Juan Esteban Peláez

CUENTOS

Obra de Zdzislaw Beksinski Obra de Zdzislaw Beksinski

Los Jardines Rojos

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

¡Vampirismo! ¡Vampirismo! ¡Vampirismo! Los Vampiros son en verdad un tema enigmático, misterioso y fascinante. He estudiado las historias de los Vampiros por años. La de Elizabeth Bathory es una de mis favoritas. Es increíble que la vanidad de una Condesa pueda llegar a tales extremos. La Condesa Elizabeth asesinaba a sus criadas para llenar sus tinas con sangre. Esto lo hacía porque ella, por algún misterio, llegó a pensar que la sangre era lo que preservaba la belleza.

Pero la fantasía llegó con Bram Stoker y su gran obra Drácula. Podemos citar también a alguien más contemporáneo, como Anna Rice. Y así podría llenar hojas enteras sobre hermosas historias Vampíricas que, aunque antes eran ocultistas, ahora son comunes.

Todo esto lo cito porque a menudo doy rienda suelta a mi imaginación. Más joven sufrí de lo que podemos denominar «Vampirismo Psicológico». Mi vida volvióse netamente nocturna, y empecé a amar el mundo gótico. Confesaré que bebí el líquido rojo, pero mentiría si digo que sabe mejor que un jugo de mora.


También empecé a frecuentar bares oscuros, escuchar música estridente y conversar con personas que tenían gustos semejantes. Me dejé crecer el cabello y me compré unos lentes de contacto amarillos; aunque casi nunca me los ponía por la incomodidad. Pero esa época poco a poco fue cambiando, mas no mi pensamiento. Aunque dejé de actuar de la manera ya mencionada, no dejé de fascinarme por las historias de Vampiros.

Ahora, si los Vampiros fueran reales la situación sería un verdadero problema, pues se acabaría ese misterio que los envuelve. Serían temidos como un asesino y no como un enigma, o perseguidos como panteras en vez de ser perseguidos como fantasmas. Sin embargo, yo buscaba cualquier pretexto, símbolo, acción, metáfora o imagen para atar mi obsesión hacia el ocultismo con la realidad. Y, de ese intento de unir dos mundos, nació la aventura que aquí voy a relatar.

Primero debo aclarar que, aunque poseo gran imaginación, también tengo una gran lógica, y no dejo que la fantasía nuble la realidad con facilidad. Y, sin embargo, después de mi primera y última visita a la mansión, no hago más que suspirar para que los casuales invitados me escuchen, y evito a toda costa mirar hacia abajo, hacia la hierba, para no encontrar la imagen que alimenta mis pesadillas, aun cuando todavía estoy despierto. Evito una hórrida y turbia visión que torna azarosos mis pensamientos y hunde mi alma en amargas sensaciones.

Bien, conocí a Lucía en una conferencia sobre historia Eslava. Cuando la vi sobre la tarima, con ese cabello blondo y esos ojos verdes como esmeraldas, me sentí desfallecer. No quiero parecer un conformista, mucho menos un resignado, pero Lucía es de esas mujeres inalcanzables, las mismas que saben que son hermosas y que, por lo mismo, son perdonadas de cualquier infamia.

Sus ojos brillaban con fervor mientras hablaba de un tema que dominaba a la perfección; pero en esas mismas lagunas verdes había una luz de entera experiencia. Sus ojos verdes parecían haber visto siglos completos. Mas no eran solo sus ojos los que delataban la extrema astucia que poseía, pues su voz era segura, aunque dulce y tranquilizante. Su cuerpo, en cambio, era juvenil, voluptuoso y provocativo, como ese tentador manjar que el Demonio deja a los Ángeles en el umbral del Infierno para después engullirlos.

