Juan Esteban Peláez

CUENTOS

Obra de Alfred Kubin Obra de Alfred Kubin

Eidhard

Literatura Tenebrosa

Me tomaré cierta libertad en este relato, pues narraré esta historia como cuentero y a la vez historiador. ¿Cuánto de realidad y de fantasía hay en este relato? Al igual que la verdadera historia y que los cuentos fantásticos, esta historia tiene ambos puntos de vista. Es que desde que empecé a conocer del guerrero Eidhard supe que tenía que contar su historia, guiada por la arrogancia y el orgullo.

Eidhard fue el primogénito de un señor feudal, por lo que poco y nada conocía las carencias de los campesinos. Siempre sobresalió por su estatura y su gran fuerza, lo que lo ponía en una excelente posición: poder y fuerza. Además, como si fuera poco, era bastante atractivo para las mujeres, por lo que ganó muchos enemigos.


En su aldea natal, Eidhard era conocido por coquetear con muchas mujeres, independiente de su estatus. A menudo se metía en problemas con los campesinos, pues no respetaba los lazos del matrimonio, y se sentía con el poder suficiente para intentar besar mujeres ajenas frente a sus maridos. Cuando algún hombre lo increpaba, el gigante lo amenazaba con sus nudosos puños o su espada larga. Casi todos los hombres de inmediato desistían del reclamo. Sin embargo, se vio envuelto en varios problemas, y cuando el amedrantamiento no funcionaba simplemente se iba a los golpes. Si el altercado crecía llamaba a los guardias de su padre. Era en verdad un completo idiota; pues es bien sabido que no hay que darle poder a un hombre joven, porque a menudo distorsiona su propia realidad.

Y los problemas se incrementaban con la cantidad de cerveza que bebía. Iba a los antros y destrozaba los lugares, acosaba a las mujeres y se burlaba de los discapacitados; pero nadie podía hacer nada. Los aldeanos simplemente lo evitaban.

Pero todo cambió a principios de abril, un año y tres meses después de iniciada la guerra. Eidhard tenía veintitrés años para esa época. A la aldea llegaban algunas historias de la guerra lejana, y de valientes héroes y grandes victorias. Muchos guerreros del imperio habían ganado renombre; y eso era lo que el joven quería. Empezó a fantasear con ir a la batalla, seguro de su fuerza y gallardía. Creía que podía batir enemigos a diestra y siniestra, y hacerse con riquezas de saqueos y con mujeres bellas. Incluso deseaba ser general y tener hombres bajo su mando; algo no tan descabellados para el hijo de un señor feudal. Eidhard estaba acostumbrado a mandar, pero además de dinero tenía fuerza y belleza, atributos que le permitían cierta petulancia.

Y cuando las noticias de la guerra llegaron en abril, Eidhard se animó, pues supo que el enemigo había cruzado la frontera oriental y se dirigían a los Acantilados, a sólo unos kilómetros de la aldea. El emperador había ordenado que todos los hombres que pudieran luchar fueran al valle que abría los Acantilados y unía las fronteras de los dos imperios. Así que Eidhard pensó que por fin había llegado su oportunidad: sería un soldado, un guerrero, un héroe.

La convocatoria llegó el amanecer del lunes. La proclama fue leída en la plaza del pueblo y el emisario fue claro: -¡Todo hombre que pueda luchar debe ir al valle en tres días!

Eidhard casi estalla de la emoción. El valle sólo quedaba a una jornada a paso rápido, por lo que podría unirse al enorme ejército en tan sólo tres días. Fue a su casa y se calzó la armadura de cuero, los guanteletes, las grebas y las botas. Abanicó la espada larga una y otra vez, mientras imaginaba a sus enemigos sucumbiendo por estocadas. Y reía, reía como una hiena senil, lleno de sevicia y arrogancia. Imaginaba a sus enemigos lerdos, patizambos y débiles; ¿y por qué no los imaginaría así?, si así eran los aldeanos que había conocido toda su vida. El joven pocas veces había visto soldados de verdad, por lo que suponía debían ser como él: valientes, altos y fuertes. Pero no imaginaba así a sus enemigos, pues eran el enemigo y con el enemigo no se tiene empatía.

Esa noche se fue de juerga con algunos amigos y algunos guardias. Se emborrachó y estuvo con varias mujeres, asumiendo que ya era un héroe reconocido y festejando como si ya hubiera ganado la batalla, y como si tuviera un botín de guerra en sus bolsillos y en su corazón.

