Juan Esteban Peláez

CUENTOS

El Peine Azul

El Peine Azul

Literatura Tenebrosa

Hablé con «El Loco del Peine» dos veces mientras estuve en el sanatorio; y los relatos de los médicos y los enfermeros me dieron una visión completa del perturbador escenario. Recuerdo cuando lo vi por primera vez en su cuarto oscuro y con la puerta entreabierta, sentado sobre su cama y con la luz apagada; una imagen ominosa y a la vez inquietante. ¡Un muerto viviente carcomido hasta la médula!

Muchos estíos habían pasado por ese solitario hombre, que hacía llamarse Dúver (aunque dudo que ese sea su verdadero nombre), y las canas y la barba deshilachada denotaban una pesada vejez. Miraba el suelo en un silencio absoluto, absorto, con la atención perdida en recuerdos lejanos y tiempos mejores. La locura roía aquel cuerpo, bebía su sangre, mordía su carne y agujereaba su cráneo, como el gusano a la manzana. Sus mejillas huecas, su mirada vacía, su vientre hundido y su espalda encorvada; todo le daba un aspecto frágil y a la vez tenebroso. La ropa le colgaba y sus delgados miembros parecían estar prestos a fallar en cualquier momento.


La primera vez que interactué con «El Loco del Peine» fue durante una actividad de integración en el sanatorio.
—Está aniquilado por la pérdida —me dijo uno de los enfermeros mientras me acompañaba a sentarme a su lado.

Cuando ya estuve cerca intenté hablar con él; pero al principio simplemente me ignoró. «¿Qué pesadilla impera tras su arrugada frente?» me pregunté mientras miraba con detalle su cabeza cubierta por una pañoleta negra, cual desahuciado por la enfermedad. Insistí un poco más, pero él sólo miró el dibujo que tenía en mi mano, hecho con crayones a mis cinco años. Me sonrió y sentí en su mirada taimada la burla y la ofensa. «¡Miserable loco!» pensé y me retiré.


Pero es una indelicadeza que yo tilde de «Loco» a otra persona, cuando la palabra encaja perfectamente con mis alucinaciones. Entré al sanatorio por el agravamiento de mi esquizofrenia. Aunque me diagnosticaron desde los cuatro años (una condición nada común en un niño), el pico de mi horror se disparó a los cinco años, cuando vi por primera vez a la niña de cuello roto. Ese mismo día la dibujé con crayones, con su cabeza ladeada y una sonrisa inusualmente amplia. La tomé como amiga imaginaria por algún tiempo, creo que hasta los seis o siete años. Y ahora que veo el atesorado dibujo, con su vestido rojo y su cabello negro, puedo afirmar que es una imagen bastante turbia.

Dos meses atrás empecé a verla de nuevo, mirándome bajo el oscuro umbral de mi habitación, fijamente mientras duermo, con su amplísima y desproporcionada sonrisa, con su rostro casi al revés, apoyado sobre su hombro izquierdo, y vestida con su jardinera roja. ¡Qué horrible tormento! Ya supero los treinta años, pero ella sigue siendo una niña, una extraña niña, muda y con el cuello roto.