No alargaré la historia contando todos los detalles de cómo nos conocimos. Simplemente nos empezamos a ver con frecuencia, pues ambos compartíamos muchos gustos. Y yo, dando rienda suelta a mi creatividad, siempre la comparaba con las Vampiresas que relataban las historias antiguas. ¿Y cómo no hacerlo? Lucía tenía todas las cualidades: Era hermosa, astuta, ingeniosa, inteligente, culta, educada y adinerada. Era la mujer perfecta, y se jactaba cuando la comparaba con una Vampira, pues se sentía halagada. Recuerdo que sonreía y se pavoneaba cuando le decía: «Tengo al frente una Vampiresa».

Además, recuerdo que otro de los puntos de comparación era su tersa piel, pues tenía especial irritación al sol. Por lo mismo, cuando el día era soleado ella salía con su sombrilla negra y sus lentes oscuros. A veces, cuando se exponía al inclemente sol, la blanca piel se le tornaba rojiza, y un dolor abordaba su cabeza.

Sin embargo, esto pasaba muy poco. Por el contrario, la piel de Lucía permanecía casi siempre limpia, sin ninguna mancha. Ella entera parecía ser una escultura de nieve. Por tener la piel pálida, los labios de Lucía se veían de un rojo muy intenso. Eran carnosos e invitaban al dulce beso. Y sus facciones gráciles le daban porte atractivo y desdeñoso. ¡Oh cómo se ensañó la belleza con ella!

Sin embargo, aunque no puedo negar mi gusto por ella, siempre tuve en cuenta que era para mí lejana como Antares. Ella era solo un cantar de Sirenas. Y ella lo disfrutaba; eso lo recuerdo con nostalgia y a la vez con furia. Recuerdo que ella, sabiendo que me encantaba, me guiñaba el ojo de forma pícara, y me acercaba el rostro hasta que podía sentir su dulce perfume. Me miraba los labios con frecuencia y lanzaba una sonrisa seductora, mientras reflejaba mi mirada con una expresión impúdica. Todo esto me hacía desfallecer y agitarme en ardorosas sensaciones, pues ningún hombre, por más enamorado que esté, puede resistirse a tales placeres.

Y recuerdo una vez que, presa de mi ardor oculto, me lancé a sus labios cuando ella se acercó para hablarme, como lo hacía a menudo. Entonces volteó la orgullosa cabeza y curvó los sonrosados y húmedos labios con una expresión triunfal. Disfrutaba provocándome, y ambos lo sabíamos, y lo peor era que ambos lo disfrutábamos. Pero después de ese incidente no volví a actuar, aunque me remordía por no hacerlo.

La relación entre Lucía y yo se mantuvo así por dos meses y medio. A mediados de octubre logré por fin lo que tanto había deseado: Lucía decidió invitarme a su casa. Lo que no esperaba era que me invitara a su casa de campo, lejos de la ciudad y apartada del mundo. Allí solo estaban ella y Miguel, su hermano. Miguel era muy corpulento, como esos entrenadores de los gimnasios, y era muy serio, aunque cortés. Su expresión era siempre seca, su ceño fruncido y sus ojos verdes inexpresivos y profundos como pozos sin fondo. Él fue el que me recogió para llevarme a la mansión en un hermoso Mazda 6 negro. Recuerdo que fue un sábado, y el punto de encuentro fue el norte de la ciudad.

-Es mejor que no lo intente, pues aquí no hay señal -me aseguró Miguel mientras yo sacaba el celular para llamar a mi casa y avisar hacia dónde me dirigía. Ni siquiera yo lo sabía al principio, pues salimos de la ciudad y después nos dirigimos por un camino destapado hasta salir completamente de la vía principal. Por lo mismo ya no había señal.
-¿Falta mucho para llegar? -pregunté.
Miguel meneó la cabeza. –Unos diez minutos -aseguró.
Seguimos por la carretera destapada hasta llegar finalmente a una reja descuidada y escondida en la maleza circundante. Miguel se bajó del auto para abrirla y seguimos cuesta arriba hasta llegar a un parqueadero empedrado frente a una fuente de mármol blanco de pila ancha y con la forma de un ángel que desprendía chorros de cristalina agua de sus manos. Frente al portón de escaleras blancas nos esperaba Lucía.
Apenas me bajé intenté realizar una llamada, pero todavía no había señal. Entonces desistí de mi empresa y me apresuré a saludar a Lucía con un beso en la mejilla.
-¡Me alegra que estés aquí! -exclamó contenta. Un perfume dulce rondaba su cuerpo, y sus labios escarlatas brillaban con deleite. -¿Entramos? -preguntó.
Asentí y entré.

