CUENTOS
El Hacedor de Tormentos
Esmeralda, animada y sonriente, se preparaba para su reunión anual. Estaba ansiosa, pues este evento lo realizaba desde hacía muchos años, un ritual producto de su adolescencia inmisericorde y blasfema. A la reunión siempre asistían siete personas, amigos de toda la vida que compartían los góticos placeres, las vestimentas elegantes de lino y seda, y los delirios producidos por los mitos vampíricos. Se ponían nombres y apodos, y se enajenaban con historias extraordinarias que les permitían relucir un ego y una arrogancia que en la vida real eran imposibles de presumir.
La reunión, rebosante de misticismo y velas, siempre contaba con tres tiempos: La llegada, la cena y la despedida. Esmeralda siempre se tomaba por lo menos tres días para decorar la estancia, acomodar los muebles voluminosos y ubicar los candelabros de plata. Gastaba una fortuna comprando los más finos cortes de carne y los vinos de las bodegas más exquisitas.
Para Esmeralda, que rondaba ya los cuarenta años, ese evento era el clímax de su felicidad. En la reunión podía transportarse al pasado, sintiéndose de nuevo una joven rebelde y aislada, extraña y callada, amante de Anne Rice y de la aterradora húngara Báthory. Podía revivir las conversaciones con sus jóvenes amigos donde declamaban a los poetas malditos y leían con avidez las Eddas Magnas; donde ella, pretenciosa y animada, se identificaba con la heroica historia de Méladriel, otrora la poderosa reina bruja de Herda.
Estos gratos recuerdos la animaban a realizar anualmente esa reunión que, por consenso, llamaron todos «El ritual de la cabra». Siempre iniciaba al atardecer y terminaba antes de medianoche. Y esta vez no fue la excepción: al inicio del rojizo ocaso, los invitados empezaron a hacer su aparición en la estancia, invocando tradiciones draconianas. Casi siempre llegaban en el mismo orden: El primero en asomar era Juan, un hombre fornido, puntual y serio que bordeaba la obsesión compulsiva. Tras él llegaban los hermanos Paz: Armando era el mayor y más tímido, mientras que Bernardo, el menor, era rubio y extrovertido. Después llegaban las tres mujeres, siempre juntas: Ana, Marcela y Lina. Esmeralda siempre envidió a Marcela por su belleza, sin saber que Marcela, a su vez, envidiaba los verdes ojos y el cuerpo curvo y afilado de la anfitriona. Esmeralda poco se llevaba con Lina, pues las lenguas de ambas se habían lanzado al combate en más de una ocasión, esparciendo mentiras y difamaciones; pero, aun así, ambas se toleraban durante la reunión. Por el contrario, Ana y Esmeralda se consideraban hermanas, amigas inseparables que se confesaban todos sus secretos. Y, por último, arribaba Víctor, quien simbolizaba el amor inmarcesible y materializado de Esmeralda. Allí estaban los siete invitados, con paños finísimos y dialectos pulcros, simulando una reunión de intelectuales pálidos y antiguos.
—¡Por fin nos encontramos de nuevo! —dijo Juan mientras abrazaba con amabilidad a Marcela.
—Y todas están hermosas como siempre —aseguró Bernardo con su usual vivacidad.
—¡Qué bello vestido! — exclamó Lina con tono mordaz, mostrando su envidia tenaz a Esmeralda.
—Muchas gracias —respondió esta última, agrandada, pues notaba cómo su amado Víctor era incapaz de quitarle la mirada.
Las conversaciones iniciales, llenas de anécdotas insulsas y comparaciones odiosas, dieron paso a los corazones ambiciosos y a los ilícitos placeres. Se llenaron las bocas de venenos siniestros que los llevaron al éxtasis, enervando los espíritus y deformando los extraños y voluptuosos aposentos. Aquella era la primera parte de la reunión. Permanecieron agitados por algunas horas a causa del envenenamiento, hasta que el apetito se hizo tan terrible que Esmeralda, un poco más lúcida que los demás, se apresuró a servir la roja cena de delicados manjares.
Sirvió los ocho platos en la mesa, con ocho copas de vino tinto y ocho cortes de suculenta carne con papas y ensalada. Todos los invitados se sentaron al tiempo y empezaron a devorar la carne como si fuera un festín prohibido y horrendo, causando a quienes los vieran una mezcla de repugnancia y fascinación. La embriaguez, mezclada con las horribles toxinas, causaron en los allí presentes una visión de paraísos artificiales, empezando a desdibujar la realidad y dando paso a la alucinación.
Entonces Esmeralda, como en todas las reuniones anteriores, empezó a sentirse cansada, sin fuerzas y sin voluntad. A duras penas podía levantar la mirada; y, al hacerlo, veía cómo todos los rostros empezaban a verse borrosos y desencajados. El aire empezó a arder alrededor, asfixiante e inclemente; al tiempo que los sonidos se tornaban lejanos y cavernosos. Sus manos empezaron a temblar con violencia, mientras veía aterrada cómo las figuras empezaban a tornarse grotescas, largas y miedosas. Las facciones de sus compañeros se difuminaban, cual retrato al óleo echado a perder por una tela húmeda. Ya no era ni siquiera visible el rubio cabello de Bernardo. Tampoco podía disfrutar de la hermosa quijada cuadrada de su amado Víctor, ni podía distinguir el delgado cuerpo de Marcela. Sólo podía ver formas humanoides sentadas a su lado, en una mesa llena de comida a medio mascar y un vino que manchaba toda la superficie.