¿Cómo puedo tildar a Dúver como «Loco» si yo en ocasiones veo una pequeña digna de las más grotescas pesadillas? Con esto en mi mente, decidí acercarme de nuevo al hombre, y esta vez pudimos hablar de manera más fluida. Supe entonces que el viejo no era un loco en absoluto; pero tenía, indudablemente, gustos degenerados y pasiones extrañas.
—Sufre de un impulso obsesivo —me comentó un médico—, y tiene una grave parafilia. La familia sospecha de su comportamiento, pero nada dicen por vergüenza. Es un hombre difícil de diagnosticar.
Por aquel buen médico, también me enteré de que venía de una familia de fanáticos religiosos (aunque no vi influencia religiosa en los horrendos actos de aquella terrible noche). Además, supe que tenía dos hijos que no vivían con él; por el contrario, parecían haberlo abandonado.
—A mí siempre me respetaron —me dijo aquel loco con pañoleta—; pero a ella la amaron. Por eso, cuando su madre se fue, ambos se limitaron a enviarme un poco de dinero para evitar mi hambruna.
—¿Se fue? —pregunté, pensando que la suerte de aquella mujer estaba entrelazada al viejo frente a mí.
—Sí, lejos, más allá de las nubes. Fue a posarse al lado de Dios Padre Todopoderoso. Las calamidades me la robaron muy pronto —me respondió con profunda e infinita melancolía.
Así que le pedí que me contara su historia, y así lo hizo.
—La amé desde que la vi. Éramos aún jóvenes. Yo fui sobreprotegido por la muerte prematura de mi hermano. Ella era la menor de cinco. Cuando nos encontramos supe que ella sería mi compañera de vida… y así fue. Me dio dos hijos maravillosos, de los cuales me siento orgulloso; pero ellos carecen de la empatía y la sutileza femenina. Apenas cumplieron la mayoría de edad, volaron e hicieron sus vidas; dejándonos con nuestra mutua compañía por algunos años maravillosos.
»El recordarla es un festín para los sentidos. El sólo hablar de ella me sumerge en sensaciones felices: el delicioso olor de la cena caliente; el aroma del café por la mañana; su melodiosa voz que llenaba el hogar cual cantar de copetón; la ropa limpia y fragante; el beso de despedida y de recibimiento; el «te amo» diario; el colorido jardín que tanto cuidaba; el bienestar y la paz que sólo una mujer bondadosa puede brindar. ¡Tantos maravillosos recuerdos!—.