Jamás había imaginado opulencia alguna. En las estucadas paredes había colgadas unas obras de arte costosísimas, como un original de Andrés Santa María. También había retratos y paisajes hermosos. La sala principal tenía una enorme lámpara de cristal que pendía de una cadena de oro, y en el techo había pinturas al fresco. Recuerdo un busto blanco de Aristóteles y otro de Liszt, y también recuerdo el brillo del suelo enlosado que semejaba un espejo.
-¿Te gusta? -me preguntó mientras examinaba uno de los cuadros.
Asentí, todavía atónito. –Es hermoso -dije.
-¿Deseas tomar algo? El día ha sido muy caluroso y debes tener sed.
-Lo que puedas ofrecerme.
Ella sonrió con malicia. -¿Sangre? -preguntó.
Entonces yo la miré y sonreí. –Si tienes -aseguré. Pero al ver que ella no cambiaba su expresión, me inquieté. -¿Hablas en serio? -pregunté.
Entonces ella soltó una dulce risa. –Te serviré un vino. Estoy segura que debo tener todavía una botella sin destapar -respondió. Y desapareció en una sala contigua. Poco después llegó con una botella de vino añejo y dos copas de vidrio.

Miguel se negó a tomar, y cuando menos pensamos desapareció. Pensé que se había ido a dormir al segundo piso, pues la mansión tenía dos plantas. Seguí bebiendo el delicioso vino rojo con Lucía, mientras poco a poco los vapores embriagantes de la bebida nos poseían hasta marearnos y desinhibirnos. En ningún momento dejamos de conversar. Y, en medio de nuestra embriaguez, decidimos darle una pausa a nuestro festejo para cenar.

Lucía ya había dejado la comida preparada, así que, torpemente y en medio de carcajadas, logramos servir los dos platos. En ese momento supe que yo estaba más ebrio que ella, pues ella todavía tenía una lucidez definida. Sin parar de reírnos llevamos la cena hasta el comedor, y nos dispusimos a comer para que el mareo se mermara un poco.

