Juan Esteban Peláez

CUENTOS

Obra de Joel Peter Witkin Obra de Joel Peter Witkin

El Espejo

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

Aunque muchos gemelos disfrutan ser lo que son, ese no es mi caso. Para mí, el ser un gemelo resultó una maldición.

Cuando niños, mi hermano Darío y yo éramos inseparables, pues a edad temprana todavía disfrutábamos el ser distintos a los demás. En el colegio realizábamos bromas, aun a los profesores, pues nos hacíamos pasar por el otro, y nos jactábamos de nuestras travesuras al llegar a la casa. A veces, aunque uno de los dos disfrutaba, el otro tenía que aguantarse algún regaño a causa de una mala calificación o de alguna travesura que el otro había ejecutado, y allí venían los conflictos.

Darío y yo, aunque físicamente éramos iguales, teníamos personalidades completamente diferentes. Yo era más cauto, conservador y tímido. En cambio, Darío era extrovertido, alegre y muy buen conversador. Cuando realizábamos estas bromas teníamos que fingir, pero a mí, por supuesto, se me hacía más complicada la empresa. Por otro lado, yo era mucho mejor en los deportes, y era en esas situaciones cuando él tenía que esforzase, y yo simplemente disfrutaba.


Los años de colegio fueron en verdad alegres. En ese tiempo ambos vestíamos igual, nos peinábamos igual y hablábamos casi igual, aunque los temas y los ademanes eran distintos. A menudo Darío me defendía de los bravucones de grados mayores, y yo le ayudaba con las tareas de biología y química, pues él no era muy bueno para resolver esos problemas. Recordar aquellos tiempos me da nostalgia, pero ya no hay vuelta atrás.

Después de graduarnos nos separamos un poco más. Él se dedicó a la vida nocturna, a las fiestas y a otros delirantes placeres, mientras yo empecé a trabajar con un tío en una tienda. Muy pocas veces Darío me convencía para que lo acompañara a una fiesta, y cuando yo aceptaba, a las horas estaba arrepentido, pues se repetía siempre la misma situación: Darío y yo teníamos gustos similares por las mujeres, y toda mujer que me gustaba también le gustaba a él. Así que siempre se formaba una competencia, y yo siempre perdía.

Sin embargo, todo cambió cuando Darío y yo conocimos a Ana. Nos la presentó un amigo de la familia. Apenas la conocimos ambos quedamos encantados con su belleza y la dulzura que irradiaba. ¡Qué hermosa! Pero, aunque hermosa, fue la causa de la desgracia. Ya se pueden imaginar lo que sucedió, pero hay un suceso que me hace pensar que finalmente enloquecí, dejándome caer presa del delirio, del gusto y de la densa oscuridad que suele engendrarse en los corazones amorosos.

Al principio, mi hermano y yo íbamos juntos a visitar a Ana. Pero con el tiempo el sentimiento de amor hacia ella se incrementaba en nuestros corazones, y, por lo mismo, empezamos a visitarla por aparte, intentando evitar que el otro se diera cuenta. Yo intentaba hablar de temas personales, pero cuando Ana me decía que Darío la había ido a visitar yo me enervaba, y empezaba a difamar contra mi propio hermano. Él también hacía lo mismo. Así, poco a poco empezó a formarse una rencorosa rivalidad.

Los días pasaron, pero los celos y la competencia se incrementaban en vez de mitigarse. El gusto por Ana crecía a medida que pasaba el tiempo, y el odio hacia mi hermano se fortalecía, creando un profundo abismo de furia y envidia. Ahora pienso que el origen de tanta furia era mi inseguridad, pues temía que Darío me venciera esta vez.

Así que un día, colérico por una visita y un regalo que Darío le dio a Ana, visité el mundo nocturno, y me abandoné a los tóxicos alucinógenos que excitan la mente y turban la paz. A esas horribles drogas las acompañé con botellas de ron. Todo esto me dejó extasiado y en un punto nublado del cual solo alcancé a recuperar retazos de mi memoria. Sin embargo, en mi momento final recordé lo sucedido.

