CUENTOS
Cuento
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Aunque han pasado ya varios años, vienen a mí tórridos recuerdos de horrores pasados, rodeados de duro metal y frías tinieblas. Ni mi esposa ni yo podemos olvidar aquel espantoso día de abril, un día de imágenes grotescas aderezadas de miedos pasados. Aún ese terror palpita y humea en mi interior. Ambos lo recordamos vívido, como un trauma intemporal que transcurre en cámara lenta y extiende los minutos hasta el infinito y la nada. Ella es quien más sufre, pues a menudo es invadida por esas profanas pesadillas que le recuerdan lo encontrado en el contenedor. Pero no es la única que sufre tales males: en ocasiones, yo mismo revivo esos recuerdos, pues llegan de repente vigorosos momentos que estremecen mi ser por completo. Son memorias extrañas e inexplicables de las que aún no me he podido liberar.
Ese día, particular y terrible, tenía un cielo nostálgico y cargado de grises nubes. Parecía advertir una fuerte tormenta, cual premonición maligna, pero nunca llovió. Un fuerte viento se levantaba de la costa y golpeaba nuestros cuerpos, al tiempo que esperábamos en la portería a que el funcionario nos permitiera el ingreso. No voy a detenerme en los aburridos trámites burocráticos de ese triste sábado. Solo diré que con mi esposa compramos un contenedor abandonado en aduanas a un muy buen precio. Desconocíamos su contenido, pero según la lista no había ni armas ni materiales peligrosos; aunque hubiera preferido que estuviera cargado de químicos inflamables que de… eso que nos encontramos.
Ingresamos después de un par de horas al enorme patio donde descansaban todos los contenedores abandonados de la aduana. Eran incontables, y el patio semejaba un enorme camposanto gris lleno de gusanos de lata; bestias metálicas sin orejas ni ojos que guardaban tesoros preciosos y vacíos oscuros. Caminamos por unos minutos siguiendo al antipático funcionario hasta llegar a nuestro contenedor. Era gris y pequeño (unos 6 metros de largo), y tenía la enorme inscripción de MAERSK con su respectiva estrella blanca y azul. Estaba un poco oxidado a los costados y tenía impregnado la peste normal del viaje. Al verlo, silencioso y solemne, una emoción visceral se apoderó de mí, teñida con un poco de codicia. Deseaba, cual hambriento, destapar esa gran puerta y ver la mercancía que iba a darme jugosas ganancias. Imaginé por un momento un depósito exótico, lleno de antigüedades finas y costosas. Miré a mi esposa, y vi que ella también tenía un brillo de ansiedad y felicidad en sus ojos cafés. El hombre nos dio las llaves de los candados, nos advirtió que a las seis de la tarde cerraban y se retiró. Entonces nos lanzamos a la puerta por nuestro botín. Al principio costó un poco de trabajo, pero con algo de esfuerzo la abrimos lentamente. La puerta rechinó como si aullara, y allí la vimos.
El contenedor provenía de Varna, un largo camino hasta los puertos del Pacífico. Eran fácilmente 12.000 km, por lo que el transporte podía durar veinte días, esperando que el tránsito en el estrecho de Panamá hubiera mejorado (los últimos días el nivel del canal era bajo, por lo que había muchos buques represados). Además, el contenedor no había sido reclamado por un comprador desde su arribo, dos meses atrás; por lo que se catalogó como abandonado. Por más que aduanas intentó contactar al comprador, el ignoto inversionista nunca apareció. Todo esto lo menciono porque considero que justifica mi pensamiento y permite que no sea tildado de inverosímil.
Mi esposa soltó un grito agudo que bordeó el pánico. Yo retrocedí de inmediato, no por la peste que expulsó el contenedor, sino por ella. Sí, ella. En medio de enormes cajas arruinadas estaba una pequeña niña, vestida de blanco y con el cabello negro. ¡Una niña! ¿Cómo era posible que una niña estuviera en un contenedor trasatlántico por casi tres meses? Más desconcertante aún era su estado: no se encontraba desahuciada, sucia o sedienta. Por el contrario, estaba impecable, sana y hermosa; a tal punto que parecía brillar en medio de la espesa oscuridad del interior del contenedor. Su piel era blanca y su carita redonda. En sus grandes ojos se veía el temor, y sus manitas contra su pecho demostraban que tenía mucho miedo. No debía superar los diez años. Tiritaba, y nos miraba con los mágicos ojos bien abiertos, quizás esperando lo peor.