Ya más serenos, empezamos una conversación muy interesante, que al principio me emocionó, pero poco a poco me fue incomodando.
-Me fascina -dijo ella –que me compares con una Vampira. Pero no des rienda suelta a tu imaginación, que yo soy una mujer común y corriente -añadió.
-¡No eres una mujer común! -increpé.
-Lo soy -volvió a asegurar, mientras me guiñaba el ojo y se llevaba a la boca una cucharadita de postre. El postre era un delicioso tiramisú; lo recuerdo bien. Entonces se pasó la húmeda lengua por sus apasionados labios, y añadió: -Soy astuta, pero no soy una Vampiresa.
-¡Lo eres! -exclamé involuntariamente-. Tienes todos los ademanes de una mujer fatal. ¿Acaso no dejas enamorados a todos los hombres que conoces?
Ella, un poco apenada y sonrojada, sonrió. –Yo simplemente…
-Eres la mujer perfecta -interrumpí.
Ella bajó la mirada y se meció el cabello, tímida. En verdad se me hizo curioso ver ese ademán, pues ella era muy segura, y era en verdad una proeza verla sonrojada.
-La Vampiresa no es la que absorbe la sangre de la yugular de los mortales. Una Vampiresa es una mujer con tus atributos, con tu pasión, con tu inteligencia, con tu sagacidad. Ésa es una Vampira.
Entonces ella levantó la cabeza, y dijo: -¿Sabías que si un Vampiro existiera debería beber la sangre de doce o catorce personas por festín?
-No lo sabía.
-¿Y sabías que los verdaderos murciélagos vampiros son suramericanos?
-Eso sí lo sabía -respondí.
Ella calló por un momento, comió otro bocado del postre y tomó algo de agua para mitigar el dulce. Me miró con una extraña expresión y preguntó: -¿En verdad crees que soy tan perfecta?
Yo reflejé esa hermosa y verde mirada, y asentí. –Lo eres para mí -respondí con profundidad. Pero en ese momento escuché un hondo suspiro, aparentemente de resignación. Sin embargo, no vi a Lucía exhalar ni un poco de aire de su pequeña boca. Miré todo el salón, pero no había nadie. Asimilé que era Miguel, y no presté más atención.
-No soy perfecta -aseguró.
-Pues dile eso a otra persona, no a mí -le pedí. Pero entonces volví a escuchar ese profundo suspiro. Examiné de nuevo el salón, pero nadie había allí. Y después escuché un ahogado mugido que parecía provenir, por más macabro que parezca, de una persona emparedada entre las blancas paredes del salón. No me equivocaba. Por más embriagado que pudiera estar no podía haberme imaginado ambos sonidos. De hecho, me pareció que éstos nacían a solo un metro de mi silla. -¿Hay alguien más en la casa? -pregunté.
Entonces Lucía cambió la expresión, abrió los ojos y pareció inquieta. -¿Por qué lo preguntas?
-Porque escuché…
-¿Suspiros? -me interrumpió.
Y asentí.
Entonces ella sonrió. –Es el viento que logra colarse por algunas aberturas y produce ese efecto -respondió-. Al principio, cuando venía sola y me quedaba no podía dormir por lo mismo; pero después de darme cuenta de qué producía ese sonido me tranquilicé.

Después de la explicación de Lucía me sentí más confiado. Seguimos hablando por un buen tiempo. Recuerdo que le recité un hermoso poema de Charles Baudelaire llamado Chanson d’Après-midi (Canción de la Tarde), y hablamos de otros temas, hasta que, preso del cansancio, decidí que era hora de irme.

Y, en un impulso, fui a la peluquería y me corté el cabello como Darío, quizás esperando ser como él, o para mitigar su distanciamiento. Y después empecé a imitar sus ademanes, perfeccionándolos mientras me miraba en el espejo. Aunque me costó algunos días, logré imitar sus muecas, sus expresiones y hasta su tono de voz. Entonces pensé en hacer una prueba para ver si podía imitar perfectamente a Darío, como antes en el colegio. Así que invité a Ana a la casa.

Pero Lucía no me lo permitió. -Está muy tarde, y creo que Miguel ya está dormido, pues mañana debe madrugar -me aseguró-. Lo mejor será que te quedes aquí esta noche. Hay un cuarto disponible -añadió mientras se sobaba los ojos a causa del sueño y se levantaba de la mesa.
-No quiero incomodarte.
-Será un placer tenerte esta noche aquí -me aseguró.
-Entonces déjame hacer una llamada. No quiero preocupar a nadie por mi ausencia, y nadie sabe que estoy aquí -pedí.
-Lo siento, pero no tengo un teléfono. El más cercano está en el pueblo, y no es seguro bajar a estas horas.
No me gustó mucho esa respuesta, pero no pude hacer más que aceptarla.
-¡Vamos! Te mostraré tu cuarto -exclamó mientras me tomaba de la mano y me llevaba escaleras arriba. Pasamos un pasillo largo y una antesala, y después llegamos a un cuarto espacioso con una cama doble y una mesilla de noche. -¿Te gusta? -me preguntó.
-Claro que sí -me apresuré a responder. El malestar ya me estaba ganando, y solo deseaba descansar. La embriaguez ya estaba convirtiéndose en resaca, y esa cama era para mí un altar de placidez.
-¿A qué horas puede llevarme Miguel a mi casa mañana? -pregunté.
-A mediodía él ya debe estar aquí -respondió Lucía que, dándome un dulce beso en la mejilla, me dejó solo en el cuarto.