Entre esas vagas imágenes recuerdo que Darío llegó a altas horas de la noche. Llegó embriagado porque había ido a celebrar su enorme triunfo sobre mí. Yo en ese momento no sabía nada, pero él, bonachón y sátiro, se sentó a mi lado, me abrazó y me dijo que había logrado lo que yo nunca hubiera podido lograr: Ahora Ana era su novia.

Esas palabras despertaron en mí una especial furia, y en mi interior crecieron la ruina y el caos, como si el mismísimo Érebo se extendiera en mi pecho, quemándolo de amargura y dolor. Estábamos solos, pues mis padres se habían ido a un viaje vacacional, y volverían en una semana y media. Cuando él me dijo eso estábamos en la sala, tumbados en el sofá a causa de nuestros estados. En esos momentos la memoria se me tornó difusa.

Cuando desperté vi que todo estaba en calma. La sala estaba tal y como la recordaba, por lo que deduje que no había tenido ninguna riña violenta con Darío. Había cuatro botellas de cerveza sobre la mesa, por lo que supuse que mi hermano me había brindado más alcohol. Entonces recordé lo que Darío me había dicho, y lo maldije. Subí las escaleras dispuesto a darle un puñetazo en el rostro por haber logrado lo que yo no pude; pero cuando entré a su cuarto vi que no estaba. La cama estaba tendida y las cortinas abiertas, como si Darío no hubiera dormido en el cuarto. Bajé las escaleras y lo busqué por toda la casa. Grité su nombre varias veces, pero no había rastro alguno de él.

La casa estaba en perfecto orden, incluso tenía un aroma a perfumes. El suelo estaba encerado y las mesas desempolvadas. Todo era muy confuso, pero se hizo aún más confuso cuando noté que en la sala había un gran espejo de marco dorado y labrado con extraños tribales. No recordaba ese espejo la noche anterior, y estaba casi seguro que nunca lo había visto.

La duda se apoderó de mí con gran ímpetu. No entendía la razón de ser de ese hermoso espejo. El cristal estaba muy lustrado, y noté que estaba pegado a la pared, lo que se me hizo todavía más extraño. Intenté recordar una y otra vez la existencia de ese espejo, pero no lo logré. A mi cabeza llegaron varias conjeturas, como por ejemplo que Darío lo hubiera comprado la noche anterior, pero ¿cómo lo había instalado? El espejo era un poco más alto que yo, y esa empresa era de por lo menos cinco horas mientras se secaba el pegamento y se cuadraba el marco dorado y hermoso.

El día pasó lento. Una horrible resaca me azotó hasta el atardecer, acompañada de un ardiente vómito y una sed insaciable. Ya al anochecer, aunque todavía estaba dolido por la situación, empecé a preocuparme por mi hermano. Darío no solía perderse, y una extraña sensación en mi interior me incomodaba y me trastornaba, como si un designio maligno abrigara mi entorno y el de mi hermano.

Darío no apareció los dos días siguientes; pero, aunque yo siempre cerraba las cortinas de su cuarto por la noche, al amanecer estaban abiertas de par en par. Esto me hizo pensar que Darío llegaba a altas horas de la noche a dormir y se levantaba antes que yo para salir de nuevo de la casa. Este pensamiento me tranquilizó un poco. Además, la tercera noche sentí pasos en el pasillo, y sentí el abrir de la puerta de su cuarto, así que me calmé completamente. Al día siguiente él ya no estaba, su cama estaba tendida y sus cortinas blancas abiertas de par en par.

Esta situación duró otros días más. Parecía que Darío me tuviera miedo, pues no se dejaba ver de mí, aunque se dejaba sentir. Entonces empecé a especular que quizás la noche de mi delirio le había hecho o le había dicho algo que lo había herido de sobremanera. Incluso pensé que podía haberlo amenazado de muerte, y que por eso me evitaba a toda costa.

