CUENTOS
Los Jardines Rojos y otros Nocturnos
Anabella llegó al castillo en el mejor momento, de eso no hay duda. Cuando llegó no supo cómo presentarse, pues no tenía nombre alguno. Nunca conoció a sus padres y vivió diecinueve años en la pobreza absoluta. Tocó los poderosos portones una noche oscura y lluviosa. Apenas le abrí bajó la cabeza como si fuera mi esclava, y permaneció en silencio un buen tiempo; después me confesó que la intimidé tanto que no pudo articular palabra alguna. Incluso olvidó la lluvia, y solo reaccionó cuando la hice pasar.
Su apariencia no era la de una joven hermosa que solicita el trabajo de sirvienta. Por el contrario, su aspecto físico era poco armonioso, incluso desagradable. Su curtido rostro tenía verrugas bajo la barbilla y sobre la mejilla derecha, y tenía protuberancias en la frente, alrededor de los labios y en el cuello. Tenía facciones descarnadas, como azotadas por el látigo inclemente de la pobreza, y su cabello estaba arremolinado en una densa maraña negra.
¿Pero cómo negarme a su solicitud de ser mi sirvienta? ¿Acaso debía juzgarla por su aspecto físico? ¿Acaso necesitaba una sirvienta hermosa? ¿Para qué? ¿Quizás para que compitiera con mi esposa? Simplemente no pude negarme a aceptarla. Además, necesitaba a una sirvienta urgente para que se encargara de los cuartos del ala derecha del castillo, que habían sido olvidados por meses.
Pero antes de seguir la historia, relataré algunos puntos que considero importantes. El Castillo de la Quimera fue edificado por los Arbués durante la era Napoleónica. Algunos dicen que una gran brujería ronda la edificación. Durante su construcción, la ladera de la garganta boscosa donde está erigido sufrió dos derrumbes. En el primer deslizamiento de tierra murieron dos trabajadores, y en el segundo murió uno de los Arbués.
Después, por cuestiones políticas y económicas, pasó a otra familia prominente, los Hidalgo. Entonces la hechicería hizo de las suyas, pues la hija menor de Tomás Hidalgo se enamoró de su hermano. Al no ver otra salida, se colgó en el torreón del ala norte, la misma sección que Anabella debía limpiar. Finalmente quedó en manos de mi familia. Mi abuelo nunca creyó en hados malignos ni en maldiciones, y hasta el momento nunca pasó nada... hasta el momento.
Ahora bien, llevé a Anabella por el salón principal hasta una antesala al otro lado de la escalera. La joven se maravillaba con los tapices de emblemas heráldicos y con las pinturas sobre las paredes. Cuando entramos a la antesala, mi esposa la miró de arriba abajo, petulante. Ella, a diferencia mía, era arrogante y engreída. Nadie podía negar su belleza, que tenía como estandarte sus ojos azules y sus cabellos dorados. Tenía un porte europeo. Era alta y desdeñosa, e infinitamente narcisista. La verdad no sé por qué me enamoré de ella.
-¿Y quién es esta andrajosa? ¿Acaso la hiciste entrar para hacerla ver más miserable al mostrarle el lujo y la belleza? -preguntó María, mi esposa.
Sufrí entonces pena ajena. Miré a Anabella y vi que tenía la cabeza baja, oculta tras la maraña de cabellos largos. Tenía lágrimas en los ojos a causa de la humillación, pero parecía estar acostumbrada. No se movía, y permanecía aterrada y temblando bajo la mirada inquisidora de mi mujer.
-Saca a esta pordiosera del castillo -añadió a modo de orden.
Entonces yo, picado por el orgullo y por una infinita compasión, negué con la cabeza. Hasta ese momento yo no había decidido si dejar a Anabella en el castillo, pero al escuchar las hirientes palabras de mi esposa, decidí de inmediato.
-No se irá -aseguré.
María me miró, sorprendida. -¿Por qué?
-¡Porque yo lo digo, y ya! -respondí, furioso.
Entonces Anabella levantó la mirada, y vi un brillo de felicidad en sus ojos verdes. Supuse que esa pobre mujer de burdas facciones nunca había sido defendida por alguien en toda su vida.
María, con el rostro rojo de la furia, la miró de manera despótica y le preguntó: -¿Para qué vino?
Pero Anabella, atemorizada por el venenoso tono de mi mujer, no fue capaz de responder.