Llegó la mañana y treinta y dos hombres salieron de la pequeña aldea hacia el valle. Ninguno iba a caballo. Sólo llevaban tres mulas con algunos víveres. Durante la jornada, Eidhard hablaba fuerte y con bríos, por lo que rápidamente los hombres lo vieron como un líder, y empezaron a pedirle consejos. Ninguno de esos campesinos había ido a la guerra, y sólo uno había matado a otro hombre en una riña; de resto sólo habían matado gallinas y vacas. Esos hombres analfabetos no sabían más que labrar la tierra y ordeñar; por lo que vieron en el joven alguien de quien aprender y en quien confiar. Esto animó al gigante, que hablaba con propiedad, aunque pocas veces supiera en verdad de lo que hablaba. Eidhard tampoco había matado nunca a nadie, pero eso no lo debían saber sus compañeros.

La noche llegó y con ella el cansancio y el hambre. La oscuridad era densa y los ramajes alrededor limitaban la visión. Durante medio día habían estado marchando por una densa arbolada que se extendía por las crestas de los Acantilados por kilómetros. Muchos que habían ido al valle sabían que estaban cerca, por lo que decidieron descansar, hacer unas fogatas y cantar algunas canciones para avivar los ánimos. Hasta el momento ninguno era consiente de que iba a una batalla, y el miedo aún no estaba presente. Bebieron algunas cervezas y se fueron a dormir.

Antes del amanecer la compañía inició de nuevo la marcha. Durante el camino comieron algo de carne seca y unas galletas, y antes de mediodía vieron finalmente el linde y, a lo largo, el verde valle de flores amarillas; lo habían logrado. Todos esperaban ver cientos de carpas con banderas de colores vivos, y mucho movimiento y ruido; pero no había nada de eso. Así que decidieron salir al linde.

Pero ninguno sabía qué era el cargo de batidor, o de explorador. Ninguno era cauto, pues habían vivido en la aldea toda su vida. Por lo que todos salieron del linde al mismo tiempo. Al hacerlo, vieron con alegría un grupo de unos quince hombres alrededor de una pequeña fogata humeante. Entonces, bonachones, se acercaron, pensando que eran soldados de alguna otra aldea cercana.
-¡Hola amigos! -dijo Eidhard levantando las manos, amable pero impetuoso. Su orgullo le permitía hablar con propiedad incluso a desconocidos.

Pero al acercarse se dio cuenta que esos hombres parecían diferentes a ellos. Eran de estatura un poco más baja, pero corpulentos, y los rasgos parecían más finos. Los quince parecieron palidecer al ver a Eidhard y sus compañeros. Entonces se miraron entre ellos y parecieron saludar… pero en otro idioma.

Todos quedaron paralizados, pues se dieron cuenta que no eran compañeros de armas… ¡Eran el enemigo! Al principio todos dudaron, en ambos bandos. Parecieron pensar en una tregua, pero Eidhard, llevado por su arrogancia, rápidamente se dio cuenta que los superaban en número. Además, parecían ser más débiles que él. Por lo que el joven gigante fue el primero en tomar su espada para blandirla. ¡Él sería quien iniciaría la batalla!

Pero no fue así. Apenas sacó la espada de su funda sintió un golpe abrupto al costado derecho de su cabeza. Un golpe súbito que lo hizo perder el equilibrio y la visión. Todo quedó en tinieblas. Eidhard cayó hincado sobre su rodilla, con los ojos abiertos, pero con todo su alrededor negro. Ni siquiera escuchaba bien, pues de repente todo fue difuso. ¿Qué había pasado? Él creía ser el mejor guerrero. ¿Quién lo había golpeado?

Duraron sólo unos segundos para que volviera en sí. Su visión volvió y vio solo pasto. Entonces intentó levantarse, pero casi de inmediato sintió un golpe en su mano derecha, como quien se machuca con una puerta. No sintió casi dolor, pues la adrenalina le corría por todo el cuerpo, pero sí quitó su mano derecha por acto reflejo. Se levantó y vio un caballero frente a él que blandía una espada. Así que por simple instinto subió sus manos para evitar el golpe, y allí se dio cuenta que su mano derecha le colgaba del brazo, casi desprendida por completo. Sólo la sostenía un poco de piel y algunos tendones. Aunque no sentía dolor, la impresión lo hizo gritar.

Logró esquivar el segundo golpe del enemigo con tan sólo una cortada leve en el antebrazo, pero sólo hasta entonces tuvo lucidez para pensar en la situación: sólo habían pasado instantes, y había sufrido un golpe en la cabeza y había perdido su mano derecha. Su batalla había terminado en menos de cinco minutos. Ya no podía luchar, pues era diestro, y no tenía arma alguna: había soltado la espada al sentir el corte en la mano.