¡Qué noche tan sensacional! Había bebido y comido con la mujer de mis sueños, con la misma que consideraba una Vampira. ¡Tuve una cena Vampírica! De nuevo sentí cómo mi imaginación creaba imágenes en mi mente, y cómo distorsionaba a pedazos retazos de la realidad. ¿Cómo pude pensar que alguien había suspirado o mugido en vez de pensar simplemente en el viento? ¿Cuándo aprenderé que la respuesta es siempre la situación más sencilla? Mi ansiedad de vivir una vida anormal a menudo influía en mi realidad, y creaba una visión hermosa, aunque onírica, de mis deseos más profundos.

Mientras pensaba todo esto, parecí envolverme de nuevo en uno de esos sopores que dejan turbios pensamientos en la mente. Cuando me acosté noté un cuadro que había frente a mí, un cuadro enigmático: Estaba borroso, distorsionado, como si hubieran regado algún líquido sobre el lienzo, o hubieran tomado una brocha gruesa y hubieran intentado borrarlo. Parecía ser la imagen de una solitaria persona con un capuchón negro que le cubría el rostro. Alrededor de la imagen había varias flores rojas de apariencias monstruosas y sanguinolentas. Había algo familiar en esa imagen, pero no pude descubrir qué era en ese momento.

Esa horrible pintura estremeció mi ser, como si de repente yo mismo estuviera entre esas espeluznantes y grotescas flores, y hasta me pareció oler un agrio aroma emanado por las mismas, un perfume venenoso que me aletargaba poco a poco, haciendo desfallecer mis fuerzas y helando mi alma hasta volverla un bloque de escarcha.

Y, en medio de mi soñoliento delirio, escuché sonidos en el techo, como si alguien derramara sal o arena sobre él. El sonido era leve y difuso, pero perceptible. Era extraño que no pudiera dormir, pues el mareo todavía no me había pasado del todo, y el cansancio me había abordado solo instantes antes de acostarme. No tenía sentido que todavía estuviera despierto, inmolado por la tétrica imagen de ese cuadro, que parecía absorber mi ser entero entre esas rojas flores. Al mismo tiempo escuchaba ese sonido extraño en el techo.

Creo que alcancé a dormir una o dos horas antes de que el sueño me abandonara de nuevo, dejándome pasmado. Entonces miré otra vez esa pintura y sentí de nuevo ese temor frío que me invadió anteriormente. El sonido del techo había cesado, pero instantes después de mi despabile, sentí como si alguien bajara las escaleras al primer piso. Entonces me inquieté un poco. Sin embargo, de repente, los párpados se me volvieron pesados y volví a dormirme por un lapso de tiempo.

Abrí los ojos por última vez cuando el alba ya se tragaba la oscuridad de la noche. Me pareció una noche tormentosa, horrorosa, siniestra. Pero esos eran mis gustos, y no me quejé en absoluto. Me atrevo a decir que esperaba con ansias contar mi terrible noche para volver a unir mis deseos con la realidad.

Bajé al primer piso, pero como no recordaba el camino al salón, anduve por varias salas hasta llegar a unos hermosos prados interiores: Eran vastos, y el sol los bañaba con su luz de oro. Al parecer esos jardines eran la mitad exacta de la enorme mansión. Había a su alrededor varios balcones con parapetos de rejas negras, y de ellos colgaban algunas materas. Allí el aire era refrescante y dulce por el incalculable número de flores.

Ahora bien, lo que más embellecía tal paraje era el color. Aunque había varias plantas fértiles y de un verdor brillante, en esos prados imperaba el color rojo. Había a mi izquierda y a mi derecha varios cuadrados repletos de Anthuriums, bordeados con ladrillos pulidos.

