CUENTOS
Los Jardines Rojos y otros Nocturnos
Hay ciertos temas que nos resultan fascinantes a causa del enigma que los envuelve. En la actualidad, con la maravilla de la tecnología y los efectos visuales, nos es posible todo; y en este momento ya nos asombramos poco, pues todo lo vemos alcanzable. Y, aun así, parecemos ansiar lo inexplicable, lo misterioso y lo que nos causa temor.
Todo esto me llevó a Boyacá, a la sede del Instituto de Investigación de la Biodiversidad Alexander Von Humboldt. En ese momento la casa estaba en restauración, por lo que casi todos los salones estaban cerrados a causa del mantenimiento; pero yo buscaba una cámara en especial, un cuarto oscuro en las entrañas de la edificación.
Todo se remonta a tres semanas atrás cuando conocí al teólogo Carlos Alberto Granados. Un buen amigo me lo presentó, pues sabía que me fascinaba todo lo relacionado con la Inquisición. ¿Y qué mejor compañero de conversación que el maestro Carlos? Casi de inmediato me envolvió con sus grandes conocimientos. Supe que había viajado a Zaragoza, España, y que allí había hecho una serie de estudios sobre el tema que me dejaron perplejo.
Así que empezamos a frecuentar un hermoso sitio llamado Salerno, en la carrera séptima. Allí permanecíamos horas hablando sobre juicios de la Inquisición. Uno de ellos, el más citado, era el de la Inquisición Española al mando de Isabel I y Fernando V. El enorme antisemitismo en este movimiento llamaba nuestra atención. Por el maestro Carlos supe que muchos judíos habían emigrado a Antioquia y se habían asentado. También supe que la Inquisición Colombiana no era más que una sátira, puesto que muchos judíos la dominaban.
Bien, cuando por fin el maestro Carlos me tuvo entera confianza, me reveló lo más preciado de sus investigaciones. En verdad lo consideré un tesoro. El maestro me aseguró que solo una persona como yo, con versados conocimientos del tema y con tantas ansias de aprendizaje, era digna de ver ese pergamino. Era amarillento, azotado por los años; pero la inscripción en él era clara. Aunque con una caligrafía horrible y una ortografía no muy pulcra, daba a conocer un acontecimiento que resulta increíble y que estuvo en el anonimato. A esa clase de temas es a los que me refiero cuando digo que nos apasiona lo inexplicable.
El maestro Carlos ya lo había traducido casi por completo cuando me lo mostró. Al parecer no aguantó la ansiedad de darlo a conocer a una persona con sus mismos gustos. Como estaba escrito en español antiguo, tenía palabras como «agora», o se utiliza la «v» como «u». Pero el maestro ya tenía casi finalizado el escrito. Cuando me dio la traducción quedé pasmado.
Al principio pensé que podía ser una broma; pero la antigüedad del papel me hizo pensar lo contrario. Esa clase de pergaminos no podía conseguirse fácilmente en ninguna papelería de Bogotá, y ni con los mejores químicos podía ser añejado con tanta precisión. No había duda que era auténtico; pero ¿cómo comprobar que lo que decía era cierto?
Después de leer el pergamino no hice más que estudiarlo. Lo releí incontables veces, intentando ver algún indicio de fraude; pero jamás lo encontré. Intenté conocer a quien lo había escrito, pero fue poco lo que pude averiguar. Inclusive, logré llevar el pergamino a algunos expertos que me afirmaron y juraron que era real; aunque nunca les dejé ver la traducción. Me guardaré, por respeto, los nombres de aquellas personas a las que consulté.
Después de que hice todas mis averiguaciones, el maestro Carlos, con una sonrisa de triunfo, me pidió el pergamino.
-No hay forma de comprobar que lo que dice en ese papel es real -aseguré.
-Tiene la firma de un inquisidor, además del escudo de la Inquisición de Fernando V. No hay duda que inquisidores inspeccionaron el papel, y lo tomaron como cierto, al punto de firmarlo y dejarlo donde yo lo conseguí -me respondió el maestro.
Y no pude refutarle. Todo concordaba. Por más que me negué a esas «ridiculeces», no hubo forma de contradecirlas. Era innegable que el caso sí había sido inspeccionado por varias autoridades, y muy importantes. En ningún libro de historia está documentado este caso en particular, quizás por el mismo sortilegio que lo envuelve. La Inquisición no podía verse como incompetente, y por lo mismo, quizás nunca reveló el suceso. Pero un manuscrito sobrevivió, el mismo que tenía en ese momento en mis manos.
El texto había sido escrito por un hombre llamado Fernando Ibáñez, proveniente de la misma Zaragoza. No era de una familia prominente, y había viajado en una carabela a Colombia en busca de un mejor futuro. Después de trabajar un tiempo en Cartagena, resultó en las filas de la guardia del Convento de la Inmaculada Concepción, el ahora Instituto de Investigación de la Biodiversidad, en Boyacá.
