Juan Esteban Peláez

CUENTOS

Obra de Baldomero Romero Ressendi Obra de Baldomero Romero Ressendi

Hambre

Literatura Tenebrosa

-Entonces no era un mito -dije al ángel mientras miraba la pequeña abertura en la pared. La luz era débil en esa parte de la mazmorra, y todo era de un color amarillo podrido. El olor a tierra húmeda proliferaba por todo el sitio, y unas antorchas iluminaban pobremente el pasillo. Frente a mí estaba la pequeña entrada al salón del que tanto me habían hablado. Era el único salón que no tenía puerta ni tranca, ni guardias ni candados. Sólo había una pequeña entrada de un metro de ancho. Cualquiera podía entrar y salir, pero, según las historias, adentro había una terrible trampa.

Rafael me miró con serenidad y asintió. -No es un mito -dijo con voz profunda mientras los fuegos del pasillo se reflejaban en sus ojos serenos. El cabello le brillaba y las alas blancas lanzaban una larga sombra sobre la fría pared. De todo el oscuro sitio, el ángel era lo más majestuoso.


Entramos al salón de medio lado y de inmediato sentí el hedor a vómito y orina, combinado con el olor a comida condimentada. Adentro estaban seis personas (aparentemente), sentadas en una mesa repleta de comida, ubicados de tres en tres. Una de las personas estaba derrumbada sobre la mesa, con la enorme cabeza en la madera. Las otras cinco figuras, casi bestiales, devoraban apresurados la comida que había en la mesa, como si compitieran por quién come más. Todos eran obesos, extremadamente obesos, y deformes. Incluso no diferencié si eran hombres o mujeres, sólo veía a la luz de las antorchas las moles amorfas llenas de pliegues de piel.

Me tapé de inmediato la nariz y la boca, mientras detallaba con horror esas masas enormes y sudorosas. Sólo se escuchaba el desagradable mascar de la comida. A veces alguno parecía atragantarse, pero simplemente eructaba o vomitaba y continuaba con su repugnante banquete. Todo el sitio apestaba. En la parte posterior había una puerta cerrada por donde ingresaban las cantidades industriales de alimento seboso para esos enormes gordos, y había algunas sábanas llenas de pulgas tendidas en el duro suelo, donde al parecer dormían esos sujetos.
-¿Quiénes son? -pregunté horrorizado-. ¿Son humanos?
Y Rafael asintió. -Son humanos, aunque por sus figuras parezcan monstruos -respondió-. Llegaron a la mazmorra clamando por comida. Quienes llegan aquí son indigentes en su mayoría, impulsados por el terrible látigo del hambre. Llegan desesperados por algo de comer; pero después no quieren escapar de la agradable sensación de llenura. Abandonan el noble óctuple sendero budista, y olvidan la importancia de transitar por el camino medio. Van de un extremo al otro, aterrorizados por la sensación de hambre, pero lanzándose al abismo de la gula. Olvidan lo sagrado que es el cuerpo, y lo deforman devorando hasta la saciedad.
-¿Pero son prisioneros? ¿Acaso le hicieron mal a alguien?
-No. El único mal se lo han hecho ellos mismos. Se odian, pero se justifican. Han dado rienda suelta a la gordura, y ahora es muy difícil volver atrás. Han devorado tanto que incluso engulleron su propia voluntad. No han sido acusados de ningún crimen, y pueden salir de aquí cuando ellos quieran… pero -entonces Rafael miró la pequeña abertura de la entrada.
-Entonces sólo deben dejar de comer para poder salir por la abertura -dije inocentemente.
El ángel asintió. -Es cierto -dijo-, pero la prisión de su mente y su hedonismo es mucho más fuerte que su voluntad. Estas bestias carnosas no desean adelgazar, no desean salir de la mazmorra para aguantar de nuevo hambre y sed, y frío y sueño. Prefieren atiborrarse de comida en esta pestilente sala y morir de obesidad, como por ejemplo ese… -el ángel señaló al gordo que estaba derrumbado sobre la mesa. Era claro que había dejado de respirar mientras hablábamos-. Son pocos los que vencen la pereza; son pocos los disciplinados, los que se comportan bien todos los días aunque el tedio los aborde. Desde hace mucho tiempo no veo ninguno que entre y pase por esta estrecha salida. Los humanos tienden más a justificar sus decisiones que admitir sus errores y darse cuenta que perdieron tiempo y energía. No toleran la idea de que no valieron sus esfuerzos.

Entonces me acerqué un poco más y vi algo que no encajaba en ese deplorable sitio. Había una niña pequeña y delgada agazapada en un rincón del salón, claramente ultrajada. Tenía el rostro sucio y lleno de miedo, sus risos estaban arremolinados y con hollín, y su ropa estaba sucia y rasgada. No hablaba, y me miraba con terror, como esperando ser golpeada.

-¿Y la niña? -pregunté preocupado-. ¿Por qué está aquí? Ella puede salir cuando quiera.
-La niña se llama Hambre -respondió Rafael-. Y ella ata la voluntad de este salón. Si ella sale de este recinto los cocineros dejarán de traer comida, y los gordos se devorarán entre ellos. Es ella quien maneja la voluntad de los obesos. Es por ella que llegan los famélicos. Es por ella que estas personas comen de manera desbordada. Es por ella que se enferman y mueren bajo los pesados rollos, y es ella quien devora los mórbidos cuerpos. Ella es Hambre.

No podía creer lo que escuchaba. Miré la carita asustada de la niña y sentí un gran peso de miseria y dolor. Ella era muy expresiva, y el temor que sentía brillaba entre esa oscuridad. Sin embargo, me dio la sensación que la niña había visto siglos enteros, y que era terriblemente antigua, tanto como el universo mismo… como el hambre. Pero físicamente se veía como una frágil y pequeña niña. Sólo quería tomarla entre mis brazos y salir corriendo con ella; pero el ángel se dio cuenta, me tomó del hombro y meneó la cabeza.
-Vamos, debemos continuar descendiendo -dijo Rafael.

Yo asentí y salimos por la pequeña abertura, escuchando el quebrar de los huesos de pollo y el beber del vino. No volteé a mirar a la pequeña niña. En vez, continuamos bajando por la mazmorra hasta llegar a otro salón. En un rincón del nuevo recinto interdimensional y oscuro había un pequeño niño leproso, sin párpados y con una gran sonrisa de felicidad, que se apresuró a abrazarme con sus descarnados muñones.

Entonces Rafael, recordándome que yo mismo era un recluso, me dijo: -Este es tu recinto, y este pequeño niño se llama Enfermedad. Ahora es tu turno.




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