El viejo quebró su voz al recordar a su mujer. Permaneció en silencio unos instantes, reponiéndose de la avalancha amarga causada por la melancolía.
Entonces prosiguió: —Dios me la robó muy pronto… o quizás no. Quizás yo no aproveché lo suficiente los momentos felices al lado de mi amada. No disfruté su cabellera negra, su palidez extraña, su cuerpo menudo y su alma bondadosa. Cuando se vive entre euforias y alegrías el tiempo se acorta; mientras que cuando se sufre el segundo se alarga como el universo. El tiempo es subjetivo, aunque exista una medida estándar y objetiva. Y dejé pasar los años de alegría sin anticiparme al denso vacío de la pérdida.
»Fue un lunes cuando partió. Odio los lunes por ello. No fui yo, como pensó inicialmente, quien le dio muerte. No estoy para nada loco, aunque la gente lo diga. Sólo soy un incomprendido, un apasionado por unos placeres poco comunes, incluso extraños; pero aquellos voluptuosos placeres aparecieron después de su partida. Los muchachos y su familia lo percibieron, y por lo mismo se llevaron todas sus pertenencias después de su entierro; excepto una.
»Pero no quiero anticiparme a mi consciente descenso. Ese lunes terrorífico ella perdió la batalla contra la enfermedad. Fue un cáncer, agresivo y doloroso, que en cuestión de meses la devoró hasta los huesos. Vi con impotencia y furia su cambio: su extrema delgadez, su interminable queja, su dolor, su debilidad, sus lágrimas, su desesperación.
»Mi ánimo, antaño inmarcesible, murió con ella, al igual que los dulces ademanes, las delicadas ternuras y la alegría del hogar. Ahora duerme para siempre y el mundo sigue su paso indolente. El mundo no tiene alma ni clemencia, y no se agota. En cambio, los humanos nos marchitamos, algunos temprano y otros tarde; pero cuando nos marchamos la feroz natura nos da como despedida una plaga de hedores y larvas.
»El día de su entierro se despertó en mi interior lo que todos llaman locura, pero lo que yo simplemente llamo pasión, una pasión desorbitada y espeluznante. Mientras bajaban el ataúd la imaginé allí abajo, podrida entre madera y clavos en medio de ese frío camposanto. ¿Y acaso qué es un cementerio sino un jardín alimentado de carne humana?
»Con su entierro inició mi ruina y mis acciones abominables. Su vida se fue, y con ella la vida de la casa, que se volvió horrible. ¡Cuánto se llevó mi amada, a quien a su vez se la llevó la enfermedad! Sólo días después, excusándose con los malos recuerdos, mis hijos y mis suegros vaciaron la casa, llevándose todas las pertenencias de la muerta. Sólo pude observar cómo vaciaban las habitaciones, incapaz de sostener cualquier discusión.
»Y en sólo días, la depresión gobernó mi cráneo. Perdí cualquier motivación, cualquier objetivo y cualquier meta. Dejé de notar el cantar de las aves al amanecer, el placer de la ducha caliente, el sabor de la comida hecha con amor. El hambre me hizo comer y la sed me hizo beber, pero no tenía vida más allá de lo primitivo. Me convertí en un Sísifo bastardo que se levantaba de la cama sólo para sentir el tedioso pasar de las horas, sin más objetivo que respirar. Empecé a dormir durante el día y a divagar durante la noche, dando rienda suelta a mis horripilantes pensamientos—.
—¿Empezaste a ver fantasmas? —pregunté de manera inconsciente. Quizás motivado por sentir cierta empatía esquizofrénica. Deseaba con ímpetu que me respondiera que sí, que veía fantasmas, para sentirme un poco más comprendido.
Pero, para mi desconcierto, me respondió con brutal inteligencia: —No, mi querido amigo, no veo niñas con las cabezas recostadas sobre los hombros.
Recordé que había visto mi preciado dibujo, y deduje la referencia.
—Sin embargo, sí debo confesar que mi hogar cambió. Acabaron las exquisiteces y los lujos. Quien lo viera ahora diría que se encuentra embrujado, y yo no tendría capacidad lógica para negarlo. La hechicería empezó por el jardín. Sin los mimos de las delicadas manos de mi esposa, las reacias flores empezaron a tornarse monstruosas, y sus olores se dispersaron amargos por el aire enrarecido. El pasto se pintó de pardo y la mosca reemplazó a la mariposa. Bastó sólo una semana para que aquel bello jardín fuera la visión de las flores del mal, convirtiéndose en el marchito velo de una casa tenebrosa.
»Las paredes sucumbieron a la humedad, la pintura se agrietó y dejó al descubierto los desnudos ladrillos. Algunos vidrios se rompieron, y mi depresión no me permitió repararlos; por lo que el frío tomó como dominio el interior de la casa, imperando con hálito helado en cada rincón. Las habitaciones entornaron sus espacios con el silencio, formando estancias tenebrosas donde antes había cándidos cuartos. Y los antes vistosos muebles se convirtieron en despojos de madera, polvo, polillas y cuerdas. La casa fue habitada por cosas dormidas, y todo fue cubierto por la telaraña. Mi hogar ahora no es más que una casa opresiva y silenciosa, una cárcel voluntaria habitada por el fantasma de glorias pasadas.
»Pero todo cambió el día que encontré el peine, aquel objeto azulado que había pasado desapercibido durante el saqueo. Allí estaba, bajo la cama, la única pertenencia de mi amada; y la tenía a mi alcance. No recuerdo qué objeto buscaba, pero la suerte (o desdicha) me sonrió en esa noche lluviosa.
»Examiné la sorprendente reliquia con excesivo detalle, y allí hallé una constelación entera. Era una herencia de su abuela, azulado y metálico, con púas gruesas y mango tallado. Un espejo en la parte posterior lo coronaba con encanto. Aunque era rígido y frío, era una herencia familiar, preciada para ella como ninguna otra joya.
»Recordé entonces cuando se soltaba la salvaje melena negra, se sentaba sobre el voluminoso tocador de estilo victoriano, (ahora hecho un bestial cíclope de madera con el ojo roto), y se peinaba una y otra vez por fácilmente una hora. Su cabellera se tornaba brillante y sedosa con cada pasada de las púas, mientras se masajeaba con tan excelso ritual. Este recuerdo fue, quizás, el inicio de mi comportamiento extravagante.
»La obsesión con el anhelado instrumento inició de forma gradual. Al principio sólo me enfoqué en examinarlo, en recordar cómo ella se peinaba, en imaginar el objeto entre sus suaves dedos. Pero poco después cometí el error de peinarme con él. Al hacerlo, sentí un fulgor irreprimible. Aquellas púas causaron en mí un prolongado éxtasis, pues la imaginé peinándome. Ese simple acto, cargado de visiones blancas, me permitió acercar su alma a mi atormentado cuerpo.
»Repetí este acto dos veces al día, después tres, después tantas que perdí la cuenta. Y empecé a dormir con él sobre la almohada. Desde que me levantaba me aferraba al azul peine con placer. El lúbrico ardor llenó mis venas palpitantes y mis carnes temblorosas, cuales setas venenosas. Y el rozar las púas con las yemas de mis dedos me hundía en fúricos arrebatos. Me dominó cierto aturdimiento, sombrío y embriagador.
»Con cada peinada intercalábamos posiciones. Ora sentía peinar a la muerta, ora la muerta me peinaba a mí. Las púas parecían acariciar el alma de quien ya no estaba. El roce de aquel tesoro con la piel me acercaba a su frío y pálido espíritu, excitándome hasta el malestar. Sí, con la piel, pues empecé a pasarlo por mis brazos, por mis piernas, por mis pies, por mis hombros, y tuve un lóbrego impulso de peinarme los ojos con violencia.