El Convento fue fundado en 1613 por la comunidad franciscana. Pero a mediados del siglo XVIII empezó a entrar en decadencia por la falta de frailes. Después se convirtió en la comunidad de hermanos San Juan de Dios, en 1821. Sin embargo, durante ese ínterin sucedió el caso en particular.
En secreto, los frailes habían prestado las instalaciones del convento a la Inquisición, que en un intento de retomar los bríos gallardos que se sostenían en España, ya había juzgado cinco «marranos» (judíos) en el llamado Cuarto Oscuro; el mismo que busqué cuando llegué a las instalaciones. Llámese coincidencia o hechicería que fuese la víctima seis la protagonista del escrito; pues dicen que el seis es el número del Demonio. Fuese lo que fuese, así fue.
Ahora bien, cuando llegué al antiguo convento me maravillé con los amplios salones, los finos decorados, los enigmáticos retratos con marcos dorados, las finas vajillas y cubiertos, los duros catres que emanaban un olor a viejo, los amplios ventanales, los techos de teja, las paredes blancas, y más. Pero mi objetivo era ubicar el Cuarto Oscuro. Seguí al guía por toda la edificación, acompañado de un pequeño grupo de turistas, hasta que nos pusimos frente a un cuarto amplio con una vieja y pesada puerta de madera que tenía una argolla de acero negro. No tenía ventana alguna, ni tampoco lámparas, ni mesillas, ni sillas, ni un catre, nada.
Aunque mis acompañantes ni siquiera se inmutaron, yo sentí allí el aire frío y macabro de una cripta tenebrosa. Entonces supe que ése era el cuarto que tanto había buscado, e imaginé ver la silla de tortura frente a mí, y el potro de castigo contra la pared a mi derecha, y la mesa donde descansaban los instrumentos malignos que solo el deseo del Diablo o el ingenio del hombre pueden crear.
Y, aunque el cuarto estaba silencioso como una tumba, en mi imaginación escuché de repente unos desgarradores gritos que no cesaban. ¡Qué horrible sensación me produjo ese enmudecido y vacío cuarto! Las paredes heladas, la oscuridad densa, el aire gélido y estancado. Aunque no hay texto que asegure que la Inquisición haya estado en el Convento de la Inmaculada Concepción, supe de inmediato que allí habían sufrido las seis personas que Fernando describía en su texto. Y no tuve duda alguna del escrito del guardia, y supe que no podía explicar lo sucedido, simplemente debía aceptarlo, tal y como el maestro Carlos lo hizo.
El maestro ya había intentado falsear el texto, pero al igual que yo, había fallado. Solo podíamos releerlo, y dejar que nuestra razón se humillara ante esas toscas letras negras. Y ambos nos conmovimos por igual de la suerte de Fernando Ibáñez, que, según él mismo en sus palabras, había sido un «Títere del Demonio».
Aunque no escribiré el texto original, daré a conocer la traducción corregida hecha con tanto ímpetu por el maestro Carlos Alberto Granados. Él me permitió su publicación, y por ello le agradezco. El texto está lo más pulido posible, pues «tengo que aclarar que tenía una puntuación muy triste, y las palabras eran muy toscas» me dijo el maestro Granados.
12 de agosto de 1624:
Aunque no sé escribir bien, no veo forma alguna de relatar los horrores que se han desarrollado en el convento. Al principio permanecí en silencio, ignorando las atrocidades que los inquisidores han hecho con los cinco marranos. Pensé que eso solo se veía en España. Pero la última hereje que llegó me ha partido el corazón. Es solo una joven de no más de veinte años. Tiene cabellos negros y tiene la cara curtida por el sol. Cuando llegó vestía harapos negros y malolientes, y sandalias de cabuya.
Ya tiene aquí dos días y, aunque parece analfabeta, sabe bien de las leyes de la inquisición, y se ha negado a admitir su herejía. Sabe que la inquisición solo tiene autoridad sobre los conversos; así que niega haber sido bautizada. El inquisidor Pedro Luis Borda está muy ofuscado, y ayer hizo que la llevaran al Cuarto Oscuro. Y, para mi desdicha, me ordenó que vigilara la puerta y que no dejara entrar a ningún franciscano. Durante toda la noche no hice más que escuchar los gritos y sollozos de la joven. Los alaridos se detenían de forma abrupta, y después se escuchaba un burbujeo y un salpicar, y después una bocanada de aire acompañada de un grito; supe que Borda la sometió al potro.