Entonces, llevado por un sopor causado por tan hermoso colorido, salí a los jardines. Pero apenas lo hice, el frío me invadió. Así que volví hasta mi cuarto por una chaqueta negra con capota que había traído conmigo. Me la puse y bajé de nuevo a los jardines. Seguí caminando y vi que en el centro de los prados había una estatua blanca de una mujer hermosa, de facciones y simetrías perfectas. El rostro bien esculpido y el contorno de sus prendas definido. Era inequívoco que quien había esculpido esa estatua blanca era en verdad un maestro con el cincel, semejante a Francesco Queirolo o a Nicola Salvi. La estatua estaba bordeada de más flores rojas, de Cattleyas Orquideas si mal no estoy.

Y desde allí noté que los bordes de los caminos enlosados estaban formados por rosas humedecidas por el rocío de la mañana. En las materas que pendían de los balcones había unas Chaenomeles Speciosas, pero en los rincones crecían unas flores malformadas de una especie que hasta hoy desconozco, de un rojo muy intenso y de un olor penetrante y amargo. El resto del jardín era en verdad hermoso.

Caminé por allí varios minutos, meciendo las húmedas flores, detallando la estatua y tarareando alguna canción. El pasar del viento mañanero daba de nuevo la ilusión de suspiros y de mugidos ahogados; pero no presté mucha atención a esto, pues mi corazón parecía haberse henchido de felicidad.