Al escuchar tan terrible confesión me horroricé. El corazón me latió de repugnancia. Era verdad: aquel viejo era un loco con un peine.
Él hablaba con tanta pasión de sus desviaciones que no notó mi desagrado, así que continuó su relato sin ruborizarse: —El olvido borra sin clemencia a todos los muertos, que son muchos más que los vivos; pero yo no estaba dispuesto a que ese olvido salvaje se apropiara de mi mujer. Aquel peine era el portal que me acercaba a su recuerdo, incluso a su translúcida presencia.
»Hasta que una noche, sí, esa tormentosa noche, me levanté poseído por una ansiedad reverberante. Ya había pasado la medianoche, cuando desperté lleno de un impulso insano, impulso que me llevó a tomar el objeto metálico para empezar a peinarme. Esta vez sentí que sus manos sostenían las mías, haciendo cada vez más presión sobre la piel. Días antes ya había empezado a perder algunos mechones, pero esta vez fue diferente: la agresividad del peinado fue fusionándose con el placer de tener sus dedos entre los míos; ambos sosteníamos el mágico instrumento que empezaba a clavar sus dientes en mi cabeza.
»Con un júbilo vigoroso, empecé a peinarme cada vez con más fuerza, ignorando el punzante dolor. La respiración estertorosa, el sudor, la luna creciente de plata, el masoquismo, el espectro… todo se fusionó en una grotesca escena. El cabello empezó a caer sobre mi regazo, al igual que la sangre. El cuero cabelludo fue reemplazado por el coágulo. El negro goteo empezó a expandirse por mi nariz y mis orejas. Pero nada de esto importaba, pues la sentía tras de mí, susurrándome bellas palabras, mientras mi testa era desollada casi por completo hasta desnudarla y mostrar el cráneo. El reloj lunar cubrió por completo mi hogar, ahora imperturbable y casi devorado por las arañas, al tiempo que la perversidad, aquella ardiente perversidad, me hacía gritar de descontrolada pasión. ¡Aquella posesión azul, cual brida férrea, me sometió finalmente! ¡Aquel inanimado peine me permitió estar de nuevo cerca de mi dulce amada!—.
—¿Esa noche te enviaron a este lugar?
Y Dúver asintió. —Así es —dijo volviendo en sí. Un semblante lúgubre volvió a su rostro y su tono de voz se apagó. —El resto pueden contártelo los enfermeros— añadió mientras se levantaba y se dirigía a su cuarto. Allí se recogió en posición fetal como cualquier enfermo abordado por el dolor. Al parecer, sus recuerdos le habían devastado la mente… otra vez.

No volví a hablar con aquel viejo atormentado, y fue la última vez que lo vi en el sanatorio.