Hoy el inquisidor me despertó. No me dejó dormir ni tres horas. Me ordenó ir de nuevo a la puerta del Cuarto Oscuro. Allí, entre la puerta ajustada, alcancé a ver que la joven, cansada de llorar, ya estaba atada en la mesa que estira los miembros. No sé cómo aguanté el llanto que me produjo la congoja. Pido que no se sometan a las víctimas a esa clase de tratos. Es más, prefiero que las quemen antes de pasarlas al Cuarto Oscuro.
Después de eso hay unos garabatos indescifrables, y después sigue el relato.
13 de agosto de 1624:
Hoy vi a la joven cuando salía del Cuarto Oscuro. La llevaba un franciscano del brazo, pues ella no se podía sostener a causa de la debilidad. Supe por otro guardia que le quemaron los pies con hierros al rojo. Jamás había repudiado tanto a una persona como a Borda. La cara de la joven estaba sucia y empapada de lágrimas. Los cabellos estaban vueltos una maraña y sus ropas estaban muy rasgadas. El franciscano, mordido un poco por lo que puede llamarse humanidad y compasión, le mitigó el ardor de las quemaduras con unas plantas y con agua. Pero cuando Borda lo descubrió lo insultó, y llevó de nuevo a la joven al Cuarto Oscuro. Todavía está allá.
En esa parte del pergamino hay un amplio espacio, y, deduciendo los acontecimientos según las fechas, el maestro Carlos y yo llegamos a la conclusión que el escrito estuvo guardado dos días en el cajón de Fernando. Y después viene esto:
16 de agosto de 1624:
¡No aguanto más! ¡Maldigo a Pedro Luis Borda por ser tan despiadado con la joven! No ha hecho más que torturarla durante todos estos días, y me obliga a estar en la puerta para que ningún fraile entre. Sus gritos de dolor laceran mi alma. Ayer no pude aguantar las lágrimas, y lloré profundamente mientras escuchaba sus gritos de auxilio. Le pido a Dios Todopoderoso que la libre de ese mal y que la haga confesar que es una judía conversa. Pido a los ángeles que salven su alma, aunque sea una hereje. ¡Por favor, Dios mío! ¡¿Por qué no te la llevas o la haces confesar para acabar este suplicio?!
17 de agosto de 1624:
Hoy, sin permiso del inquisidor Borda, entré al Cuarto Oscuro donde estaba la joven. Estaba sentada en la silla de tortura, con los grilletes férreos en las muñecas y en los tobillos. Al verle el golpeado rostro y las vestiduras desgarradas, no pude aguantar mi aflicción. Ella, maloliente, con una mirada cansada y con respiración estertosa me miró con detalle.
-¡Por favor, admite que eres una judía bautizada y acaba con este dolor! -le exclamé en un acto desesperado. No pude aguantar más mi congoja.
Ella sonrió, agotada, y meneó la cabeza. –Pronto -respondió. Y no dijo más.
Salí del cuarto y no hice más que orar por ella. ¡Qué testaruda es! He llegado a tal punto de amargura, que he pensado en asesinarla yo mismo.
El último día se nota la desesperación de Fernando, pues al final del escrito su letra es mucho más apresurada. Se nota que su mano temblaba mientras escribía. El temor se percibe en tan angustiosas palabras.
18 de agosto de 1624:
Hoy pensé que todo había acabado. El inquisidor logró sacar la confesión de la joven, y me envió a prepararla para quemarla. Fui al Cuarto Oscuro y la vi sentada en la silla de tortura. Los grilletes le tallaban las muñecas. Estaba muy descarnada, cansada y golpeada. Con una amargura indescriptible, le aflojé los grilletes de los pies. ¡Juro que solo desaté los de los pies! Entonces ella me miró como si se compadeciera de mí. Me sonrió y pareció morirse, pues se desgonzó completamente. La cabeza le colgó y su cabello le cubrió el rostro. Sus manos se aflojaron, palideció y lanzó un suspiro postrero.
Creí que la joven había muerto por todo el castigo propinado por Borda; pero me sentí un poco feliz de que ella ya hubiera descansado. Un poco más calmado, aunque con lágrimas en los ojos, le di la espalda un momento para tomar las llaves que se me habían quedado en el cerrojo de la puerta. Las saqué y, cuando volteé, vi que la joven no estaba. ¡Juro que eso pasó! ¡Ella ya no estaba! La silla estaba vacía. No supe qué hacer. Era imposible que hubiera salido del cuarto, pues tuvo que pasar por encima mío para lograrlo. ¡Además estaba atada de las muñecas! ¡¿Qué sucedió?! Estoy encerrado en el Cuarto Oscuro, mientras Borda golpea la puerta. ¡¿Qué le diré?! ¡Me va a acusar de que la dejé escapar! ¡Juro que yo no lo hice! ¡Fui un títere del Demonio!
En ese momento la tinta pareció regársele sobre el pergamino. Y finalmente esto:
¡Maldita Bruja! ¡Por ella arderé yo!