CUENTOS
Literatura Tenebrosa
Fue un miércoles cuando mi madre murió. Su partida sin duda aceleró mi dolorosa enfermedad, un maleficio que me paralizó casi por completo sólo meses después de su partida. Después de su muerte, mi padre decidió sumergir su pena en el trabajo, yendo y viniendo a los graneros familiares. Casi no pasaba tiempo en casa, por lo que contrató una cuidadora; una mujer egoísta y cruel. Pero antes quiero que conozcan sobre mi amada madre y mi vida antes de su partida.
Nací con una enfermedad degenerativa que va atrofiando los músculos, un hado acéfalo y sin salida; pero gracias a los cuidados y al amor de mi madre logré retrasar los malignos efectos por casi treinta años. De niño me apoyaba en muletas, por lo que no podía jugar con mis compañeros de colegio. Mi madre lloraba al verme triste, y yo lloraba al verla; no porque yo no pudiera correr o saltar, sino porque ver a mi madre triste era doloroso para mí. Pero entonces era ella quien jugaba conmigo. No importaba todas sus tareas, su cansancio, todas sus ocupaciones, todos sus problemas; ella siempre estaba para mí. Fue ella quien hizo mi difícil vida más tolerable.
Antes de los treinta años la enfermedad me dio un nuevo golpe, y me postró con mano férrea a una silla de ruedas. Y mi madre, siempre amorosa, fue quien cargó conmigo y me llevó a todos lados, incluso si eran calles pendientes. Desconozco de dónde sacaba fuerzas para empujarme en la silla de ruedas, con su cuerpo frágil y delgado. Y nunca se quejó de haberme tenido, ni de haberme cuidado.
Por eso, cuando ella empezó a enfermar, mi vida empezó a menguar como la luna. En un acto de amor intenté más de una vez atenderla, cocinar o limpiar; pero por mi estado era imposible tal empresa. ¡Qué angustia e impotencia sentí! A este mundo sólo vine a estorbar, a complicarle la vida a esa buena mujer. ¡¿Por qué Dios me había lanzado enfermo y maldito a este mundo inclemente?!
Durante su enfermedad no pude hacer más que estar a su lado, tartamudeando algunas palabras (ya la enfermedad también me había afectado el habla), e intentando mecerle el cabello con mis manos temblorosas; pero ni siquiera acariciarla pude. Por el contrario, ella, enferma como estaba, se preocupaba para que yo comiera bien y estuviera bien peinado. Yo intentaba aguantar las lágrimas, pero no podía, pues estaba enfermo, pero no era estúpido. Y mi madre me pedía que no me sintiera triste y me secaba las lágrimas con sus débiles dedos. Ese último miércoles logré tomar la mano de mi madre por varios minutos, sin temblar, y allí me quedé hasta que mi padre y una enfermera me pidieron que me despidiera. Entonces dije con esfuerzo y con la voz quebrada: —¡Adiós, mamá!
Ella, con una pantalla de lágrimas en los ojos, asintió y dijo: —No te preocupes, que nos veremos pronto. Te amo.
La enfermera, conmovida por la situación, me sacó de la habitación y habló conmigo por varias horas, explicándome sobre la muerte, el cielo y el infierno. Yo entendía bien la situación. Mi enfermedad era muscular, no cerebral. El que a duras penas pudiera articular vocales no implicaba que mi cognición fuera mala. Hablaba como si tuviera algún problema mental, pero no era así. Yo sabía que mamá estaba enferma y que pronto moriría. Y la verdad tenía un temor inmenso sobre mi situación. Mi padre casi no permanecía en la casa, y mis hermanos no vivían con nosotros. Nadie me atendería, y si alguien lo hacía no lo haría con el amor de mi madre. Esa noche mi mamá finalmente fue vencida por la enfermedad, y mi suplicio se intensificó.
Como lo mencioné anteriormente, mi enfermedad se agravó, a tal punto de no poder hablar ni poder levantar los brazos. Mi cuidadora tenía la tarea de alimentarme y limpiarme; pero la mujer me dejaba mucho tiempo sin comer (incluso podían pasar dos días); lo que hizo adelgazara de manera acelerada. Yo no podía quejarme, y mi padre le atribuyó mi deterioro a la enfermedad y a la depresión.