Así que, presa del terror y del pánico, salió a correr hacia la arbolada. Olvidó a sus compañeros, su orgullo, sus ansias de poder, sus fantasías… todo. Se volvió un niño malcriado e indefenso. Su alta talla ya de nada servía. Sus ínfulas de matón habían quedado por el suelo. Estos no eran simples aldeanos de los que se podía aprovechar, estos eran en verdad guerreros, soldados que sabían que era mutilar, degollar y matar. Y el claro ejemplo era el hombre que lo había atacado: no era un simple campesino, pues se movía rápido, era fuerte y valiente, tenía un yelmo enterizo de acero, armadura y una capa roja. Su enemigo sí era un soldado que quizás había asesinado a muchos en batalla.

Todo esto pensaba Eidhard mientras corría cuesta arriba. El camino era accidentado, pero la adrenalina y el miedo lo llenaban de energía. Escuchaba a lo lejos gritos, insultos en ambos idiomas, súplicas y el chocar de los metales; pero cada vez eran más distantes. Siguió corriendo unos minutos más hasta que el cuerpo dejó de responderle. Las piernas le temblaron y finalmente cayó en el suelo. Apenas lo hizo el pecho empezó a dolerle, la cabeza empezó a retumbarle y la garganta le pareció arenosa. Y en sólo segundos empezó a vomitar, pero no vomitaba sólo bilis, también sangre. Ahí se dio cuenta que tenía una hemorragia nasal, quizás causa del golpe en la cabeza. Él no lo sabía, pero apenas sacó su espada un soldado que los había estado siguiendo desde el linde lo golpeó con un martillo, y casi de inmediato el otro soldado lo mutiló.

Eidhard entonces empezó a sentir que los segundos eran horas. El dolor empezó a invadirlo. La mano ya se le había desprendido y salían chorros de sangre por el brazo. Todo su cuerpo estaba rojo. Intentó hacerse un torniquete, pero no pudo apretarlo bien porque no tenía fuerza en su brazo izquierdo. El frío empezó a despertarle el dolor en el brazo, hasta que se volvió un suplicio. Y no era sólo el brazo: la cabeza le dolía como si la cincelaran a carne viva. Sudaba del dolor, mientras la cabeza le palpitaba de manera agónica. La sangre no dejaba de salirle por la nariz, y el vómito volvió dos veces más. Intentó respirar profundo para calmar el malestar, pero no era posible.

¿Dónde había quedado el sueño de gloria? Él, el alto y bello Eidhard, a quien envidiaban los hombres y amaban las mujeres, yacía manco en una arbolada, con un chichón negro en la cabeza, un ojo rojo a causada por el golpe y pálido por la pérdida de sangre. ¡¿Cómo era posible que su destino, su gran destino, fuera el durar menos de cinco minutos en una batalla y fuera morir solo y deshonrado como una rata que escapa herida y muere entre las paredes?! ¡¿Qué clase de final era ese para un hombre tan grande como él?!

La batalla entre ambos ejércitos se llevó a cabo dos días después. Ambos ejércitos recibieron tantas bajas que ninguno avanzó, por lo que la aldea se salvó. De los treinta y dos que salieron a la batalla volvieron trece; todos huyendo. Pero hubo cuatro de ellos que lograron herir o matar a algún enemigo. Y ellos llegaron cansados pero orgullosos, pues habían hecho más que el cobarde de Eidhard. Nadie se molestó en buscarlo. De hecho, la verdad nadie sabía si estaba vivo o muerto. Todos contaron la historia del tonto arrogante que duró menos de cinco minutos dando batalla. El joven que se mofaba de todos y alardeaba de su fuerza fue abatido como una niña indefensa. El rumor se esparció por el pueblo, y todos los hombres y mujeres que sufrieron a manos del gigante se alegraron.

Al mismo tiempo, unos niños que jugaban en el bosque se toparon con un bulto lleno de hojas entre los árboles. Al acercarse se dieron cuenta que era el cuerpo de Eidhard, azulado y rígido. Los perros ya se habían comido sus piernas, y en su rostro se veía el sufrimiento de haber estado casi un día entero agonizando, solo, en medio de los árboles, frustrado y dándose cuenta que quien lo mató fue su orgullo y no el enemigo. Así fue la historia de Eidhard, el guerrero arrogante que nunca luchó.




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