Nuestro mundo se detuvo en ese momento. Olvidamos el vaho pestilente del interior del contenedor, olvidamos el resto de la mercancía, olvidamos la codicia y la emoción. Quedamos estáticos por unos instantes, pensando cómo actuar, mientras la bestia metálica abría sus fauces y mostraba sin pudor una hermosa princesita. A mí llegaron en tropel ideas estrambóticas, irreverentes y terroríficas. Mi mujer me miraba, atónita y pálida, sumergida entre el instinto maternal y el terror nervioso e invalidante.
Fue mi esposa la primera en actuar. Se acercó a la niña, pero ella dio unos pasos hacia atrás, esquiva, e intentó escabullirse entre las cajas.
—¡Espera! —le grité.
La niña se detuvo, obediente. Parecía más confiada conmigo que con mi esposa. Entonces me acerqué con cuidado, lentamente, respirando por la boca para aguantar el hedor.
«Ella ha tenido que aguantar esa peste mucho tiempo, lo mínimo que puedo hacer es aguantar unos instantes» pensé mientras me agazapaba frente a ella para quedar a su altura. La niña de cabellos negros pareció más receptiva, aunque todavía se notaba su temor. Me miró con detalle y esperó, temblando. En ese momento vi que de su rostro redondo se asomaban unas pequeñas pecas, y sus mejillas sonrosadas engalanaban su encanto. Su aspecto angelical era como en los cuentos de hadas, aunque estuviera rodeada de cajas enormes.
—¿Cómo te llamas? ¿Dónde están tus padres? ¿Tienes hambre? ¿Sed? —la atosigué con preguntas mientras la miraba con detalle. Pero era obvio para mí, que ella no entendía una sola palabra de lo que decía. Era comprensible, su agraciado aspecto parecía ser extranjero.
Al ver que no me podía comunicar con ella, me abordó una sensación extraña, instintiva, incluso paternal. Así que abrí los brazos, invitándola a que se acercara y me abrazara. Ella dudó, sus manitas seguían sobre su pecho, pero pareció entender el idioma universal del amor y la confianza. Dio unos pocos pasos, hasta que finalmente me abrazó. Al principio me sentí emocionado y contento. Un hombre siente un gran logro al proteger a una mujer, y evoca su instinto de valeroso caballero de armadura brillante. Mientras la abrazaba, le mecí los negros cabellos, lo que pareció calmarla un poco. Ella apoyó con confianza su cabecita en mi pecho, y permaneció así por algunos instantes.
—¿Hace cuánto no abrazaba a alguien? —me pregunté—. Pobre niña, sola por tanto tiempo, asustada y en tierras extranjeras. Debe estar aterrada al estar frente a dos adultos desconocidos. ¡Tan delicada e indefensa! ¡Tan lejos de su hogar desconocido y de su patria maligna!
Pero el abrazo, de repente, empezó a sentirse incómodo, hasta volverse un estremecimiento odioso. Solo en ese momento me di cuenta de que el menudo cuerpo de la niña estaba frío, muy frío, casi cadavérico. Su temperatura estaba muy baja. Pero no era solo su calor corporal: sentí que su abrazo me sumergía en un vórtice de horror que me desnudaba la mente y me erizaba la piel. Un abrazo voraz que llevaba mi alma a una nada profunda y terrible. Su aura, en esencia venal, pareció absorber todo el amor del mundo. Y no era solamente su abrazo, pues ella misma olía a pasto, a tierra húmeda y a flores, en específico a crisantemos, las flores fúnebres por excelencia.
Incapaz de resistir ese abrazo, que semejó para mi alma una carnicería y una muerte, la solté y me repuse, agotado y empapado de sudor. A mí llegaron terrores inexplicables y vertiginosos que me hicieron temblar de pies a cabeza. La niña, hermosa y con sus ojos brillantes bien abiertos, me miró con duda y a la vez con amor. Quizás percibió en mí el indomable miedo que despertó en mi corazón. Entonces miró a mi esposa, que se había acercado un poco más, y como pudo se embutió entre las enormes cajas del contenedor, desapareciendo por completo en esa oscuridad siniestra.
—¡Espera! —le pedí, asustado y a la vez avergonzado.
Pero ella no hizo caso, y ante mis ojos se esfumó, como si un coloso gris y henchido hubiera devorado a su víctima, pequeñita y de vestidito blanco.
Mi esposa se acercó, me puso su mano en el hombro y dijo: —No te preocupes. Ella debe estar asustada. Es difícil confiar en unos desconocidos. Además, quizás ha pasado por varios traumas, lo que justifica su desconfianza. No te preocupes por ella. Mejor llama a tu primo y a tu tío para que nos ayuden con las cajas. No creo que tú solo puedas—. Entonces sintió mi temblor, y añadió: —Creo que tienes fiebre.