-Va a trabajar de sirvienta y se encargará del ala norte -respondí.
Mi mujer, renuente, aceptó. –Entonces que empiece -dijo.
Pero yo volví a increpar. –Primero se bañará, se secará y comerá. Debe tener hambre. ¿Tienes hambre? -le pregunté.
Ella primero miró a María, que no le despegaba la azulada mirada. Me miró a mí y, tímida, asintió.
Después de que estuvo lista y con el uniforme puesto, la llevé por los salones que tendría asignados. El baño le ayudó un poco en apariencia, pero no mucho. Ella tomó las instrucciones al pie de la letra, y en solo dos semanas ya toda su área estaba impecable. A la tercera semana era la más limpia del castillo.
Mas durante todos estos días, mi mujer se ensañó en humillarla y hacerla sentir miserable. Anabella solo se trataba con dos de las criadas, además del mayordomo. Uno de esos días le escuché decir a una de las criadas que mi querida sirvienta había llorado toda la noche a causa de unos duros comentarios hechos por mi esposa. Me sentí en verdad angustiado.
Esa misma noche decidí ir a hablar con Anabella. Ella en verdad se sorprendió. Mientras María jugaba a las cartas en la mansión de una de sus detestables amigas, yo conocía más a mi criada. Me di cuenta que era una mujer extremadamente inteligente, aún más que yo, y que era muy bondadosa y alegre; pero que la inseguridad en sí misma le ganaba y bloqueaba sus acciones.
Sin embargo, por más que intentaba ignorar sus facciones, se me hacía simplemente imposible. Esas verrugas, esa piel curtida, esos labios descarnados, esos cabellos sucios. Me odié por un momento por ser tan superficial, y por preferir el cuerpo de mi esposa a las virtudes de esa dulce joven.
Anabella lo notó, entonces bajó la cabeza, intentando disimular su profundo dolor. Entonces supe que ella me tenía especial cariño, muy distinto al cariño que se le tiene al dueño de la casa. Los sentimientos de la joven habían crecido a causa de mis acciones, que más que por complacencia fueron por compasión. En ese momento suspiré y me fui de su cuarto.
La relación entre Anabella y yo se enfrió por buen tiempo. Ella se dedicaba a sus quehaceres, mientras yo me dedicaba a los negocios familiares. Mi mujer simplemente se dedicaba a derrochar mi fortuna. Durante ese tiempo empecé a perder aprecio y sentimiento hacia mi esposa. La veía superficial, insulsa, incluso torpe. Su único atributo era su excesiva belleza, pero carecía de cualquier talento. Anabella era la antítesis: Era una mujer dedicada, carismática, atenta, dulce. Lo único que Anabella necesitaba era belleza.
Después de un buen tiempo, Anabella y yo volvimos a entablar conversación. Pero esta vez no me sentí repugnado por sus facciones. De hecho, me atrevo a decir que la vi un poco más bella, quizás por la costumbre de verla todos los días. Pero noté que su piel ahora estaba un poco más limpia, sin tantas manchas. A la altura de sus mejillas la tez estaba fina, mas no era por el maquillaje.
Las conversaciones se hicieron cada vez más frecuentes, a tal punto de que prefería hablar con Anabella que estar con mi mujer. Cuando veía a mi esposa acostarse a mi lado le veía la piel macilenta y el cuerpo poco curvo. Sabía que María era hermosa, pero un mínimo detalle de fealdad en ella resaltaba como una estrella en medio de una noche sin nubes. La maldición de las mujeres bellas es que la fealdad en ellas se hace más notoria cuando llega, lo que las obliga a estar siempre hermosas.
Por otro lado, a medida que los días pasaban, Anabella me parecía más hermosa. Quizás era la felicidad que irradiaba cuando me veía, pero sus ojos cada vez se fueron tornando más brillantes, su piel más pulida y su cabello más sedoso. Ahora mi querida sirvienta se levantaba desde las cinco de la mañana para arreglarse. Se maquillaba y se perfumaba con una fragancia que decidí regalarle en su cumpleaños. Estas acciones Anabella jamás las había hecho antes de llegar al castillo.
