Juan Esteban Peláez

CUENTOS

IA

El Demonio de la Montaña

Los Jardines Rojos y otros Nocturnos

RELATO DE JACINTO:

Contaré una historia que me sucedió hace dieciocho años, cuando solo tenía doce y era un tímido niño. Me veo en la urgente necesidad de escribirla porque no aguanto más las imágenes de muerte que se anidan en mi ser desde ese terrible invierno en que destapé ese maldito cofre y vi ese demonio. Pero tengo que aclarar que el invierno en mi país no tiene temperaturas bajo cero ni nieves perpetuas. De hecho, puedo asegurar que no tenemos invierno. Lo más próximo a esta dura estación es la temporada de lluvias, que llega en los meses de abril y octubre. Durante las lluvias se presentan crecientes de ríos y deslizamientos de tierra; pues los Andes cruzan mi patria con imponencia. Y cuando las lluvias llegan causan derrumbes que se llevan todo a su paso, enterrando y engullendo todo sin discriminación.

Primero quiero poner todo en contexto. En esa época vivía en Fresno, un pueblito a las faldas de la cordillera central. El pueblito es pequeño y está rodeado de montañas fértiles y llenas de verdes árboles. Su principal economía es la agricultura. Pero un mes de octubre el pueblito cambió para siempre, al igual que mi vida.


Antes de describir mi tragedia tengo que hablar de mitos y leyendas. Algunos creen que hace mucho tiempo, en la época de la conquista, dos sacerdotes lograron encadenar a un demonio maligno, lo encerraron en un cofre y lo enterraron en una ladera cerca del pueblo. Este mito se hizo común en algunos de los habitantes, pero no dejó de ser un mito. Yo lo conocía bien, pero no le prestaba mucha atención; hasta ese día.

Recuerdo que jugaba con mi amigo Hernán al costado del pueblo, en la calle 2 con carrera 3 (lo recuerdo bien), cuando vimos que unas nubes de lluvia se acercaban. Sin embargo, no queríamos entrar a las casas. Estábamos jugando un partido de fútbol, y a uno de niño la lluvia no lo intimida. La lluvia se hizo cada vez más copiosa y fría. El sonido del agua contra los árboles y las casas se hizo ensordecedor, y el frío empezó a colarse al pueblo a tal punto que el vapor empezó a salir de nuestras bocas.

Seguimos jugando. Hernán pateó muy duro el balón, y el viento (que ahora creo que estaba maldito), lo elevó y lo dejó trabado en la ladera de la montaña. Yo, sin pensarlo, subí por el costado de la montaña, y, aunque estaba resbalosa por el lodo, logré alcanzar el balón. Entonces vi un madero que parecía tener remaches negros. Al acercarme más me di cuenta que era un pequeño cofre. Le lancé el balón a Hernán y lo desenterré.

Apenas bajé de la ladera se lo mostré a Hernán. Tenía inscripciones en latín, pero en ese momento ignorábamos ese idioma. Éramos niños de pueblo, con educación básica. Nada sabíamos de ángeles y demonios además de lo que nos explicaban nuestros padres. Al inicio temimos abrirlo por lo que sabíamos del mito. Pero fue Hernán quien insistió. Entonces lo abrí sin trabajo: No había nada adentro. Sin embargo, un hedor me pegó en la cara como un puñetazo. Era un olor a huevo podrido combinado con madera húmeda. Lo recuerdo muy bien, pues el olfato es el sentido con más memoria. De solo recordarlo me dan arcadas. Inmediatamente tuve que cerrar el cofre. Hernán también sintió el hedor, y no pudo aguantar el vómito. Apenas lo cerré dejamos el cofre enterrado cerca de la ladera, y nos fuimos cada uno a sus casas.

Pero el olor no desaparecía. Mi madre tuvo que bañarme varias veces, mientras me regañaba y me preguntaba por el origen del hedor. Yo solo decía que había jugado con un líquido a las orillas de la carretera. Incluso tuvimos que abrir todas las ventanas de la casa para evitar el asco. El olor no desapareció hasta entrada la noche.