No fui capaz de confesarle que lo que en verdad sentía era pavor. ¡Un pavor extraño causado por la bella niña!
—¿Quieres que traiga comida? —me preguntó.
Yo negué con la cabeza. —Iré yo y aprovecharé para hablar con los funcionarios. La verdad no sé qué hacer.
—Debemos llamar al Bienestar Familiar para que se encarguen de la niña. Pero por ahora desocupemos el contenedor. Cuando ya estén todas las cajas afuera podremos entrar por ella y cuidarla.
—Tienes razón. Iré por comida. Ella debe tener hambre —dije como pretexto para alejarme. Quería tomar distancia de la niña y del contenedor. Necesitaba tiempo para pensar, e ir por comida era una excusa perfecta.
Mientras caminaba con sorna por el enorme patio pensaba con más detalle. «¿Cómo era posible que una niña sobreviviera a tres meses encerrada sin comida ni agua? Quizás en algunas cajas había comida… sí, eso era una explicación lógica. Pero ¿y su estado? Debería estar andrajosa, apestar a sudor y estar con el cabello grasoso. Por el contrario, su cabello estaba sedoso; lo había sentido mientras la peinaba con mis dedos. ¿Y de dónde proviene? ¿Es bávara o quizás búlgara? ¿Será una refugiada de la guerra? ¿Será ucraniana o rusa? ¿Vendrá del Dombás? ¿Y tendremos que adoptarla o el Bienestar Familiar se encargará de ella? Quizás viva un tiempo con nosotros mientras se hacen todos los trámites burocráticos. ¿Cómo serán esos trámites? No me imagino escribiendo en un papel que encontré a una niña en un contenedor de carga. ¡Qué absurdo! Y si vive con nosotros, ¿Mariana la aceptará? Mi hija es muy celosa, y no creo que quiera una hermana que apareció de repente en medio de un montón de cajas viejas y polvorientas».
Entonces me detuve frente a la máquina expendedora para calmarme, pues la mente es un potro salvaje y brioso que corcovea con violencia cuando intentamos calmarlo. Por lo mismo, los problemas son más graves en la imaginación que en la realidad. Sentí que estaba pensando más de lo necesario, llegando hasta el peligroso borde de lo onírico y lo sobrenatural. Quizás era como dictaba la Navaja de Ockham: era una simple niñita asustada que se había colado en un contenedor.
Ya un poco más tranquilo, compré unas papas fritas y una gaseosa, y fui directamente a la oficina de aduanas. Allí les dije a los incrédulos funcionarios que había encontrado una niña en un contenedor. Ninguno me creyó, pero dijeron que apenas la niña saliera del contenedor llamara a Bienestar Familiar. Salí ofuscado de la pequeña oficina con olor a pino, y llamé a mi tío y a mi primo. Ellos vivían a veinte minutos del patio, por lo que podían llegar rápido y ayudarme con el descargue. A ellos no les dije nada de la niña escondida entre el metal.
***
Mi tío y mi primo llegaron en su camioneta antes de que la cerrada noche gobernara el mundo. Había suficiente luz para, por lo menos, sacar las vetustas cajas y sacar a la niña. En mi cráneo se volvió a posar la falsa ilusión de que teníamos que rescatarla. Recordé por un momento la reacción impresentable de repulsión que tuve frente a ella; y ahora me sentía con el afán maniático de compensar mi ofensa y darle cierto bienestar. Nada había hablado con mi mujer, pero en mi cabeza ya rondaba la adopción; quizás impulsada por un sentimiento de culpa al no poder disimular el asco y el terror que sentí con ese abrazo aborrecible.
Empezamos con las cajas pequeñas del frente. Mientras sacábamos las cajas del gris contenedor, íbamos revisando el contenido. Las primeras cajas tenían algunos muebles desarmados y ropa vieja y arruinada por las polillas. Pero a medida que sacábamos cajas, las mercancías se volvían más extrañas. En una de las cajas encontramos algunos objetos antiguos, muy antiguos: una locomotora tallada en madera con ruedas rojas, canicas, un ábaco y una vieja máquina de escribir. En otra encontramos un uniforme alemán con un casco de la primera guerra mundial (con la reconocida púa en la parte superior), un bolso y un par de zapatos. Una tercera caja tenía el torso de un blanco maniquí, un bebé de plástico, un reloj y un sombrero.