María empezó a sentir mi cambio y se irritó de sobremanera. Esta irritación, creí yo, hizo que su apariencia también cambiara. Ella intentó echar a Anabella dos veces, pero las dos veces lo impedí. Además, era yo quien le pagaba a Anabella para que realizara sus labores. En una de esas riñas, vi por un momento una imagen que me pareció curiosa: María entró furiosa al cuarto de Anabella reclamándole sobre unos manteles que supuestamente no habían quedado bien lavados. Yo había visto los manteles antes, y los vi muy blancos. Anabella, como era costumbre, permaneció en silencio mientras mi esposa le gritaba.
Y cuando María se acercó a mí para quejarse vi en ella una purulencia bajo la barbilla que destelló sobre la antes perfecta piel. Entonces vi a mi criada, que parecía tener en los ojos un brillo de triunfo o de satisfacción. Ella también vio la imperfección en ese rostro antes simétrico y deslumbrante.
Después de ese altercado a duras penas deseaba ver a mi desagradable mujer. Ella estaba perdiendo lo único bueno que tenía, o sea su belleza. Ella lo sabía, y por lo mismo empezó a maquillarse de forma frenética. Esto solo hizo que se viera más envejecida.
En cambio, Anabella poco a poco ostentaba una belleza más profunda. En el momento no supe cómo lo hizo, pero las verrugas que tenía poco a poco fueron disminuyendo su tamaño, hasta finalmente desaparecer del rostro, que ahora poseía facciones hermosas. Sus labios, antes descarnados, ahora invitaban al húmedo beso. Los cristalinos de sus ojos se tornaron más blancos y sus verdes pupilas más grandes y brillantes. Las manchas e imperfecciones de la piel se le borraron, mientras ésta tomaba un color nacarado. La nariz, antes aguileña, ahora era respingada y fina, y los dientes, antes amarillos, ahora mostraban un esmalte luminoso.
Este cambio hizo que mi mujer humillara cada vez más a Anabella, que simplemente bajaba la cabeza y respondía: «Si, mi señora». María le recordaba la miseria de su vida antes de entrar al castillo, y la ofendía con frases como: «Huérfana miserable» o «ignorante sirvienta». Pero María sabía que Anabella no era ignorante en absoluto, y sus ofensas nunca tocaban el tema de la belleza, pues sabía que ahora todo había cambiado.
Bien, durante nuestras largas conversaciones, Anabella se refería a su cambio de la siguiente manera: «Fue un bichito que picó a una bella y después yo piqué al bichito». Esta tierna expresión me causaba el gran afán de abrazarla y lanzarme a sus labios. Y a mediados de mi cumpleaños, en enero, me rendí a mis deseos y la besé, más que con pasión, con amor. Finalmente había caído rendido a sus pies, a su forma de pensar, a su forma de actuar, a su forma de sentir, a su belleza. ¿Dónde había quedado la harapienta joven de apariencia incómoda que había llegado al castillo suplicando el puesto de sirvienta? Simplemente había desaparecido.
Mantuve mi infidelidad por dos meses. Sin embargo, era un secreto a gritos. Todos sabían de mi gusto por la hermosa Anabella. Ahora ella era una joven de tez marfilada, nariz respingada, cabellos negros y lisos, ojos verdes y bella sonrisa. Mi mujer, en cambio, era una rubia de ojos azules, cabello maltratado, piel purulenta que intentaba ocultar bajo capas de polvo, cuerpo flácido y orgullo infinito. No me excuso de mi infidelidad, pero tampoco era capaz de vivir al lado de una mujer que se jacta de mi éxito como si fuera de ella. Ella ostentaba carros que yo había conseguido como si ella misma los hubiera comprado. Lucía vestidos que yo le había comprado como si ella misma los hubiera hecho. Ahora sé que su único logro fue haberme conseguido, y ahora me estaba perdiendo. La petulancia de María poco a poco se incrementaba. Quizás ése era el único escudo que todavía tenía. Mientras que Anabella ahora gozaba de toda mi atención, además de mi amor.
El mes de mayo, Anabella salió a comprar unos huevos al mercado. Ella, aunque ahora tenía mucha importancia, no dejaba su sencillez y su actitud atenta. ¡Cómo la amo! Fui a su cuarto por una camisa que me había planchado, y cuando llegué oí un pequeño movimiento bajo la cama. El sonido fue muy leve. Pensé que podía ser una cucaracha o un ratón. Entonces me arrodillé y miré debajo de la cama. Allí había un cofrecito medio abierto. Tomé el cofre y lo abrí, y apenas lo hice lancé un grito de espanto, solté el cofre y salí del cuarto.