Por lo mismo, le escribí una carta pidiéndole disculpas y se la dejé sobre la cama. Al día siguiente me desperté, pero él no estaba. Sin embargo, me tranquilizó el saber que había leído la carta, pues ya no estaba allí.

Ahora bien, por otra parte, en el primer piso empezó a rondar un hedor agrio y pestilente. Pensé que era el olor de las drogas consumidas, pues ese fastidioso olor parecía no tener origen alguno; se esparcía por todas partes como una peste. El hedor se hizo tan intenso que varios vecinos empezaron a quejarse. Así que llené la casa de pebeteros y aromatizantes, hasta que por fin pude disimular el olor.

Bien, llevado por una extraña sensación y un profundo sentimiento, me empecé a mirar constantemente en el espejo, quizás intentando ver a mi hermano en mi reflejo. Esta situación me estaba incomodando mucho, y él ya me hacía falta. Miraba mi reflejo detenidamente, mientras intentaba explicar la llegada de ese hermoso pero enigmático espejo.

Y, en un impulso, fui a la peluquería y me corté el cabello como Darío, quizás esperando ser como él, o para mitigar su distanciamiento. Y después empecé a imitar sus ademanes, perfeccionándolos mientras me miraba en el espejo. Aunque me costó algunos días, logré imitar sus muecas, sus expresiones y hasta su tono de voz. Entonces pensé en hacer una prueba para ver si podía imitar perfectamente a Darío, como antes en el colegio. Así que invité a Ana a la casa.

Apenas ella llegó, empecé mi actuación. Al principio, nervioso por mi broma, sentí mi propio acento fingido, pero ella no pareció notarlo, así que empecé a actuar con más calma. A menudo utilizaba ademanes y expresiones de mi hermano, pero a veces actuaba como yo mismo. Ana no parecía darse cuenta.

-¿Y dónde está tu hermano? -me preguntó sin saber que era el mismo con quien hablaba. Sentí una gran alegría al escucharme en esos hermosos labios. Entonces supe que podía obtener información, y me animé.
-No lo he visto hace buen tiempo -respondí-. Ya estoy preocupado por él -añadí.
-Espero que esté bien -me dijo, alegrándome todavía más.
Pero yo debía actuar como Darío, así que de inmediato fruncí el ceño.
Ella lo notó y se apresuró a decir: -No vamos a pelear de nuevo por ese tema.
¡Habían peleado por mí! ¡Qué felicidad! Cada vez me convencía más que esto había sido una buena idea. –No pelearé de nuevo -dije secamente.
Entonces ella se lanzó a mis labios y me dio un beso. Quedé atónito, pues no podía contener la alegría. ¡Había besado a la mujer de mis hermosos sueños!

La conversación se prolongó por varias horas, aderezada de vez en cuando con un dulce beso. Así llegó el crepúsculo púrpura y misterioso. Entonces me levanté del sillón para ir por dos jugos a la cocina. Cuando volví vi que Ana estaba meciéndose el cabello mientras se miraba al espejo. Era vanidosa, además de hermosa, y sonreía constantemente al ver su reflejo.

Fue en ese momento donde la mente me empezó a realizar horribles jugarretas. Me puse detrás de Ana, mirando mi reflejo tras el de ella. Pero, por extraño que parezca, pensé por un momento que no era yo quien se reflejaba en el cristal. Sentí, de manera misteriosa, que era Darío quien estaba tras Ana, mirándome con rencor por haberle usurpado su lugar. Sus ojos refulgían de ira, y tenía sus dientes apretados y sus puños crispados. Parecía haber vuelto después de habérsele escapado a Hades, sediento de venganza. Un aura terrible parecía cubrirlo, formada por una furia bestial. Incluso pensé que el espejo se rompería y él saldría dispuesto a estrangularme. Temí, pero al ver que Ana no notaba nada, olvidé el suceso. Le pedí que nos sentáramos de nuevo en el sillón, y seguimos nuestra velada.