Esa noche tuve una pesadilla. Recuerdo que caminaba bajo la lluvia y por entre los árboles de las montañas, cuando una sombra alargada y sin cara se me acercaba. Al principio se acercaba lentamente, pero de un momento a otro empezaba a correr hacia mí. Entonces sentía todo el vértigo por mi cuerpo, una sensación de frío terror. En ese momento desperté, y vi que toda la noche había llovido.

Cuando me levanté, mi madre me dijo que no me acercara a la montaña porque había riesgo de deslizamientos. Y, efectivamente, por la tarde llegó un aviso por parte de las autoridades para evacuar. Al principio mi padre estuvo reacio, pero con cuatro hijos y una mujer en riesgo, finalmente aceptó. A mediodía empezamos a empacar. Cuando tuve todo listo fui a la casa de Hernán. A él y a su familia también le habían dado el aviso de evacuación. Hernán también ya había acabado de empacar, así que salimos a jugar un rato bajo la lluvia mientras las familias acababan los preparativos del desalojo.

Entonces, inconscientemente, volvimos a la calle 2 con carrera 3. Y allí juro que vi, en la ladera de la montaña, un perrito que parecía estar atascado con un alambre de púas. Era un perrito callejero que yo quería mucho, y que se llamaba Lucas. Al verlo, llorando y temblando del frío, decidí subir a ayudarlo. Hernán me advirtió que no fuera, pues el terreno estaba muy inestable y el lodo cada vez se hacía más profundo. No le hice caso.

En cambio, trepé por la falda. Por un momento lo perdí de vista por culpa de unos árboles, pero cuando fue visible de nuevo la ladera, vi que Lucas ya no estaba. En ese momento sentí ese mismo hedor horrendo. Me tapé la nariz para evitarlo. Incluso tuve náuseas, pero quedé paralizado al ver entre los árboles y las gotas de lluvia varios troncos arrancados, como si alguien los hubiera talado. Y esos árboles arrancados formaban un camino largo desde la cima de la montaña hasta donde yo estaba. Y entonces lo vi: Era un ser pequeño, de quizás menos de un metro, encorvado y mirando fijamente hacia el camino de árboles talados. Parecía ser un hombre enano, muy delgado, de piel acartonada y carbonizada; negra como una víctima de un incendio. Recuerdo que solo brillaba su horrible sonrisa por entre las gotas de lluvia; una sonrisa que era ridículamente grande. Su enorme boca de dientes brillantes pasaba de oreja a oreja, mientras parecía no tener ojos ni nariz. Parecía humear bajo las nubes grises, y hedía a azufre.

Grité al ver la horrible criatura. Entonces ese monstruo negro, sin dejar de sonreír, pareció empezar a cavar en la ladera como si fuera un perro. Y, casi de inmediato, la ladera empezó a ceder, poco a poco, hasta tomar fuerza y convertirse en un alud de tierra dirigido por el camino de troncos arrancados. Recuerdo el sabor a lodo, la asfixia y el golpe. Y después de escuchar un terrible impacto no recuerdo nada más.

Cuando abrí los ojos me vi con una cuerda alrededor. Sentí que me halaban con fuerza, y de repente me sentí libre. En ese momento varios bomberos llegaron a socorrerme. Al parecer había sobrevivido al alud, aunque por poco. Me sentía mareado, con mucha hambre y con un intenso dolor en las piernas; pero estaba vivo.

Mi dicha no duró mucho. Apenas me sacaron del lodo empecé a preguntar por mi mamá; pero en vez llegó mi tía. Ella, con los ojos hinchados a causa del llanto, me habló sobre el fatal incidente: Toda mi familia había sido enterrada por el alud, al igual que mi amigo Hernán y su familia. ¡¿Para qué había sobrevivido?! El vacío interior y la angustia que sentí son simplemente indescriptibles.

Esa sensación de soledad me rondó por mucho tiempo. Maldije a Dios y estuve molesto con la sociedad y conmigo mismo por muchos años. Incluso, algo en mí sabía que todo era culpa de ese demonio que había generado el alud.