Así pasó un año, eterno como una visita al infierno. Yo hedía a heces y orina, y mi estómago estaba adolorido por el hambre. Mis días más felices, sin duda, eran cuando mi padre no trabajaba o alguno de mis hermanos venía a visitarme; pues la cuidadora se apresuraba a asearme y a darme de comer. Ellos hablaban conmigo tan sólo unos minutos, pero para mí eran los minutos más felices. Y durante esos cortos minutos ellos hablaban de mi madre. Yo quería hablar con ellos, no sólo de los malos tratos de la cuidadora; también quería decirles cuánto extrañaba a mamá y cuánto la amaba. A menudo, durante esos minutos, lágrimas salían de mis ojos. Creo que eso los incomodaba; pero igual me abrazaban para reconfortarme.
Y en ocasiones mi padre me mostraba algunas fotos del álbum familiar, donde él y mi madre se veían radiantes y jóvenes. Mi madre antes de tenerme tenía el cabello rubio y largo, y era muy bella. Cuando yo nací, ella cambió su físico y pareció más abnegada. Durante ese año mi padre también envejeció: sus cabellos se volvieron canas y sus hombros se encorvaron, como quien carga un peso invisible. Incluso su voz se volvió profunda y melancólica. Además, a diferencia de mi madre, él no tenía la paciencia para cuidarme, y a menudo renegaba de mí, aunque no dudo un solo instante de su amor por mí.
Finalmente llegó ese doloroso septiembre, donde la cuidadora decidió irse a su país mientras mi padre viajaba. No le avisó a nadie, sólo se fue, dejándome solo en casa. Fue mi sentencia de muerte. Los minutos se volvieron horas. Veía todo a mi alrededor, inmóvil y silencioso, mientras el hambre empezaba a golpearme y a estrujarme el estómago con su garra invisible. Desde el día anterior no había comido nada, y si mi padre o algún familiar no llegaba pronto el hambre y la sed me matarían sin contemplación.
Y durante todo ese tiempo estuve recordando a mamá, ese ángel que me dio la vida y me dio una paz infinita. Era obvio que si mamá faltaba yo no duraría mucho, y veía cada vez más cercano mi encuentro con ella. Quería que nos encontráramos de nuevo, sentir sus abrazos, sus caricias, el sabor de su comida, cómo arreglaba el cuello de mi camisa y cómo jugaba conmigo mientras andaba en muletas. Sí, quería morir y verla de nuevo. Ya no quedaba nada en esta yerta tierra para mí. Mi madre era mi mundo y ya no estaba. ¿Qué podía esperar un pobre paralítico que sólo gagueaba?
Mientras empezaba a sentir el fatal mareo, inconsciente del tiempo en el que había estado solo, entraron corriendo mi padre y una hermosa rubia. Sabía que había visto a esa mujer en algún sitio, pero no recordaba dónde. Mi padre entró pálido, asustado por mi estado y gritando improperios hacia la cuidadora, diciendo que iba a demandarla y que iba a meterla presa. Pero noté entonces que mi padre parecía más joven, incluso sus canas parecían haber desaparecido.
La bella rubia se acercó a atenderme. Me acarició el rostro y me meció el cabello. No hizo mueca alguna de asco al inclinarse, aunque yo sabía que apestaba por la falta de baño. Y me dijo palabras dulces. En ese momento vi a mi mamá detrás de la rubia, con su delantal azul y con una sonrisa y una mirada tierna. Yo me animé, pues pensé que por fin podría verla y abrazarla de nuevo.
En ese momento sucedió algo increíble: yo intenté hablar con mamá, y despedirme de ella, pero ella supo lo que intentaba y señaló a la rubia.
Al mismo tiempo que mi padre decía: —Dana, no te agaches que estás embarazada.
¡Dana! El nombre de mi madre. ¡Claro, era ella! La había visto en el álbum de fotos; mi padre me la había mostrado meses atrás. ¡Esa rubia era mi madre y estaba embarazada de mí! Cuando entendí esto mi madre, aún detrás de la joven, sonrió. Me sentí muy feliz en ese instante, pues volvería a tener otra vida con mi mamá. ¡Otra vida con ella! Así que miré a la rubia, a la joven Dana y le sonreí tembloroso.
Ella, desesperada por mi estado, pidió a mi padre llamar a los paramédicos. Primero me dijo que todo estaría bien, pero al ver mi grave estado, dijo como para calmar su dolor y su angustia: —A mi hijo le pondré tu nombre, lo juro. Y así estaremos juntos toda la vida.
Mi mamá me dijo una vez, cuando era niño, que éramos los hijos quienes elegíamos a los padres antes de nacer, y tenía razón. Así que, ya elegida mi madre de nuevo, y mientras yo lloraba de alegría al saber que reencarnaría y viviría de nuevo con ella, balbuceé a Dana lo más claro que pude. Y le dije con todas mis fuerzas: —¡Adiós, mamá!