Y cuando el frío brillo de la luna bañó las calles y las casas, mis padres llegaron de sus vacaciones. Mi padre traía una cama desarmada, y dejó las tablas recostadas contra una silla, exactamente frente al espejo.
-¿Y este espejo? -preguntó él.
Yo dudé, y un sudor frío bañó mi frente; pero astuto, respondí: -Lo compramos mi hermano y yo.
-Es muy lindo -respondió mi madre con su característico tono suave y musical.
Entonces, para cambiar de tema, presenté a Ana como mi novia.
Ella, muy educada, saludó a sus suegros.
-¿Y tu hermano? -me preguntó mi madre.
Dudé de nuevo, pero, presa de la bestia infernal que dominaba los negros recónditos de mi mente, volví a responder con inteligencia: -Dijo que se iba de paseo. No lo he visto en muchos días, y estoy preocupado por él.
Pero apenas acabé de decir esto, escuché un susurro furioso que decía: «Mentiroso». Entonces miré al espejo y vi de nuevo a Darío, mirándome con extrema furia desde el interior del cristal. De inmediato miré a mis padres y a mi amada Ana, pero al parecer solo yo podía verlo y oírlo. Lo digo porque mi padre volvió a examinar el espejo, y en vez de ver lo que yo vi, se vio él mismo, se peinó con la mano y se quitó unas motas que tenía en su chaqueta verde.

¡¿Qué diablos me pasaba?! ¡¿Qué había pasado la noche en que me abandoné a los venenos del placer y del horror?! ¡¿Dónde estaba Darío?!
Creo que fue notoria mi preocupación, pues Ana me abrazó y me preguntó al oído: -¿Sucede algo malo?
-No -me apresuré a responder mientras, temeroso, miraba el cristal del espejo. El marco dorado brillaba con un lustre majestuoso, y el vidrio relucía impecable.

Entonces mi padre me pidió que le ayudara a subir las tablas. Yo, atemorizado, acepté de inmediato, y Ana también se apresuró a ayudar. Pero, en una jugada maligna del destino, la torpeza de mi amada Ana hizo que me diera cuenta de todo lo que había sucedido en esa noche macabra.

Cuando Ana fue a tomar unas tablas se escucharon unos pasos acelerados en el segundo piso, como si alguien quisiera correr a esconderse. Ana se asustó, pues pensó, al igual que todos, que yo, o supuestamente yo, había estado arriba todo el tiempo. Entonces Ana se movió bruscamente y una de las tablas se resbaló de costado, cayendo contra el espejo y rompiendo el cristal, produciendo así ese tintineante sonido de vidrios rotos. Pero de las entrañas del enigmático espejo emergió un cuerpo corrompido, con la carne azulada y un gran coágulo en la desgonzada y colgante cabeza. Cayó inerte a los pies de mi atónito padre, que de inmediato me miró. Y mi madre y mi amada Ana clavaron su aterrada vista en mi pálido rostro.

La espantosa noche, furioso por las provocaciones de mi hermano, tomé un candelabro y lo golpeé en la cabeza hasta matarlo. Entonces, excitado por los tóxicos, salí a la calle y vi en la basura un espejo casi nuevo. En ese momento se me ocurrió una idea: Sabiendo que podía romper la pared de madera de la sala con el hacha, hice el hueco con una fuerza sobrehumana, y allí oculté el cadáver. Tomé el espejo y lo pegué a la pared para ocultar a mi hermano. Confundí el hedor a muerte con el olor a drogas, y por eso me apresuré a aromatizar la casa. ¡Yo maté a mi hermano! Pero la vida es curiosa y sarcástica, pues fue el motivo de mi crimen el mismo que me entregó a los verdugos: Mi amada fue quien rompió el cristal y descubrió el cuerpo.

Sin embargo, después de recuperarme un poco del pasmo, vi el cuerpo y noté que tenía rasgos extraños. Yo me había cortado el cabello para parecerme a él, pues yo lo tenía un poco más largo. Pero ahora ese infame cadáver tenía el cabello largo, como yo lo tenía antes, y tenía mi ropa y mis zapatos, y tenía mis mismas facciones. ¡Me había emparedado!




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