Vine a vivir con mi tía a la capital desde ese inconveniente. Conseguí un trabajo mediocre y a duras penas puedo pagar las deudas. Pero desde los doce años, casi día de por medio, tengo horribles pesadillas con ese demonio, con ese alud, con mis padres y con mi amigo. Me siento cansado. No me he repuesto de la pérdida hasta el día de hoy. Incluso veo como todo se oscurece a mi alrededor, como si ya hubiera llegado la hora de partir.


RELATO DE HERNÁN:

Tenía trece años cuando la tragedia sacudió el pueblo. Estaba jugando con mi amigo Jacinto a las orillas del pueblo, cuando empezó a llover de una manera descomunal. Era tanto el frío que salía vapor de nuestras bocas. Aun así, seguimos jugando con la pelota. Recuerdo que ese día lancé muy duro la pelota, y se elevó de una manera inexplicable hacia la ladera de la montaña. Entonces Jacinto fue a buscarla. Yo esperé cerca de la falda. Allí permanecí un rato hasta que Jacinto me lanzó el balón. Y cuando él bajó tenía un cofre viejo con inscripciones de un idioma antiguo.

Yo había escuchado un mito donde dos sacerdotes habían capturado un demonio en un cofre y lo habían enterrado en Fresno; pero no creía en eso. Jacinto estaba temeroso de abrirlo, pero yo le insistí (y por eso hasta el día de hoy me siento culpable). Cuando lo abrió sentí un aire que escapaba del cofre y un hedor que me hizo vomitar. En verdad no pude aguantar las náuseas por ese olor a carne podrida y a madera húmeda. Y el hedor quedó impregnado en mí hasta llegar a mi casa. Recuerdo con gracia que mi madre me castigó por eso. El hedor continuó por horas.

Al día siguiente, mi hermana mayor me llamó y me dijo que empacara todo porque teníamos que desalojar la casa. Había un gran riesgo de deslizamiento, y las casas cercanas estaban en peligro. Así que las autoridades se apresuraron a evacuar las personas con mayor riesgo (entre esos nosotros). Alisté rápido mi ropa y algunos juguetes. Y después del almuerzo llegó Jacinto con la pelota. Fuimos a jugar un rato y, de manera inconsciente, resultamos en la calle 2 con carrera 3 (el mismo sitio donde Jacinto encontró el cofre). Estuvimos jugando por varios minutos, hasta que Jacinto dijo que le pareció ver a Lucas (un perro callejero que queríamos mucho en el pueblo), atrapado por un alambre cerca de un desfiladero. Yo la verdad no veía nada, pero la lluvia era muy copiosa y no dejaba ver con claridad. Incluso, recuerdo que me tocaba secarme las pestañas y las cejas con frecuencia para poder jugar. Le insistí a Jacinto que no fuera, pero no me hizo caso.

Apenas Jacinto subió, vi a Lucas ladrando cerca de una casa, a solo unos metros de donde estábamos jugando. Entonces le grité a mi amigo que bajara, pero en ese momento un alud de tierra terrible se vino sobre el pueblo. Yo corrí lo más que pude, seguido por Lucas, hasta llegar a mi casa. Instintivamente una persona siempre corre a su casa cuando se encuentra en peligro. Apenas el alud cesó, todos corrimos a socorrer a los heridos. Por fortuna, el alud no alcanzó a llegar al pueblo. Entonces temí por Jacinto y le dije a mi madre lo sucedido. Ella a su vez le dijo a la señora Carmen, la madre de Jacinto, y la señora Carmen a las autoridades.

Casi de inmediato todos los socorristas fueron al sitio que les indiqué. Aún llovía, y todavía había riesgo de más deslizamientos; pero los socorristas fueron muy valientes y trabajaron sin cesar. Y, para la noche, encontraron el cuerpo hinchado y grisáceo de Jacinto entre el lodo. Mi amigo fue la única víctima del alud. Confieso que hasta el sol de hoy creo que lo que mi amigo vio en la montaña no fue a Lucas, sino el demonio que dejamos escapar del cofre.




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