En el cofre había un insecto monstruoso de cuerpo verde como un jade. Sus patas eran lánguidas, sus dos pares de mandíbulas aserradas y poderosas, y un aguijón del tamaño de mi dedo meñique. ¡Era el bichito!
Apenas Anabella llegó le pedí que me contara toda la verdad acerca del aparente escarabajo que había en ese cofre. Ella pareció morir entonces, pues púsose pálida como una estatua de cal.
-Dime la verdad -le insistí.
Ella se tomó el rostro, como avergonzada, y sollozó por unos momentos. –Tú jamás me vas a perdonar -dijo en medio del llanto-. Ahora me dejarás de querer y volveré a ser la horrenda mujer que llegó aquí -añadió con un dolor muy profundo y una voz trémula.
Entonces, incapaz de juzgarla por lo que fuese, la tomé del rostro, la abracé y le dije: -Jamás dejaré de amarte.
-¿Así le hubiera hecho daño a tu amada esposa?
Dudé un momento.
Ella esperó respuesta.
-¿Amada? -pregunté-. ¿Quién puede enamorarse de ese trofeo de mujer, que solo tiene la cabeza para ponerse hebillas y el rostro para exhibirlo cual si fuera un maniquí de carne?
-¿Acaso no la amaste?
-Fue la única mujer en mi vida. Pero te conocí y me di cuenta que mujeres como ella no valen la pena.
-¿Y si yo no fuera hermosa me amarías todavía?
Dudé de nuevo.
-¿Cierto que no?
-Una mujer debe ser bella. La belleza es la que atrae al hombre, pero la dulzura y la bondad, además de la astucia y la inteligencia, hacen que el hombre se enamore. ¿Acaso no lo entiendes? La belleza es solo una carta de presentación y dura solo unos minutos. La belleza es muy necesaria, pero la belleza por sí sola no enamora.
-¿Estás enamorado de mí?
-Sí.
-¿Me amarías si no fuera bella?
-No lo sé.
Ella calló por un momento, ensimismada.
-¿Qué es ese insecto? -volví al tema.
-Es un escarabajo que crece en los pozos bajo los nevados, en las cavernas húmedas y sin luz. Es troglodita, y lo llaman lagrimosa, pues al comerlo causa lágrimas por su amargo sabor.
-¿Se come?
Ella asintió.
-¿Y? -pregunté, pues sabía que faltaba lo más importante.
Ella no respondió inmediatamente.
-¿Y? -volví a insistir.
-No me pongas en esta situación.
-Quiero saber qué tiene que ver ese escarabajo con mi esposa.
-Si te digo me dejarás de amar.
-Si me dices te amaré infinitamente porque sé que podré confiar en ti.
Ella bajó la cabeza y suspiró. –La lagrimosa se acomoda en los almohadones de plumas y pican solo a las mujeres, a la altura del hipotálamo. Les roban la esencia de la belleza. Entonces, después de que se ha saciado queda hinchada e inmovilizada. Se debe comer cruda para obtener la belleza que el insecto succionó.
-¿Esos insectos picaron a mi mujer y tú te los comiste? -pregunté.
Y ella asintió. –Ahora me dejarás de amar, ¿cierto?
Después de las festividades de año nuevo, la última lagrimosa fue comida por mi amada Anabella. Su belleza ahora era enorme, sus facciones perfectas y su cuerpo voluptuoso. Aun así, seguía teniendo esa sencillez, esa dulzura y esa ternura que me habían enamorado. Después de saber sobre la lagrimosa, le pedí a Anabella que siguiera poniendo esos insectos en la almohada de María para que así siguiera consumiendo su belleza.
De María me separé a mediados de julio. Ella, incapaz de conseguir un hombre que la amara sin su antigua y renombrada belleza, volvió al castillo, encorvada y con la cabeza gacha, y me rogó que la dejara vivir aquí. Estaba demacrada, sin orgullo, cansada y sin la inteligencia para poder sobrevivir en el mundo. Acepté que se quedara y ahora sirve de la manera más irónica a mi amada Anabella, que siendo humilde aún, no recuerda los momentos de desdicha.
Anabella no la odia, en cambio siempre me pregunta: -¿Cómo puedo odiar a quien me dio la belleza, un buen esposo, el Castillo de la Quimera y unas sábanas bien lavadas?