas por una lámpara que pendía de forma tenebrosa sobre la mesa, lanzando un brillo amarillento y podrido.

Llevado por mi curiosidad y un sentimiento indescriptible, me senté y detallé el ajedrez. Y, mientras lo hacía, sentí un aire cálido en mi rostro. Levanté la mirada y lo vi. Aun así, no titubeé, y le sonreí.
-¿Jugamos? -preguntó.
Acepté de inmediato, puesto que me había vuelto un maestro del ajedrez.
-Primero mira tus fichas -me pidió el Diablo.
Miré las fichas blancas, las mismas con las que debía jugar, y vi, para mi sorpresa, que todas tenían mi rostro. La torre era una hermosa edificación con una figura de mi persona en la cima. El caballo era un jinete con mi rostro. El rey era yo con una corona. Los alfiles eran mi figura vestida como un sacerdote (lo que me causó gracia, al igual que al Demonio). Los peones eran figuras de mí mismo, pero hincados y con la cabeza baja. Pero mi reina no tenía rostro.
-Ahora mira las mías -me pidió.
Las miré y me petrifiqué del temor. Las torres y los caballos tenían las imágenes de mis familiares. Los alfiles mis más preciados amigos. Los peones personas conocidas que apreciaba. La reina era la imagen de la mujer que amaba. Su rey… sin rostro. Así empezó la canción de «El Juego»:

-Ficha que salga del tablero, alma que es tragada por los socavones del Infierno -me aseguró, desdeñoso y tramposo.
Me levanté de inmediato, ofuscado y temeroso. -¡Entonces no jugaré! -increpé.
-¿Acaso piensas perder?
-¿Y si no quiero jugar?
-Quedarás entre estas llamas -añadió-. Solo si me ganas te ganarás el perdón de Dios, además de tus alas blancas.
Así que, resignado, asentí. –¡Que sea así! -exclamé furioso-. No perderé, y te ridiculizaré -añadí.
Pero el Demonio solo sonreía, y nada respondía.

Me es imposible describir el dolor que me causó efectuar jugada tras jugada. El Diablo en verdad parecía ser un principiante de vez en cuando, y muchas veces dejaba fichas sin protección, simplemente para ver mi rostro de dolor al sacarlas del tablero. Cada vez que esto sucedía, un grito lastimero invadía todo el recinto, como proveniente de hondas y negras catacumbas; y la voz era, sin lugar a dudas, la misma que la de la persona eliminada del juego.
-¡Qué horrible juego es éste! -exclamé incontables veces.
Pero el Demonio solo sonreía, y nada respondía.

Entonces, después de movida tras movida, y de dolor tras dolor, el Demonio y yo llegamos a un horroroso punto, un doloroso fragor, en el cual, entretejidos en ardua batalla, tenía una posibilidad de salvación. Pero, para recibir la tan anhelada redención debía matar a la reina del Diablo, a la princesa de mi corazón.
-¡Te maldigo! -le exclamé al verme encerrado.
Pero el Demonio solo sonreía, y nada respondía.

¡Qué horrible situación! Allí estaba, frente a mí, una ficha con su rostro, un significado de su alma. ¿Cómo el Diablo podía jugar así con las almas de mis amados simplemente para condenarme a su dominio y a sus brasas? No recuerdo cuántas injurias le grité al Demonio, pero éste solo sonreía, y nada respondía.

Los minutos se volvieron horas, pero no me atrevía a mover mis fichas. Solo era manejar mi caballo para darle muerte a su reina, a mi amada querida. Pero la amaba con pasión. No deseaba que su bondadosa alma siquiera viera esos horribles pozos que genera la locura del Infierno. Me era imposible sacrificar su alma para salvar la mía. ¡¿Qué hacer?! Me levanté, injurié al Demonio, me volví a sentar, me tomé la cabeza, sudé, blasfemé, me sobé la frente, me volví a levantar, me volví a sentar, apreté los dientes, crispé los puños, busqué otra salida; pero supe que nunca la hallaría.

Entonces supe que mi error no había sido jugando esa partida, sino antes, en vida, cuando olvidé las fuerzas inexplicables, y olvidé la maldad del Ángel Caído, el creador de la envidia. Llevado por mi orgullo y mi razón supuse que el Diablo no era real, y que era un cuento para asustar. Incluso pensé en que era mejor reinar en el Infierno que servir en el Cielo. Pero en el Infierno se gobierna por el miedo y la desesperación. ¿Cómo olvidé que la maldad nos cobija a todos, y de ella nada bueno sale? ¿Por qué llegué a pensar que sería la mano derecha del Demonio, cuando éste no es más que un miserable traidor que no tiene clemencia por nadie y no sabe qué es la amistad o el amor?

Así que, llevado por mi infinito amor hacia mi querida princesa, tomé mi rey y lo acosté sobre el tablero, aceptando mi derrota y mi condena a esas hórridas tierras. Pero, para mi sorpresa, escuché un grito desesperado que emergió del tablero de ajedrez. Miré hacia la mesa y vi que la ficha marfilada y negra con la figura de mi amada sollozaba, arrodillada y arrepentida. Se cubría el fino y tallado rostro con sus manos, como si intentara ocultar la honda congoja que le dio al verme perder la partida.
-¡¿Por qué te has rendido, amado mío?! -exclamó furiosa y desdichada.
-No puedo condenarte -balbuceé a la pieza negra, sorprendido.
-¿Acaso no lo entiendes? -me preguntó aterrada y desesperada-. ¡Yo ya estoy condenada! -añadió con desesperanza.
Entonces supe el por qué mi reina no tenía rostro: Ya no estaba viva; ya estaba muerta. Supe que la enfermedad había hecho presa a mi amada, y ella habíase convertido en un delicioso cadáver, en un maligno señuelo. Ella había sido la única ficha condenada desde el inicio de la partida, y por ella me había sacrificado. Un placer envenenado, una malsana movida.

-¡Ahora tienes todas las almas de los que amo: Mis amigos y mi familia, el alma de mi amada, además de la mía! ¡¿Qué más quieres, maleficio encarnado y vertedor de la desdicha?! -le grité, condenado y sumido a las horrorosas Vampiras. Y lo maldije, y sigo haciéndolo, por el resto de mis infinitos y ennegrecidos días, con mi alma atormentada, enjugada, adolorida y destruida.

Pero el Demonio nunca prestó atención, y no se apiadó; pues al escucharme solo sonreía, y nada respondía.




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