—¡No de nuevo! —se dijo a sí misma, en voz baja y angustiada, en medio de ecos raros, risas sardónicas y un amasijo de figuras repugnantes.
Las sienes le empezaron a zumbar, mientras sentía en su interior cómo perdía cada vez más energía, como si a su alma se le fueran cayendo grandes pedazos. Sintió el horror emanar de todos sus orificios, al tiempo que su arruinado cerebro les pintaba rostros a las formas a su alrededor. De repente, los siete invitados dejaron de ser ellos, y pasaron a tener un rostro conocido por ella, pero que no podía recordar. Ya no veía a Juan, ni al tímido Armando. Sólo veía mujeres, pero no veía ni a Ana ni a Lina, veía un solo rostro en todos los invitados. ¿Quién era? Ella sabía que conocía a esa mujer, que ahora eran siete. Y las siete, que eran idénticas, respiraban el espíritu del vino, se reían con sus vapores rojizos y engullían con desagrado la carne sangrante.
Y lo supo cuando vio el brillante verde en sus ojos. Ellas eran ella, sonrientes, descaradas, intoxicadas e involucionadas. Allí estaba, siendo dueña de todos los talentos. Y como si en su mente estuviera incrustado el Aleph de Borges, empezó a escuchar todas las siete conversaciones, y empezó a responder a todas ellas. Y sintió todos los sentimientos, y supo sobre todo de todos.
Fue tan poderosa la ola de sentimiento y conocimiento, que sus miembros debilitados quedaron inmóviles, por lo que fue incapaz de taparse la fatigada nariz para evitar los falsos perfumes que le provocaban ardores en los pulmones. Estaba próxima a desfallecer, por lo que llegó la última fase de la reunión, acompañada de una influencia funesta y maligna.
Irascible y con el pensamiento revuelto, Esmeralda vio cómo sus invitadas empezaban a transformarse, formando un espeluznante bestiario. Las siete empezaron a tomar formas monstruosas, animalescas y horrendas. Empezaron a pudrirse, como si fueran presas de una singular enfermedad, y sus carnes tomaron tonos raros. Un terror nauseabundo abordó a la anfitriona, mientras veía con desconsuelo cómo cada uno de sus invitados se desparramaba sobre la silla, desapareciendo por completo y dejando tras de sí unas masas viscosas y profanas.
Cada vez que una de ellas desaparecía, Esmeralda, con un nudo en la garganta, parecía recobrar fuerza y vitalidad. Para cuando la última invitada dejó el maligno recinto, la mujer había recobrado la lucidez y la entereza. Entonces suspiró, deprimida y triste, pues vio con desconsuelo que, al igual que los años anteriores, estaba sola, en medio de una sala iluminada con velas y con una copa de vino en la mano. «¡Otra vez sola!» pensó mientras se levantaba y abría el cuarto contiguo a la sala. Allí reposaba la siniestra cabeza cornuda de un ovino negro, de ojos amarillos y diamantinos que reflejaban una mirada vacía de pensamientos.
Miró la oscura cabeza y dijo: —Espero que el próximo año pueda tener una reunión con personas de carne y hueso. Estoy cansada de esta situación.
Cubrió entonces la ridícula cabeza, mientras la aplastante soledad la atormentaba; pues sabía que nadie había ido a su hogar para la anhelada reunión. ¡Otra cena solitaria! ¡Otra noche silenciosa! ¡Otra complacencia salvaje que no pudo compartir! Estaba agotada de no tener en quien confiar, con quien hablar, a quien abrazar, ¡a quien amar! Su juventud, cargada de retos y desaciertos, había pasado rápida y tormentosa, y ahora estaba exhausta de realizar cada año el ritual de la cabra para así dividirse de manera terrible y volver a estar acompañada, así fuera de sí misma. Amar la soledad prolongada es tan sólo la renuncia a una bella compañía.
Vino entonces a su cabeza la noche oscura y el misterioso bosque donde aprendió el ritual. Recordó la bruma fría que le laceraba la carne, el claro entre los ramajes, la hoguera crepitante y los tres espantos de enorme talla y cuernos largos que se doblaban hacia ella, como quien se enfoca en un insecto, y le hablaban en lenguas raras que explicaban con detalle el execrable fraccionamiento.
—¡Antes de medianoche ya estoy sola otra vez! —gritó a la cornuda cabeza con fuerza y deseo histérico, pues ya su alma había vuelto completa a su cuerpo. No quería aceptar de nuevo su aislamiento, no quería verse de nuevo en medio del silencio; pero era inevitable. Permaneció inmóvil, callada, con la esperanza de escuchar cualquier sonido, cualquier frase, cualquier ápice de humanidad. No obstante, ella misma sabía que aquello era sólo una ilusión. El ritual había terminado, ¡y ya nadie la acompañaba!