Pero una cuarta caja, muy pesada, nos causó más desconcierto, pues tenía tierra, solo tierra. La quinta caja también tenía tierra, y la sexta. Y apenas despejamos toda la primera fila de cajas, vimos que había muchas más cajas de madera con forma rectangular. Todas tenían tierra, y fue mi esposa la que se dio cuenta de que tenían la espantosa forma de un ataúd para bebés. ¡¿Qué clase de enfermo había sido el dueño de ese contenedor?! ¿Qué persona loca envía tierra desde Varna? Entonces pensé en la niña. ¿Acaso ese fue el olor que percibí mientras la abrazaba?
Sacamos en total quince cajas de madera llenas con tierra y continuamos con la tercera hilera de cajas. En ese instante toda la situación se volvió aún más insólita y chocante. Las cajas de la tercera fila estaban llenas de juguetes extraños y viejos, de artes diligentes y terribles. Casi todos estaban dañados y tenían un aspecto sucio y embrujado. Había allí tambores descoloridos, soldaditos de plomo sin cabeza y sin brazos, pirinolas con extraños signos. Pero hubo tres juguetes que me causaron escalofríos: El primero fue el peluche sucio de un mono con rostro de una calavera. El segundo fue un muñeco con piel gris y ojos blancos (un bebé que tenía el tono de piel de un ahogado). El tercero y más espantoso estaba al final de la caja más grande de esa hilera, y era la figura de un caballo fantasmal de belfo estropeado; un rocín apocalíptico de mirada epiléptica y sonrisa senil. Apenas saqué ese insano caballo de madera miré a mi esposa. Ella me devolvió la mirada, estupefacta y asqueada. Mi tío y mi primo me miraban con confusión, incrédulos con la insólita mercancía del contenedor; un contenedor que cada vez revelaba más sus siluetas malformadas que exudaban unas negras voluptuosidades.
Y la turbación casi llegó a su clímax cuando destapamos una caja repleta de fotos amarillentas y antiguas, tomadas con una cámara polaroid. Era evidente que esas fotos mostraban la antigua práctica de la fotografía post mortem. En otras palabras, todas las fotos mostraban muertos vestidos y sentados. En algunas fotos el muerto salía con toda la familia, en otras fotos salía solo el cadáver. Algunas veces tenían los ojos abiertos y vacíos, otras veces cerrados como si durmieran. Pero también encontramos fotos censurables de muertos carnavalescos en vulgares posiciones y con utensilios extraños y arruinados a su alrededor.
Entonces fue mi tío quien lanzó un grito de horror al mirar al interior del lóbrego contenedor. Todos enfocamos la mirada en la oscuridad y vimos, entre algunas cajas que todavía quedaban en el interior, la carita redonda y brillante de la niña pelinegra. No era muy visible por la falta de luz; la visión parecía una foto borrosa de un espectro victoriano. Sin embargo, los cuatro notamos que tenía frías sus pupilas, y sonreía; una sonrisa extraña, casi maligna y sardónica. A todos se nos heló la sangre al ver la cabecita pequeña y ladeada en medio de las cajas llenas de telarañas y moho. Ninguno se movió por unos instantes, petrificados del miedo, incapaces de reaccionar a la mirada lejana y casi invisible de una niña pequeña. El olor a crisantemos volvió a golpear mi olfato, pero casi de inmediato desapareció. La niña volvió a esconderse rápida tras las cajas. Ya solo quedaban dos hileras para llegar a al espacio donde la niña se escondía.
—¡Es un fantasma! —gritó mi tío, que toda la vida había sido supersticioso.
—No, tío, es una niña que llegó en el contenedor —le expliqué—. Es de carne y hueso. Yo mismo la abracé y le mecí el cabello.
—¡¿Si se escucha?! —preguntó mi tío muy exaltado—. ¡Eso es imposible! Una niña no puede sobrevivir encerrada en un contenedor. ¡Se sofocaría! Si no la mata la falta de aire la mata la inanición y el calor del viaje. ¡Es un espectro!
Mi tío tenía razón, pero la realidad no le hacía caso a su racionamiento. La niña era una niña extranjera, y estaba viva y en el interior del contenedor. Yo mismo lo había comprobado.
Después de conversar por varios minutos con mi tío y mi primo, logré calmarlos y convencerlos de que me ayudaran con las cajas faltantes. Empero, tanto mi esposa como yo también compartíamos el temor. La aparición sonriente de la extraña niña había causado en ambos un mal presagio, un sentimiento de zozobra y a la vez de miedo. Los cuatro estábamos ansiosos por sacar por lo menos dos cajas para poder entrar a la parte posterior del contenedor y conocer todas las respuestas.