Ahora bien, supe por los enfermeros que la noche en cuestión los vecinos escucharon gritos aterradores en la casa de Dúver. Los gritos despertaron a los inquietos vecinos, que llamaron a las autoridades. Según los reportes, encontraron al viejo con la parte superior de la cabeza destrozada, el cráneo expuesto, el rostro rojo y sangre por doquier. El constante vaivén del instrumento metálico pudrió la carne, y las laceraciones repetidas y la falta de atención médica produjeron la inevitable septicemia. El viejo se salvó por la rápida atención de los médicos, pero bajo la pañoleta puede verse aún el blancuzco hueso. La septicemia hizo que el viejo sufriera de fiebre, lo que puede explicar ciertas alucinaciones (muy diferentes a las mías, pero igual de terroríficas).

Después de la conversación, intenté hablar con Dúver durante algunos días, pero su habitación permanecía cerrada o vacía siempre que me acercaba. Con los días perdí el interés por saber más del viejo, por lo que me enfoqué en mis propios temores.

Mi salida del sanatorio fue aprobada semanas después. Fue un día soleado y agradable. La medicación finalmente surtió efecto, por lo que dejé de ver a la niña del cuello roto. La última vez que la vi fue allí mismo, en el sanatorio, curiosamente mientras pasaba frente a la habitación de Dúver (ahora vacía). Estaba ansioso por volver a mi hogar y ver a mi hija. Pero la suerte del «Loco del Peine» me producía cierto desasosiego, así que ese mismo día pedí hablar con el psiquiatra.

—Tu salida ya fue autorizada. Me alegra que lo hallamos logrado —me dijo mientras se acomodaba las gafas sobre la nariz aguileña.
—También me alegra mucho doctor —le respondí—. Pero quería preguntarle sobre el paciente del peine.
—Él ya no está aquí —me dijo. Pero su tono fue extraño. Parecía no saber de quién le hablaba.
Temí entonces. ¿Acaso lo había imaginado? ¿Acaso ese viejo era una consecuencia de mi enfermedad? Así que, temeroso y a la vez prudente, pregunté: —¿A dónde fue?
El psiquiatra me miró fijamente, escrutando verdades en mi mirada. Entonces pareció recordarlo, y respondió: —Las habitaciones son costosas en esta institución. Nadie respondió por aquel hombre, por lo que tuvimos que darle salida.
—¿Y a dónde fue? —pregunté de nuevo.
—A donde cualquier persona iría: a su casa.

Salí del sanatorio con sentimientos encontrados. Dúver sí existía y habíamos conversado, por lo que mi enfermedad ahora era un tema secundario. También medité sobre las enfermedades mentales y cómo los ricos se curan y los pobres sufren y luchan cuesta arriba con sus demonios. La misma enfermedad y los mismos síntomas no causan los mismos efectos en todas las personas, por lo que la empatía se torna esquiva en muchas ocasiones. Yo tuve suerte al contar con un apoyo familiar; pero quien no tiene tal apoyo tiene dos opciones: crear su propia familia o luchar contra el mundo en soledad (lo cual es muy difícil).

No obstante, aunque me sentía feliz por mi sanación, sentí pena y a la vez miedo por el viejo; un alma atormentada y abandonada a su suerte por su familia. Temí por aquel solitario, pues lo imaginé en su silencioso hogar, buscando como un desquiciado el objeto azul, motivo de su desvarío. Lo visualicé levantando muebles, sacudiendo sábanas, palpando cada oscuro borde de la casa con la respiración acelerada y la adrenalina regada por todo su cuerpo. Y temí más, pues lo imaginé encontrando el peine y tomándolo triunfante a dos manos. Y aunque espero estar equivocado, también lo imaginé peinándose con crueldad y apuñalándose con aquellas púas metálicas los ojos y el cuello. ¡Rezo porque la niña no vuelva a aparecer, ahora con un vestido azul y acompañada por un anciano con media cabeza!

Dios, ¡qué difícil es acariciar el cielo a dos manos y después perderlo todo!




Volver | Leer Monstruo

Vistos

Me gusta

© 2022