Entonces escuché mi nombre, y vi que Lucía estaba bajo el umbral de la puerta, ya peinada y maquillada. Tenía sobre los párpados un color oscuro, y sus labios estaban pintados de un rojo intenso, como las flores. Su cabello blondo estaba alaciado y brillaba como un río de oro fundido bajo la luz del sol que lograba traspasar las brumas de la mañana. Por un momento pareció que la niebla dorada se estancaba en los bellos jardines, tornando la imagen de Lucía más hermosa y romántica. Pero tenía una palidez mortal, como si de repente hubiera visto un fantasma. Sus ojos estaban bien abiertos, su boca estaba entreabierta, y contenía el aliento, como esperando exhalar un aire postrero.
-¿Qué haces aquí? -preguntó por fin, como volviendo en sí. Entonces miró hacia todos los balcones, como si buscara algún intruso.
-¿Te incomoda? -pregunté de inmediato, dirigiéndome a ella, apenado-. No sabía que…
-¿Por qué entraste aquí? -me volvió a preguntar. Esta vez su voz parecía resquebrajada, como si temiera algo. Su seguridad pareció venirse abajo por un momento. Estaba atemorizada por quién sabe qué situación.
-Simplemente llegué hasta acá y… lo siento -me excusé, balbuceando lo primero que se me vino a la cabeza.
-¿Y qué viste? -me preguntó. Fue una pregunta que me extrañó de sobremanera, pero estaba tan apenado que respondí de inmediato.
-Solo las flores rojas y la estatua -dije apresuradamente.
Entonces ella soltó un suspiro, como si descansara de un peso demasiado hostigante.
-¿Por qué? ¿Qué no debí ver? -pregunté, ya un poco más lúcido y calmado al ver la expresión de mi querida anfitriona.
-Olvídalo -me dijo.
-¿Pero qué puede ser tan grave?
-No deseas saberlo.
-Sí deseo hacerlo.
-¡No! -exclamó Lucía, furiosa.
Yo callé entonces. Nunca la había visto tan airada. Ella siempre parecía tener todo bajo control, pero al parecer había algo en esos jardines que ella deseaba guardar en secreto.
-Por favor, dime qué sucede -le insistí.
Ella bajó la cabeza, cubriéndola bajo sus cabellos dorados. Y cuando la volvió a subir, su expresión era distinta. En sus ojos verdes brillaba la arrogancia, y su cabeza altanera se erguía como si fuera una majestad antigua. Su rostro ahora era enigmático, como si de repente un sortilegio la hubiera abordado.
-¿Qué sucede? -volví a preguntar.
-Te traje aquí por un motivo -me dijo con voz severa-. Deseaba que conocieras estos jardines. Deseo que conozcas los secretos que envuelven, que conozcas…- y calló.
Lucía hablaba cada vez más extraño. Ahora no entendía muy bien lo que sucedía. Se había puesto muy nerviosa cuando me había visto allí, y ahora decía que deseaba que yo conociera esos jardines. –No entiendo -dije con cortesía.
Entonces ella me invitó a sentarme en un pequeño escalón que había frente al umbral de la puerta. En ese momento noté el dintel que había sobre el portón. El dintel tenía forma de rosas con espinas retorcidas. Me pareció bello, pero no le presté mucha atención al detalle.
Ella se sentó al lado mío y perdió la mirada en los prados. –Son hermosos, ¿no te parece? -me preguntó.
-Son en verdad bellos -respondí, corté una flor que había cerca y se la di, y añadí: -Ahora esa flor no es más que un cadáver.
-Es verdad -respondió Lucía-. Un ramo de flores puede asemejarse a un ramillete de cabeza de ratón -añadió con morbosidad.
La comparación me estremeció, pero sabía que tenía razón.
-La verdadera belleza aparece de lo grotesco -dijo mientras se ponía la flor roja detrás de la oreja, resaltada en el cabello dorado.
-¿Como una mariposa? -pregunté.
Y ella asintió. –Aunque prefiero el ejemplo de la muerte -agregó.
-Explícame ese ejemplo, por favor -le pedí mientras me ponía la capota sobre la cabeza. El frío era intenso y mis orejas ya se estaban congelando por el inclemente viento que mecía las plantas.
-El primer día la muerte es trágica, dolorosa, angustiosa y amarga. A la semana y media se torna un poco más… ¿cómo decirlo?... «interesante».
-¿Interesante?
-Sí.
-A la semana y media la muerte es un cuerpo horrible que drena pestilentes líquidos y alberga cientos de gusanos blancos. ¿Acaso eso es interesante? -pregunté con asco. Pero al ver que ella ni se inmutaba, me extrañé todavía más. A veces las conversaciones entre Lucía y yo eran mórbidas y tétricas, pero el tono sarcástico que Lucía había utilizado no era muy frecuente.
-Al mes la muerte es algo… «árida».
-¿Por qué?
-Porque no hay más que huesos-. Miró de nuevo a los prados y añadió: -Finalmente, a los dos meses es colorida, fragante y hermosa, como estos jardines.
Era un buen ejemplo a mi modo de ver. Pero apenas Lucía acabó su explicación, sentí un gruñido furioso, como el de una bestia rabiosa pero apaleada. Como un predador que no puede acercarse a su festín. -¿Escuchaste? -pregunté.
Pero ella seguía con la cabeza altiva, como si no hubiera escuchado ni siquiera mi voz.
-¿Lucía, escuchaste ese sonido? -volví a preguntar.
Entonces ella se levantó sin responderme y me llevó de la mano hasta el centro de los prados. Durante todo el tiempo no dejé de mirarle el hermoso y fino rostro. Cada vez me sentía más enamorado de ella, aunque sabía que no debía hacerle caso a mi corazón.
-¿Todavía te parecen hermosos los jardines? -me preguntó.
Y yo asentí, aunque no los había detallado. Mi mirada solo se fijaba en ella. –Todavía lo pienso -respondí.
-Míralos bien -me pidió.
Entonces me acerqué a las flores alrededor de la estatua. El aroma era dulce, y las flores tenían un color rojo, intenso y brillante. Pero entonces me pareció ver un objeto blanco bajo las flores. Las abrí y vi con espanto varios gusanos lechosos, larvas que se alimentan de la carne muerta. De inmediato retrocedí, asqueado. Y miré con más detalle bajo las flores. Abrí varias partes y me di cuenta que había innumerables gusanos. También había allí enormes caracoles y babosas, y alcancé a ver entre algunos ladrillos un ciempiés negro de patas rojas, irrisible y venenoso, que desapareció al sentir mi presencia.
-¡¿Qué sucede?! -exclamé horrorizado.
Entonces Lucía dijo en tono profundo: -Estos jardines son como un espejo mágico. Ves, por los intensos colores y el frescor, los prados más hermosos. Sin embargo, no los has visto completamente-. Se acercó a unas rosas, las abrió y pareció sacar un objeto acre. Temí cuando Lucía metió la mano entre las flores, pues no deseaba que un escorpión o algún otro animal la picara.
-¿Qué es eso? -pregunté al ver el objeto curvo y grueso, pero al acercarme más pude ver que era una vértebra.
Entonces ella examinó el hueso y lo dejó de nuevo entre las rosas. Pero mientras lo hacía se le cayó la flor del cabello. Así que yo me apresuré a recogerla, pero al abrir de nuevo las flores vi con horror que había varios huesos bajo los rojos pétalos. Y detallé más mi entorno, y encontré, además de algunos insectos repulsivos, húmeros, radios, cúbitos, costillas, vértebras, pelvis, cráneos, falanges, clavículas, omoplatos, quijadas, tibias, peronés, dientes, y más.
-¡¿Qué…?!
Pero en ese momento Lucía, en un acto que todavía no he podido explicar, ya estaba bajo el umbral de la puerta, a una distancia muy considerable. Permanecía de pie, arrogante y engreída. ¡¿Cómo había podido llegar hasta allí en tan solo segundos?! Ni por más que hubiera corrido hubiera cubierto esa distancia. Y si hubiera emprendido carrera me hubiera dado cuenta, pues tendría que haber pasado por mi lado.
-Lo hermoso de estos jardines es que pueden simbolizar el tan anhelado paraíso, pues es la última imagen que todos los huéspedes pueden ver -dijo, y cerró la puerta con llave y con presura.
E inmediatamente lo hizo salieron de los balcones dos enormes perros de pelajes negros, de raza dobermann, de orejas en punta y dientes amarillos. Caminaban tensos, listos, y en sus ojos irradiaban una ira infernal, mientras gruñían con furia y voracidad. ¡Ése había sido el gruñido que había escuchado!