—¡Ya vamos a ayudarte! —le grité mientras sacábamos una de las cajas que nos impedían el paso. No sé si lo hice para avisarle o para espantarla, pues una parte de mí no quería encontrarla. No inspeccionamos esa caja para no perder tiempo (aunque la caja hedía a muerto). La noche caía rápida y debíamos salir del patio antes del anochecer. Además, el juntar a la niña y a la noche causaba en mí un sentimiento gorgoteante de temor, como si relacionara ambas entidades a un satánico juego.
-Sacamos la segunda caja con presura y, en un trato omitido, permanecimos todos afuera del contenedor, esperando que la niña saliera.
—¡Ya puedes salir, querida! —gritó mi esposa con voz temblorosa.
Era obvio que ninguno quería entrar por ella. En ese momento sentimos el contenedor más oscuro y maligno, como si un halo espeluznante rodeara la mole de metal.
—¡Sal, niña! —gritó mi primo, casi hiperventilando y esperando ver a la pequeñita de vestido blanco salir del contenedor.
Pero no hubo respuesta alguna.
Al ver que la noche llegaba, decidí entrar con una linterna en la mano. Caminé lento hacia el final del contenedor, moviendo el rayo de luz de un lado a otro, nervioso. Mi respiración se detuvo por un momento, mis manos sudaron y mi cabello se empapó durante esos largos instantes. Entonces pasé por la hilera alta de cajas y allí estaba.
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Mi estómago se contrajo al verla. Sentí en mi pecho un retumbar siniestro que casi me hace colapsar, pues lo que encontré fue completamente inesperado. Bajo el rayo de luz de la linterna vi el cuerpo derrumbado. Estaba rodeada de mirra, cual virgen vapuleada por la tragedia. Permanecía desgonzada, sin vida, tendida holgadamente entre esa crasa penumbra. Cerca de ella había algunas latas de comida vacías; ideales para alimentarse por unos días, pero insuficientes para sobrevivir tres meses.
Pero había algo extraño en el cadáver, un detalle terrible que no asimilé de inmediato. Me acerqué un poco más y finalmente lo percibí. ¡No era la niña! ¡Era otra niña! La joven inerte era rubia, de ojos azules y mucho mayor. Por su aspecto, podía rondar los quince años. Era una adolescente diferente a la niña de ojos brillantes y cabellera sedosa y oscura. Una jovencita que ahora era una pódre inerte que solo días antes había sido una hermosa, aunque sufrida, señorita. Un cascarón ceniciento hasta las puntas, marchitado y flácido, que mostraba una belleza pasada y un vestigio de vitalidad juvenil.
Entonces cayó sobre mí un ansia terrorífica que por poco me asfixia. Miré a todos lados con la linterna, rincón a rincón, palmo por palmo, registrando con meticuloso detalle mi incoherente, infructuosa y desesperada búsqueda. ¿A dónde fue la niña de efímera dulzura y gloriosa sonrisa? ¿La niña pelinegra de vestidito blanco y sutiles pecas? No había rastro de ella en ese pequeño y claustrofóbico espacio. Y mi terror se incrementó como una violenta avalancha al ver unas sedosas hebras de cabello largo y negro sobre mi camisa.
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Después de ese terrible día tuve que dar muchas explicaciones a la monolítica policía. La jovencita rubia fue identificada dos meses después como Arina Boiko, una joven de trece años que escapaba de la guerra. Logró colarse al contenedor después de que sus padres sobornaran a los guardias. Murió de hambre, pues las raciones que logró reunir no fueron suficientes. Sin embargo, también le diagnosticaron una anemia grave durante la autopsia. Fue una verdadera calamidad marítima.
Los cuatro comparecimos ante la fiscalía y contamos nuestra enigmática historia. En solo ocho meses nuestra situación judicial quedó saldada. Quedamos libres de todos los cargos. La mercancía fue confiscada y perdí mucho dinero; pero el dinero se recupera. Por el contrario, nuestra salud mental quedó estropeada. Nunca vimos de nuevo a la misteriosa niña de cabellos negros, y al día de hoy dudo de mi raciocinio, pues no tengo una explicación de los sucesos al interior de ese aborrecible y sombrío contenedor. Aun así, guardo como un tesoro las hebras de cabello negro, esperando que algún día me ayuden a resolver el misterio. Esos cabellos oscuros son la única posesión que tengo de ese contenedor; un recuerdo horrendo y macabro de ese día inusual y cruel.