Y, por un momento me pareció ver por los ojos de los dobermann mi propia imagen, y me aterroricé al verme entre esas flores rojas con un capuchón negro. ¡Dios mío, ésa era la pintura en mi cuarto! Lo que se me había hecho familiar del cuadro era el capuchón de la persona, pero la embriaguez no me dejó percatarme. ¡Era mi capuchón!

Entonces los perros saltaron a los jardines, y gruñeron, y ladraron, y vi todo rojo, y sentí los colmillos y las garras sobre mi tierna carne, y sentí la sangre bañar los pétalos, y sentí el arrastrar de mi cuerpo sobre las losas, y no dejé de gritar el nombre de Lucía; pero su nombre fue lo último que dije…

Ahora, en medio de la calma y del silencio, entiendo todo mucho mejor. En los jardines hay varias almas, unas bondadosas, otras siniestras. Cuando yo suspiro escucho a Lucía decirles a sus invitados que es el aire el que produce ese efecto. Esas hermosas flores nacen y viven de cuerpos descompuestos. Ése era el motivo por el cual Lucía no quería que entrara allí sin ella; ése es el ejemplo de la muerte.

Y ahora la muerte es más «interesante» para mí. Por eso, como dije al principio, evito mirar hacia abajo, hacia la hierba. No puedo salir de estos rojos jardines, pero intento a toda costa no toparme con una pintura que destrozaría mi alma. Deseo no ver mi imagen hinchada por el sol, con el vientre lleno de gusanos y exhalaciones, y exudando vapores que son mitigados por las fragancias de las flores. Si mal no me acuerdo esa imagen debe estar en el rincón a mi izquierda, donde crecen las Anthuriums. ¡Allá debe estar la pintura del cadáver que ahora pende en el cuarto donde dormí antes! ¡Allá deben estar los ojos que son cuencas, los pulmones que no respiran y el corazón que ya no palpita! ¡Allá debo estar! ¡Dios mío, por favor, permítele a mi alma ver mi cuerpo sin asco ni remordimiento!




Volver | Leer El Castillo de la Quimera

Vistos

Me gusta

© 2022